Secretos de una chinampa

Un paseo con el chef Eduardo García por las chinampas. Una experiencia de Club Travesías.

10 Oct 2017
Secretos chinampa

Empezamos muy temprano. La cita fue en el restaurante Máximo Bistrot, del chef Eduardo García, quien nos acompañó en el recorrido.

De ahí partimos rumbo al embarcadero Cuemanco, al que llegamos (éramos un grupo de 20 personas de distintas edades) en camioneta cuando aún no salía el sol. Nos tocó ver el amanecer en la trajinera, y en el trayecto por los canales se presentó Lucio Usabiaga, socio de la cooperativa Yolcan. Él se encargó de platicarnos acerca de su proyecto de cultivo, y nos contó la historia de las chinampas.
La técnica de labranza en chinampas es una de las más antiguas que se practica en la ciudad. Cientos de años antes de convertirse en México-Tenochtitlán era ya una de las formas típicas en que los xochimilcas cultivaron alimentos.
Con el tiempo, los métodos modernos de agricultura, de la mano de las empresas trasnacionales, modificaron la forma de riego y siembra, y los productores locales, en su mayoría, fueron despojados de sus oficios. Así, métodos ancestrales como las chinampas se fueron debilitando.

Con este panorama nació Yolcan, que en náhuatl significa “tierra de origen”, y cuyos objetivos son recuperar estos espacios, regresar a métodos antiguos y fomentar el consumo orgánico, alejado de químicos y pesticidas.
Mientras escuchábamos la explicación y paseábamos por los canales, llegamos a la primera de tres chinampas que visitamos, donde Yolcan tiene sus propios sembradíos.
Ahí había camas de lechuga, coles moradas, rábanos y arúgula. El chef Lalo García entró en acción, y sin miedo a ensuciarse las manos se metió por los plantíos para sacar vegetales, con la naturalidad  de quien practica esta actividad desde niño.

“Esto, así, está espectacular”, dijo enseñándonos un rábano crudo. “Pero si le echas limón y aceite de oliva, más”.
A punto de dejar la primera chinampa y regresar a la trajinera, Lalo ya había recolectado un buen número de plantas y vegetales que iba guardando en una caja.
“Todo lo que recolectemos hoy lo cocinamos “, dijo.
“¿Y qué comeremos?”, le preguntaron.
“No sé. Lo que se me ocurra al momento. Siempre cocino así, nunca con recetas”.
Y a la gente comenzó a abrírsele el apetito.

Actualmente, además  del trabajo con la comunidad,  la cooperativa Yolcan se sostiene  de dos maneras: provee de frutas y verduras a algunos restaurantes de alta gama en la ciudad (como Máximo Bistrot, Havre 77, Lalo!, Rosetta y Sud 777, entre otros) y por canastas de cultivo: particulares que se suscriben para que les llegue a su casa una selección orgánica de productos.

Llegamos a la segunda chinampa y vimos una selección de agua de los canales que actualmente está siendo tratada. Con ayuda de organismos científicos, como el Instituto de Biología de la UNAM y el Cinvestav, logran purificarla. Lucio nos explicó por qué había tantas cáscaras de naranja en descomposición. A éstas les sale un hongo que, por su nivel de acidez, ayuda a rebajar los niveles del pH del piso, que en Xochimilco es más bien alcalino.

Lalo no desaprovechó la oportunidad para recolectar unas cuantas verduras más. Regresamos a la trajinera y, al poco tiempo, llegamos a la tercera y última chinampa. Mientras veíamos y probábamos todo lo recién cosechado, Lalo comenzó a quemar unos leños. Hizo un hoyo en la tierra y, una vez que éste cambió de temperatura, depositó ahí todo lo recolectado: betabel, colinabo y rábano. Lo tapó con tierra y otros vegetales.

“Sean pacientes”, advirtió amistosamente, “más vale que alguien sepa contar buenas historias, porque tenemos que esperar una hora y media”.

Nadie tuvo algo interesante que contar, salvo Lalo. Y se arrancó.

El chef nos narró sus anécdotas. Empezó a trabajar desde chico en Acámbaro, Guanajuato, pero al poco tiempo su familia emigró a Estados Unidos, donde él siguió trabajando en la recolección de fruta y verdura. Luego entró en los restaurantes, haciendo la labor de lavalozas, y un día probó suerte en la cocina. Los resultados asombraron en su trabajo. Así llegó a locales exitosos de Estados Unidos, como el Brasserie Le Coze y luego Le Bernardin. Tiempo después  fue deportado, y al llegar a México fue jefe de cocina en Pujol; después de cinco años de trabajar con Enrique Olvera, fundó Máximo Bistrot con 400 dólares. Y aunque ahora hay que reservar con semanas de anticipación, los primeros días apenas entraba gente. Lalo salía a la calle a invitar clientes. La recomendación creció de boca en boca. La gente quedó más que satisfecha con los platillos. Un mes después estaba lleno, y desde entonces, sin reserva no hay manera de entrar.

Lalo es un apasionado de la cocina: para él es indispensable saber de dónde vienen todos sus ingredientes, ya sea que salgan del mar o del campo.
No sabíamos qué era mejor: si seguir escuchando a Lalo o comer las verduras. Él eligió.
“La otra parte de la historia queda para otro momento; además, es hora de comer: esto ya está listo”.
El rábano, el colinabo y el betabel, uno más rojo que otro, al que llaman sangre de toro, estaban en su punto. Buenísimos. Aunque pudimos comerlos a mordidas, antes pasaron por un aderezo de mostaza dijon con aceite de oliva. Muy buen complemento. Lalo hizo hincapié en que la comida sabe más rica cuanto más cerca estás del lugar de donde salió.
“Como esto”, dijo señalando las verduras que a la gente encantaron.
Lucio agregó: “Sabor y salud  van de la mano”.
También abrieron botellas de vino blanco y cervezas, acompañadas de queso y embutidos de primera calidad, junto a un pan rústico, como aperitivo. Hubo filetes —Lalo explicó— provenientes de una vaca del norte  de México que había sido alimentada durante cuatro años sin acelerar el proceso. Eso se notaba porque la carne era tierna y roja, exquisita. También preparó un atún. Siguiendo su estilo en la cocina, todo lo que comimos no tenía más de tres ingredientes; la mayoría de las cosas dos, y el atún y el filete nada más sal gruesa.
“Más vale cocinar con pocos ingredientes, pero de mucha calidad”, dijo Lalo, mostrando su máxima de sencillez en la cocina.

El postre estuvo a la altura: un cheesecake de mascarpone. Gran cierre. Después de cuatro horas, recogimos todo, regresamos a la trajinera y de ahí al embarcadero, pasando por la isla de las muñecas, pero versión turística, que tanto misterio provoca.
Fue una comida espectacular y una experiencia muy especial, donde el protagonismo se lo llevaron los alimentos y las chinampas. Aunque yo me quedo con el consejo de Lalo: “Nunca tengan miedo de ensuciarse las manos”.

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