Despoblado, inhabitado, solitario, vacío: todas estas palabras son sinónimo de desierto. Sin embargo, nada está vacío cuando se ve bien. Ver bien se complica cuando estás entre dunas blancas, a las dos de la mañana, en una noche sin luna. “Podría ser de una cascabel”, dice Gil, nuestro guía, mientras señala el sutil rastro que deja una serpiente al arrastrarse por la arena. Quisiera advertirle a la pequeña rata canguro que vimos la presencia de dicha serpiente. A la serpiente, del aleteo que oímos más adelante. No sé a cuál advertirle sobre el galopar de quién-sabe-qué que escuchamos a lo lejos; tal vez a nosotros mismos. Entonces me pregunté, ¿quién le advierte al desierto de nuestra presencia?
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En Cuatro Ciénegas, la gente se mueve en camioneta; pueblo de primera, porque nadie quiere pasar a segunda; de menos de 15 000 habitantes que batallan con el polvo que insiste en contaminar sus albercas; donde las mujeres mayores caminan por la banqueta contraria a las cantinas tradicionales y los hombres, de bigote, pantalón de mezclilla y sombrero, se toman selfis en El 40, la única cantina moderna.
A una hora, al oeste de Monclova, a tres al noroeste de Monterrey y a cuatro de Torreón, Cuatro Ciénegas está lejos de todo y, sin embargo, el ingeniero Fernando Pérez Cano apuesta a que se convertirá en el punto turístico más importante del noreste de México. “La magia que tiene es que ofrece algo muy diferente al turismo tradicional de sol y playa, eso es lo que buscan las nuevas generaciones: experiencias distintas”, me dice por teléfono, meses después de haberlo conocido en el Hotel Hacienda 1800, el epicentro de la inversión millonaria del regiomontano.
“El ingeniero” —como se refiere a él la mayoría de su equipo— es dueño de 9 000 hectáreas a las afueras del pueblo y del Área de Protección de Flora y Fauna Cuatro Ciénegas. (Manhattan tiene 5 900). Administra la mayoría de las atracciones principales del destino: la cantera de mármol, las dunas de yeso, el río San Marcos, un parque ecoturístico en uno de los cañones que conforman el valle, entre otros. Le pregunto al ingeniero por los planes para el resto de sus hectáreas: un restaurante, una tienda-galería en el centro del pueblo, una casa vitivinícola propia, más tarde un campo de golf con un desarrollo habitacional alrededor —“Siempre y cuando podamos conseguir el agua residual del municipio para riego, utilizando fertilizantes naturales autorizados por la Secretaría del Medio Ambiente”— y un santuario de animales de 3 800 hectáreas, en el que se va a poder hacer glamping. “Vamos a tener un evento al que va a venir el secretario de Defensa a soltar dos águilas y a lo mejor viene el presidente. Están viendo si su agenda lo permite”, remata. Ya sea que su destino sea convertirse en un paradigma de turismo responsable o un caso más de fracaso ambiental, Cuatro Ciénegas cruzó un punto de inflexión.
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Salimos temprano del hotel para evitar el sol. Es natural que un ingeniero cuyo sustento está en la industria metalmecánica, la del petróleo y otros sectores industriales crea que una antigua cantera de mármol a 20 minutos de su hotel será interesante para el público en general. No se equivoca. Lo que desde la carretera parecen pequeños bloques de piedra, de cerca son del tamaño de un tinaco; los medianos, del tamaño de un automóvil, y los más grandes tienen la altura de un edificio de dos pisos. Hay algo en sus cortes geométricos y ángulos rectos que hipnotiza. La monumentalidad siempre ha sido fascinante, pero parece no ser suficiente. “Todavía tengo que enseñarselo al ingeniero”, me dice uno de los trabajadores que toman medidas, mientras me muestra en su celular un rénder animado del túnel y la cascada que piensan construir para consolidar la atracción. También quieren poner un esqueleto de dinosaurio falso sobre uno de los bloques.
Hace 65 millones de años, este valle era un mar y en el mármol está la prueba más clara de ello. El material se dejó de extraer aquí porque la piedra no es tan pura como para usarla en la construcción. Entre los pequeños hoyos como de esponja, uno puede ver el paso de las eras glaciales y todas las capas geológicas de lo que fue mar, río, bosque y finalmente desierto, gracias a fósiles de plantas, conchas marinas y pequeños animales.
No toda la evidencia de lo que dejó el mar a su paso está muerta. Además de turistas, aquí han llegado científicos de la UNAM–e incluso de National Geographic y la NASA–, por ser uno de los pocos lugares donde se encuentran estromatolitos vivos, una de las formas microscópicas de vida más antiguas en todo el planeta. Cuatro Ciénegas es “el Galápagos de México”: el valle tiene alrededor de mil especies de flora y fauna, de las cuales más de 70 son endémicas. Muchas de ellas dependen de las ahora escasas pozas de agua regadas a lo largo del valle. La más visitada es la Poza Azul, a ocho minutos de la cantera.
Es mediodía, no hay nada que detenga al sol, ni nubes ni los cinco metros de profundidad de la poza. No es época de sequías y el paisaje alrededor de la Poza Azul guarda algo de verdor; después será completamente amarillo y en invierno quizá blanco, por la nieve. Sin importar la temporada, este ojo de agua tendrá siempre un difuminado de verde esmeralda en las orillas a un azul marino en el centro. El fondo de la poza se ilumina tanto como los agaves a su alrededor. Los rayos del sol brillan en la superficie, y se ondulan con el viento. Se ven peces. Quizá no haya oxímoron mejor que encontrar peces en medio del desierto para entender que algunos ecosistemas naturales son más frágiles que otros.
De entre juncos nace el brote del agua que alimenta la poza, imagen que podría inspirar un mito nacional, al escudo de la bandera de la “República soberana de Coahuila”. Son 250 litros por segundo de agua que cayó hace 30 años y se filtró por las montañas que rodean el valle hasta llegar aquí. Si este año llueve poco, los efectos se verán hasta dentro de 30 años. Entonces, ¿cómo es que el número de pozas ha disminuido de tal manera en los últimos años? Debido a los sembradíos de alfalfa, uno de los principales problemas ecológicos de Cuatro Ciénegas. Para cada metro cuadrado de cultivo se necesitan extraer dos metros cúbicos de agua del acuífero profundo; eso ha afectado el ciclo natural del agua en el valle.
A 10 minutos de la poza se encuentra el Parque Río San Marcos. Una de las primeras cosas que hizo el ingeniero al adquirirlo fue poner a un biólogo a cargo. Antes, la práctica entre los turistas consistía en comprar un cartón de cervezas y carne para asar, alimentar a las especies locales y llevar una bocina para que cada quien pusiera su música. Ahora, la administración controla todo lo que entra y sale: se lleva un control de las especies que visitan el río y hay programas que buscan concientizar a los visitantes sobre la importancia del cuidado del sitio.
Nos sentamos en la palapa principal. Dejamos que pasen las horas y con ellas la intensidad del sol. Rentamos un kayak y nos adentramos en el río, alejándonos de las palapas principales. Nos detenemos en medio de lo que podría ser tan buen lugar como cualquier otro y saltamos al agua. Hay sitios con más vida, más colores y, tal vez, mejor clima, pero en pocos puedes nadar entre quiotes de agave.
De salida, veo a parte del equipo del ingeniero platicar con otros huéspedes del Hotel Hacienda 1800.
– Son de Monterrey, me preguntaron si podían montar.
– ¿A poco también tienen caballos?
– No, pero los podemos conseguir. Ustedes pregunten y haremos todo lo posible para lograrlo.
De regreso en el hotel, cenamos al lado de la alberca principal. En el norte, no importa si es desayuno, comida o cena, un corte de carne siempre es buena idea. Entre un sotol y otro sale la idea de ver las estrellas en la madrugada en medio del desierto. ¿Es parte de la carta de experiencias que ofrece el hotel? No. Pero había que preguntar para ver hasta dónde llegan las posibilidades de este equipo de lugareños que quieren mostrar lo mejor que tiene su hogar. El resultado: 20 minutos apretados en la cabina de una pick up, los Tigres del Norte, una rata canguro, el rastro de una serpiente, un aleteo, un galope, cuatro estrellas fugaces y la vía láctea.
El día siguiente empieza de la misma manera y con el mismo objetivo: salir temprano para escapar del calor. Desembocamos en un valle en forma de sombrero después de una caminata/escalada de dos horas por las barrancas que delimitan el valle de Cuatro Ciénegas. Empieza a hacer calor. Cada minuto que pasa cuenta. Chamán, el encargado de desarrollar el parque ecoturístico en el cañón, me explica lo que quieren hacer en el valle: “Aquí, un mirador… Acá, una tirolesa… Aquí, una alberca… Aquí, un lift para los que no quieran caminar… Más allá, rutas de bicicleta de montaña… Esto va a ser un jardín botánico”. Es como si jugaran con legos. “Cuando me contrató, el ingeniero me dijo: ‘No importa lo loca o imposible que parezca una idea, proponla’”. Chamán, paisano del ingeniero, llegó a Cuatro Ciénegas por este proyecto. Desde lo que va a ser un mirador se pueden ver las Dunas de Yeso, a 20 minutos.
Dicen que las dunas blancas de Cuatro Ciénegas están llenas de energía, por lo que hay que quitarse los zapatos para recargarse. Para sorpresa de uno, la arena está fría. Y es que no se trata de la arena a la que estamos acostumbrados, es yeso. Hay diferentes tipos de dunas blancas, pero éstas son las únicas de sulfato de calcio en México (y las cuartas más extensas en el planeta). Como resultado de la erosión de los residuos de las lagunas al evaporarse, cada duna es la tumba de una planta. Cuando el viento corre y carga el calcio, las plantas lo atrapan y lo van acumulando; algunas dunas apenas son pequeños montículos, otras son montes blancos de los que salen ramas y, las más viejas —de más de 2 000 años—, tienen por esqueleto un mezquite muerto. Es el cementerio más bello del mundo.
Pasan las horas y las dunas se tiñen de un morado tan diluido que parece rosa. Un buen atardecer no depende tanto del sol como de lo que lo enmarca. Le dimos la espalda al sol para voltear hacia lo que sólo puedo catalogar como la nube más grande que he visto en mi vida. De pronto cobro noción de la curvatura del cielo; estas dimensiones únicamente las consigues en la soledad del norte del país. En la punta, el blanco más intenso que puede tener una nube; conforme voy bajando la mirada se va transformando en gris, hasta llegar al negro amenazador de una tormenta eléctrica. De pronto, un trueno; luego, otro. Parece que caen sobre las montañas que, desde las dunas blancas en las que estamos parados, se ven casi negras. La frontera del valle. Dentro de la nube se ilumina —como si tuviera otro sol dentro— una sección rosa. La nube cobra más volumen, más textura. Los blancos se vuelven más blancos y los negros más negros. El azul del cielo se oscurece. Aparece la primera estrella como señal de retirada a la cantina El 40, lugar de reunión del equipo después de un día de trabajo.
Si hay algo que lamento de este viaje, es no haber ido a El 40 en fin de semana para ver un Fara Fara en vivo. Acordeón, bajo sexto y tololoche no sólo representan la música del norte: son un trío norestense y no hay mejor lugar para oírlo que éste. Con casi 100 años de historia, la nueva versión de la cantina La Oficina abrió hace tres años con su nuevo nombre. Cuando llegó el tendido telefónico al pueblo, a La Oficina le tocó el número 40, desde entonces se le empezó a llamar popularmente El 40. Hoy conserva el mismo número telefónico (869-696-0040), el letrero original, el techo de madera con marcas de disparos posrevolucionarios, las paredes hechas de ladrillo de adobe y las puertas de madera de encino quemado.
Nos sentamos en el salón principal. Hay tres grupos más además de nosotros. Una mesa de cuatro hombres, sólo uno con bigote, pero todos de camisa y mezclilla (los políticos, según nuestros amigos locales); una mesa de nueve hombres, también de pantalón de mezclilla, pero sucio, y con una mezcla de gorras y sombreros (los ganaderos), y, en la esquina, una mesa con dos mujeres vestidas de negro. La música de banda —omnipresente en todo el viaje— se interrumpe para dar paso a “Las mañanitas” versión mariachi. Al mismo tiempo que sale un pastel con un fuego artificial bonsái a modo de vela, los ganaderos desenfundan sus celulares. Empiezan las fotos, los videos, las selfis. Se apaga la vela y vuelve la banda, al final de cuentas aún es una cantina del norte con casi 100 años de antigüedad, piso de madera de los durmientes del ferrocarril, popotes de semilla de aguacate, cerveza artesanal propia y esquites con arrachera.
Esta cantina es un elemento clave en la historia de Cuatro Ciénegas, un pueblo relativamente joven, fundado en 1800. De ahí el nombre del hotel: una hacienda de la misma antigüedad que llegó a manos del ingeniero como pago en especie y que pensaba vender, hasta que se enamoró del lugar. “Si tomara la típica decisión de hombre de negocios, difícilmente le apostaría a Cuatro Ciénegas, el riesgo es muy alto”, me dice el ingeniero en nuestra llamada al terminar el viaje. “Hemos solicitado ayuda del gobierno estatal y estamos esperando su apoyo para los libramientos, la planta de aguas residuales, la expansión del aeropuerto y la central de autobuses”. Pero, al igual que al sahuaro le toma años convertirse en el árbol del desierto, el crecimiento aquí es lento y lleno de adversidades. “Una de las cosas que nos limitan es la falta de recursos que el estado recibe por parte del gobierno federal… Honestamente, ahorita nos sentimos un poco solos en este tenor, porque ya no hay planes de apoyos federales para este tipo de proyectos. Si queremos desarrollar Cuatro Ciénegas, tenemos que trabajar de la mano con los tres niveles de gobierno”. En agosto del año pasado, Eglantina Canales, secretaria del Medio Ambiente de la entidad, anunció un programa estatal con una bolsa de 13.5 millones de pesos para el cuidado de Cuatro Ciénegas.
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Entre los estudiantes de secundaria y preparatoria del pueblo hay una campaña para pescar una especie introducida que impide la reproducción de la mojarra endémica. “¿Cómo llegó un pez externo a esta poza en medio del desierto?”, le pregunto a Luis Ángel, naturista local. “A alguien se le hizo muy fácil tirar sus peces de la tienda de mascotas en la poza”, responde. La realidad es que nadie le advirtió al desierto de nuestra presencia. Cuatro Ciénegas está en un punto de inflexión: ¿podrá convertirse en un destino ecoturístico ejemplar en el norte del país o tomará el camino de muchos otros destinos que explotan sus bellezas naturales hasta perder el equilibrio?
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