Manaos, en el estado de Amazonas, es el puerto fluvial más grande del mundo, a 1,500 kilómetros del océano, y cuya población ronda los dos millones de personas. Esta ciudad se ubica a un lado del delta que se forma al unirse los dos afluentes más importantes del Amazonas: el río Negro y el Solimões, y justamente uno de los mayores atractivos turísticos de la ciudad consiste en embarcarse hasta el punto en que las aguas de ambos ríos se encuentran: de un lado, el agua fresca y clara del Solimões; del otro, el agua turbia y cálida del río Negro, mismas que serán protagonistas de esta pequeña crónica.
Tan sólo llegar a Manaos ya es una aventura. A 3,882 kilómetros de São Paulo, 4,285 de Río de Janeiro y 4,863 de Salvador de Bahía, el acceso suele hacerse por aire. Un vuelo de cuatro horas desde Guarulhos les recuerda a los viajeros que, cuando se trata de dimensiones, pocos pueden competir con el gigante latinoamericano.
Antes de embarcarse río arriba hay que dormir al menos una noche en la ciudad. Aprovechando los extraños horarios de los vuelos que salen en la madrugada de São Paulo o Río de Janeiro, los viajeros suelen tener tiempo suficiente para visitar el punto más fotografiado de la ciudad: el Teatro Amazonas, un gigantesco y hermoso edificio de estilo neorrenacentista, en tonos rosa y blanco, coronado por una espectacular cúpula cubierta de 36,000 azulejos en colores verde, azul y amarelo, como la bandera. El edificio, que a la fecha sigue funcionando como teatro pero también como museo, se inauguró en 1896, cuando Manaos viva una época de esplendor con la fiebre del caucho y sus élites querían darle clase y cultura a la ciudad. El París de los trópicos, la llamaban.
Además de las visitas guiadas que se ofrecen todos los días (y de la posibilidad de presenciar algún espectáculo), una de las mejores vistas del edificio se puede apreciar desde la terraza del restaurante Caxiri, de la chef Debora Shornik. Ella llegó a Manaos en 2015, después de haber trabajado muchos años en São Paulo como mano derecha de la famosa chef Paola Carosella. Entre la ciudad y la selva, la chef aboga por “una cocina amazónica a favor de Amazonas”. El menú de Caxiri es un precioso muestrario de productos locales y de ingredientes autóctonos repleto de PANC (plantas comestibles no convencionales). Es hora de empezar a habituarse al jambú, al tucupí, al tambaquí y al no menos famoso pirarucú, el gigantesco pez que habita las aguas del Amazonas.
Con la asesoría de Bello, gerente del restaurante, lo ideal es no intentar descifrar el menú y sus extraños ingredientes, y mejor seguir sus recomendaciones: para beber, una caipirinha con jambú, una plantita local que además de un sabor particular tiene un efecto adormecedor en boca. De entrada, los palitos de tapioca con queso coalho y puxuri, y la ensalada PANC, para ir reconociendo estos nuevos sabores. También hay que probar el ceviche de pirarucú con tucupí (el jugo de la mandioca brava es un producto amazónico muy popular que suele venderse en los mercados locales en envases de Coca Cola reutilizados y es muy fácil de reconocer por su atractivo color amarillo brillante). Pero, para mí, la estrella fue el tambaquí, un pez que habita la cuenca del Amazonas y del Orinoco, y cuyo sabor es muy suculento, casi similar al de la carne de puerco. La experiencia de Caxiri es una gran primera aproximación a los sabores de la región, enmarcada en un espacio agradable, abierto y con hermosas vistas hacia el teatro.
Al salir, y después de dar una vuelta por el centro, un localito a un costado del teatro llama la atención de cualquier curioso. Del interior de Bar do Armando se escapan sonidos de esos que todos los brasileños conocen: le llaman MBP, música popular brasileira, una mezcla entre samba, bossa, pop y hasta rock. En Brasil, el MBP suena a toda hora y en todas partes, desde la fila de un supermercado hasta la sala de espera del aeropuerto o el interior de Bar do Armando un sábado por la tarde, en medio de una pandemia global.
A un lado de las dos puertas del local hay un par de mesas de plástico rojo, ideales para contemplar la escena desde afuera. Mientras transcurren las horas y se consumen las cervezas, el ambiente se anima; algunos se levantan a bailar y otros se acercan a preguntar de dónde venimos. El turismo cayó drásticamente durante el último año y parece que la ciudad entera está al pendiente de las primeras señales de recuperación, es decir, los seis turistas que se embarcarán mañana por el río Negro.
Río arriba
La verdadera travesía comienza al día siguiente, cuando nos disponemos a recorrer los 195 kilómetros que separan Manaos de Novo Airão, donde nuestra embarcación tradicional de madera, el Jacaré Tinga, nos está esperando. Lo primero es cruzar el puente Río Negro, con más de 3,500 metros de longitud, uno de los más largos del continente. Del otro lado, la ruta, que en un principio podría parecer monótona, se transforma en toda una aventura cuando comienza a llover. Posiblemente en cualquier otro lugar del mundo esa condición meteorológica no merecería siquiera ser mencionada, pero, en Amazonas, llueve con verdadera intensidad. Durante dos horas nos deslizamos sobre una carretera imposible de distinguir entre las cubetadas de agua que parecen caer del cielo. Cuando llegamos a Novo Airão, la tormenta ha quedado atrás y el sol brilla de nuevo.
En esta pequeña población de 17,000 habitantes tiene su base Expedición Katerre y es hogar también de su hotel Mirante do Gavião, adonde volveremos después de pasar cuatro noches en el río. El Jacaré Tinga es la embarcación más pequeña de Katerre, con capacidad para ocho huéspedes y seis tripulantes, aunque esta vez seremos apenas seis pasajeros. A bordo ya nos esperan Kurt y Gabriel, nuestros guías, Capitán y Cuarenta, al timón del barco, y Elly y Kelly, encargadas de la cocina. Del lado de los pasajeros, tres paulistanos, un francés y dos mexicanas. Kurt es el único de nuestros anfitriones que habla ingles y español, el resto de la tripulación habla solamente portugués y, gracias a ello, el idioma oficial del barco no tarda en establecerse como portuñol, un arma que los latinos no hemos explotado lo suficiente.
Nos despedimos de Nova Airão y zarpamos río arriba. Ante nosotros, el cuerpo de agua comienza a extenderse, de un lado al otro las orillas se van apartando. Un espejo interminable refleja en su superficie oscura las nubes que van pintando el cielo. Pero, a diferencia de lo que uno podría imaginar, la verdadera dimensión del río no se aprecia, pues estamos cruzando el archipiélago de agua dulce más grande del mundo, Anavilhanas. Unas 400 islas forman un complicado entramado de canales por donde nuestro barco avanza.
El Jacaré Tinga tiene dos pisos: abajo, en la proa, la cabina del capitán y una habitación; en la popa, la cocina, donde Elly y Kelly pasan todo el día preparando delicias inverosímiles para un barquito de este tamaño. En la parte de arriba, una terraza en la popa y dos camarotes en la proa. No se necesita nada más para este recorrido enfocado en la naturaleza. Por las noches, la tripulación se acomoda en hamacas a lo largo de la cubierta y duerme ahí, de la forma más tradicional y sin preocuparse por los mosquitos, ya que las aguas del río Negro son demasiado ácidas para estos bichos.
La primera noche también tenemos la oportunidad de probar la opción de la hamaca. Después de un par de horas subiendo por el río llegamos a una ensenada donde dentro de unos años abrirá el segundo hotel del grupo, Mirante do Madadá. Anclamos en un pequeño muelle de madera y bajamos a tierra. Delante de nosotros, un pequeño montículo se alza un par de metros, suficientes para ofrecer desde lo más alto una panorámica envidiable. Completamente aislado de la civilización y con acceso único por el río, la obra del nuevo hotel esta por completo centrada en la sustentabilidad. Varias semanas después, de vuelta en São Paulo, platico con Marko Brajovic, el arquitecto a cargo del proyecto, y me habla de cómo incluso la travesía para llegar allí es un proceso de desconexión con la civilización, un tema focal en el concepto que Marko preparó para Mirante do Madadá.
Esa noche, en el pabellón que marca el espacio de la futura Casa Colectiva, nos preparamos para dormir en las hamacas, con los sonidos de la selva como banda sonora. Nunca estuve en un lugar tan remoto ni dan desconectado del mundo. Aquí no hay señal de teléfono ni wifi, tampoco luces de la ciudad que oculten las estrellas. Lo que sí hay es cantos de pájaros y de insectos, y la luz de la luna llena que ilumina las aguas del río. Consigo acurrucarme en la hamaca y dormir, aunque en el fondo estoy más preocupada por despertarme a tiempo para ver el amanecer. Por ahí de las 5:00, el alba empieza a anunciar el nuevo día, a lo lejos, más allá de la selva. Desde esta pequeña colina, con el río y la selva más abajo, pareciera que el mundo acabara de despertar por primera vez y cada árbol e insecto hubieran sido creados hace apenas unos minutos. Todo parece limpio y listo para estrenarse.
Un paso en tierra firme
El día comienza un poco más tarde, cuando bajamos al barco y las chicas ya prepararon para nosotros una mesa llena de delicias. Pan de queso, pan de tapioca, pastel de plátano, tapioca recheada, piña y mango, quesos, jamón, huevos y hasta platanitos asados. Con todo recién salido del horno, repetir una o dos veces es la norma. Para las nueve de la mañana ya estamos caminando por la selva, atentos a cada cosa que pisamos y escuchamos. La vegetación es tan cerrada que cuesta dimensionar más allá de un par de metros y el camino es imposible de descifrar para alguien que no sea de aquí. Entre Kurt y Gabriel, que conocen el espacio como si fuera el jardín de su casa, nos vamos moviendo entre árboles cuyas copas se pierden en las alturas y pequeños arbustos que llegan al tobillo (y todo lo que cabe en medio). La postal de verdes, en cientos de gamas y tonalidades que van cubriéndolo todo hasta llegar al cielo, deja apenas unos huequitos para que la luz pase. Hace mucho calor, pero es más la humedad lo que hace que sea cansado caminar por la selva.
Durante las siguientes tres horas encontramos desde hormigas que sirven como repelente natural hasta arañas, murciélagos y ranas, pero no es fácil verlas. La espesura de la selva es tal que el ojo común no consigue encontrar casi nada. Solamente los que saben buscar, como Kurt, son capaces de hallar estos animales que se ocultan debajo de la tierra o en la corteza de un árbol.
Cuando volvemos al barco, antes de almorzar, comienza a llover de nuevo. Seguimos anclados en una de las orillas de río, desde donde salimos en la mañana, así que no tenemos que preocuparnos de que la tormenta nos encuentre en el agua. Llueve con tal intensidad que pareciera que estuviéramos en medio de un huracán. Hay un punto en el que es difícil ver más allá de un par de metros delante y el agua parece caer del cielo y subir de la tierra. Es un verdadero espectáculo que se extiende por poco más de una hora. Cuando termina, el sol aparece de nuevo, como si el día hubiera vuelto a comenzar.
La segunda noche entramos en el Parque Nacional de Jaú, la mayor reserva selvática del país y el mayor parque natural del mundo, con una superficie de 23,778 kilómetros cuadrados. Aquí también se nota la intensa temporada de lluvias. En marzo, cuando pasamos por ahí, el río había subido ya nueve metros; para principios de junio esa marca llegó a los 29 metros (el mayor nivel registrado en la historia). Una conversación recurrente con los lugareños tiene que ver con los incendios de 2019, que sonaron mucho en las redes sociales y la prensa internacional. “Eso no esta sucediendo aquí, aquí no hay fuego ni deforestación”. La gran mayoría de esos fuegos sucedieron en Acre, Rondonia y Mato Grosso. En esta parte del Amazonas, el problema tiene que ver más con las lluvias y las inundaciones como las que están sufriendo este año.
Éste no es un viaje para los que necesitan entretenimiento las 24 horas. Es justamente lo opuesto, una travesía de contemplación absoluta. Se trata de amanecer temprano y tomarse el tiempo para sentarse en la cubierta, mirando al río, y pasarse un buen rato con la vista hacia el horizonte mientras va apareciendo el sol. Se trata también de extender una comida por tres horas, conversando con los pasajeros que se tornan amigos y con la tripulación, que es una especie de familia. Se trata, sobre todo, de descubrir que en el lugar más remoto del planeta, en la selva más densa y el río más grande, la naturaleza no necesita probarle nada a nadie.
Regreso al puerto
Volvemos a Novo Airão, a las hermosas formas de madera de Mirante do Gavião. Ideado por el atelier O’Reilly en 2014, el hotel utiliza tecnología, herramientas y materiales autóctonos y de bajo impacto ambiental, con un diseño que es respetuoso con el entorno y donde la arquitectura apenas y reposa sobre el terreno. Algo similar sucede en la cercana Fundação Almerinda Malaquias, un espacio que incentiva el artesanado en madera a partir de la recuperación de desechos de este material. Un espacio que, además de apoyar a los adultos con una alternativa económica, educa también a las nuevas generaciones en temas de sustentabilidad, especialmente importantes en esta región.
Cae la noche. En la cama amplísima de Mirante de Gavião, donde todavía se pueden escuchar los sonidos de la selva, me imagino un zoom que va saliendo del mapa y me pone ahí, a la mitad de nada, en medio de ese verde imposible que es el Amazonas. Y me imagino que debo guardar esa riqueza de colores y esa tranquilidad absoluta de haber despertado una mañana como si fuera el primer día del mundo.