Desde hamburguesas de cordero con queso de cabra y arúgula y ceviches con pesca del día, hasta encacahuatadas de pancita y pintxos de pato confitado y mole almendrado, Guadalajara ya no es sólo Karne Garibaldi, Tortas Gemma y Santo Coyote. ¿Por qué?
Cualquier viaje a Guadalajara, mi ciudad natal, para mí es una experiencia culinaria. Desde días antes planeo los restaurantes de mi infancia que voy a visitar: La Estancia Gaucha, La Trattoría, los Tacos Providencia… y ni hablar de las paradas de ley: el puesto de guasanas que está afuera de las Farmacias Guadalajara, el pasillo de garnachas que se pone los domingos en Chapalita, o La Violeta, las mejores nieves de garrafa del planeta entero (un vaso grande con una mezcla de mamey, vainilla y nuez es la entrada al paraíso).
La Violeta es el único lugar que puede darse el lujo de tener bolsas de agua colgando del techo para espantar a las moscas y no espantar con ellas, también, a sus clientes.
Apenas llego a mi casa, mi mamá, cuyo refrigerador es de tamaño industrial pues su forma de decir “te quiero” es con comida en abundancia. Casi siempre me recibe con unos scones de chispas de chocolate de Café Barra Café, pan que lanzó a la fama y ha mantenido a este local, cuyos desayunos —para ser más precisa, sus chilaquiles— son un clásico, y está lleno todos los días desde hace diez años.
Ya instalada, no puedo esperar para encontrar un pretexto y comer tortillas de maíz blanco, ¡de ésas que no saben a cartón como las del DF!, con queso adobera. Así, entenderán que no miento cuando digo que cuento las estadías en mi viejo terruño en kilos, no en días. No hay lugar como el hogar.
Un poco movida por la nostalgia, busco repetir sabores, lugares ya conocidos por mi paladar que me traen recuerdos. Pero este viaje tenía un objetivo completamente distinto: dejar la melancolía de lado y descubrir lo nuevo. ¿Qué está haciéndose en Guadalajara? ¿Cuáles son sus apuestas gastronómicas?
“Hay una mezcla muy interesante entre la cocina tradicional y la contemporánea”, me cuenta Jorge Urzúa, quien está detrás de Tour Gourmet, un proyecto que, a resumidas cuentas, busca documentar el buen comer y el buen beber en Guadalajara y sus alrededores a través de su canal de YouTube.
“El boom gastronómico que atravesamos es gracias a la combinación de cuatro factores: uno, que hay chefs locales que han hecho gran simbiosis con cocineros de otros lados; dos, que hay empresarios que se arriesgan con conceptos muy bien definidos; tres, que cada vez hay mejores productores, con insumos frescos y de calidad; y cuatro, que los comensales por fin están abiertos a nuevas propuestas”, asegura.
Me tranquiliza saber que no estoy sola en el mundo: a los tapatíos nos cuesta trabajo experimentar con nuevos sabores y salir de la zona de confort. Pero con tantas aperturas, es imposible no arriesgarse. Y más cuando estos nuevos lugares han sabido acompañarse tan bien de cerveza local, vinos mexicanos, cocteles artesanales y mezcales.
La primera parada, la noche que llegué, fue en Hueso. Lo había visto en fotos en sitios de arquitectura y moría por conocerlo. Por fuera, te reciben mosaicos de cerámica blanquísimos, con líneas rectas y perpendiculares que simulan las puntadas de un bordado. Ya adentro, más de diez mil huesos decoran las paredes, todas blancas también.
Quizá lo único que contraste cromáticamente es una mesa de madera comunal, y la cocina, que está a la vista. Desde ésta es posible ver al chef Alfonso Cadena como científico loco experimentando en su laboratorio, yendo de un lado al otro para salpicar de hierbas y darle el toque final a cada uno de sus platillos.
En Hueso pedí una ensalada de espárragos y un rack de cordero; para tomar, un mojito de ron Zacapa 23 con zapote, limón y albahaca morada. No soy muy fanática de los platillos complejos que requieren explicación por parte de los meseros, pero aquí vale la pena tragarse los prejuicios y escuchar bien: “La idea del lugar es compartir todo para recrear una escena familiar, los ingredientes son frescos y el menú cambia conforme la temporada”. ¡Y vaya que los platillos son para compartir! Quedé satisfecha tanto con la comida en abundancia como con el lugar, pero más, creo, como una experiencia arquitectónica que culinaria.
Al día siguiente, mi cometido era buscar un buen café y, de preferencia, uno libre de señoras de ésas que se reúnen más por la plática que por el gusto. Cuatro socios involucrados con el proceso cafetero se propusieron crear un proyecto alterno, un nuevo reto: Jorge Sotomayor, del colectivo tostador Sublime; Isaac Padilla y Fabián Delgado, de Caligari Café, y Fabrizio Sención, de Café 5pm, que ha sido campeón, dos veces, de la Competencia Mexicana de Baristas.
La idea surgió así: encontraron una casa en renta… y pues de ahí p’al real. Justo así decidieron, después, llamar a su cafetería: Palreal. La arquitectura del lugar se resume así: poca infraestructura y mucho servicio y sabor.
De hecho, la madera que utilizan para la barra y demás áreas del café es reciclada, también los muebles y hasta las tazas —pareciera que saquearon el adobe de la abuelita—, pero todo esto le da un toque bastante cómodo, básico para completar la sensación de café de barrio.
Se podría pensar que, por su ubicación, Palreal sería un lugar frecuentado sólo por jóvenes hipsters que pasean por la zona de Chapultepec, pero se ha hecho también de un séquito de seguidores más conservadores, pero de buen paladar, que van en busca de sus encacahuatadas, tan llenas de perfección, sus bisquets de roast beef, su lonche de panza bañado en salsa verde y, por supuesto, de su café de especialidad —el mejor de la ciudad, dicen los conocedores—, que utiliza, según el tipo de extracción (prensa francesa, aeropress, chemex o v60) y del gusto del bebedor, granos de Colima, Nayarit, Jalisco, Guerrero, Veracruz o Oaxaca. También hay cascarindos, una infusión de cáscara de café que te da energía para caminar hasta tu siguiente destino.
Por la tarde, la propuesta fuereña que me llamó la atención, para comprobar esa simbiosis entre cocineros locales y de otros lados, fue Alaríz, un excelente lugar de comida cantábrica. El chef es Óscar Cordero, originario de Santander, y él personalmente recorre los mercados a diario para escoger los ingredientes más frescos. En otras palabras: su cocina es de mercado y no descuida ningún detalle.
Cuando se acercó a la mesa para saludarnos y preguntarnos qué queríamos comer, yo le contesté que nos poníamos en sus manos. A lo que él reaccionó con una variedad de pintxos –de pato confitado y mole almendrado, de lengua de res con cebolla morada y de camarón con dátil y tocino–, con un atún sellado al que no le faltaba ni le sobraba nada y con un postre con el que aún fantaseo: un cremoso de avellana envuelto en hoja de oro comestible con esponja de vainilla y helado de cacao.
En Alaríz, parte del menú de dulce está hecho, en exclusiva, por otro grande del boom tapatío: La Postrería, la nueva catedral del dulce donde se privilegia, de igual manera, la estética y el sabor.
Para cenar, fue turno de La Caneva de Andrea, una recomendación familiar. Y así, también, se siente el lugar: familiar. Andrea Marangon es un italiano que lleva ya tiempo viviendo en Guadalajara, y atiende personalmente el lugar. Así, si tú quieres cambiar el término “perfecto” de algún corte de carne o pescado, él, muy italiano con su carácter entre alegre y gruñón, va a tu mesa, te confronta y te persuade —por no decir obliga— a que cambies de opinión. Ahí es cuando uno termina de transportarse al Mediterráneo.
La decoración y la música completan la experiencia veneciana. El menú está compuesto por platillos simples, pero perfectamente preparados: para empezar, el carpaccio de salmón, el de carne o un queso provoleta con brócoli y salsa cremosa.
Como segundo plato, la lasaña boloñesa tradicional o los ravioles al pesto, cuyas salsas no podían estar más frescas y bien sazonadas. Si queda hambre, el salmón con miel, albahaca, vino blanco y crema no tiene desperdicio. Para maridar: es posible escoger vinos de la cava, de entre 70 etiquetas, por botella o copeo, o pedir una sangría, que lleva limonada —no agua mineral— y trozos de pera, durazno y fresa. De postre: el tiramisú casero. Es el lugar ideal para llevar a una cita, pero de ésas con las que ya tienes confianza y puedes comer sin pena ni remordimiento.
Los días transcurrían y yo no podía evitar sentirme como tía orgullosa dispuesta a jalar la primera mejilla que se le pone enfrente: “¡Mira nada más cómo has crecido, escena gastronómica de Guadalajara”, pero me contuve para no avergonzar a nadie y mejor seguí con mi investigación.
“Otro buen lugar para desayunar —y más si te gusta el pan— es la Boulangerie Central”, me había dicho un amigo. Luego de trabajar en varios hoteles y restaurantes, César Reynoso emprendió un proyecto de panadería artesanal. Pronto se convirtió en el proveedor favorito de varios restaurantes —entre ellos Pig’s Pearls, las hamburguesas donde, curiosamente, tenía planeado cenar ese día— hasta que decidió abrir su propio local de desayunos y lunches que, en un par de meses, extenderá su oferta hasta la cena.
César me acompañó durante el almuerzo, en el que escogí un capuchino de matcha —que venía acompañado de una deliciosa galletita en forma de tetera que no sabía si morder o enmarcar— y un pan con labneh (yogur griego), miel orgánica, amaranto, fresas y albahaca.
Le pregunté, un tanto intrigada, sobre la rivalidad entre cocineros. Con tantas aperturas, yo imaginaba un escenario de lo más catastrófico en el que todos se metían el pie, pero él me sacó del engaño diciéndome que al revés, que la mayoría eran amigos. No supe si creerle. Era un escenario demasiado rosa: proyectos que abren a diestra y siniestra, triunfan y son felices por siempre.
La siguiente parada fue Pig’s Pearls, donde, ahora lo sabemos, usan pan de César Reynoso, y así de cuidados están el resto de sus proveedores e ingredientes.
Quizá este lugar tenga la historia más conmovedora de todos, pues fue uno de los primeros que pasaron de localito de hamburguesas gourmet en zona emergente a restaurante trendy con fila para entrar, pero lo que más entusiasma es que mantiene la esencia de lugar pequeño.
El sitio es bastante simple: un gran rectángulo gris con mesas de madera, agradable y funcional. Pig’s Pearls está a cargo de Carlos Barba, cocinero, quien estuvo fuera de la ciudad por un tiempo y, al regresar, decidió montar un negocio junto con su primo. Al principio, el restaurante tenía comida de todo tipo, pero las hamburguesas se robaron el corazón de los comensales y decidieron seguir por ese camino.
La hamburguesa protagonista de Pig’s Pearls es la de cordero con queso de cabra, cebolla morada caramelizada, arúgula y rebanadas de portobello, pero no se queda atrás la de doble queso, rellena de gouda y gratinada con cheddar y tocino, envuelta en tocino y maple.
Para abrir el apetito en Pig’s Pearls hay que elegir, de entre una gran variedad de opciones, una cerveza artesanal mexicana y una panela frita con chimichurri, jitomate deshidratado y albahaca fresca. Creo que la mejor forma de describir la experiencia es utilizar las propias palabras de Carlos Barba: “Aquí no hacemos nada nuevo, sino cocinar y cocinar rico”. Y a veces no se necesita más.
A la mañana siguiente visité Piggy Back, quizá la elección más bohemia de esta lista. Éste es el nuevo “localito de la esquina en el que me encanta desayunar” de los lugareños. Hay que llegar temprano o hacer reservación para evitar la espera, un tanto larga si no se previene.
Piggy Back está decorado con muebles antiguos restaurados y cada rincón tiene un toque especial: desde libros viejos hasta plantas, teléfonos de disco y globos terráqueos. Al entrar, me sorprendió ver un DJ por la mañana, pero su elección de música contribuía a relajar el ambiente.
En Piggy Back hay diferentes versiones de chilaquiles —unos hasta traen camarones— y los hot cakes son tan esponjosos que te dan ganas de abrazarlos en vez de comerlos. Los huevos ahogados en cazuela también gozan de buena reputación; para acompañar, un jugo natural o un café de olla. Sólo abren de jueves a domingo.
Como exponente de la cocina contemporánea, y para cerrar con broche de oro antes de correr al aeropuerto de regreso al DF, escogí Tikuun. Mis otras opciones eran Alcalde y Cortez, pero están tan manoseados por la crítica gastronómica que me pareció más emocionante conocer algo sin predisposición. Y bien dicen que la felicidad es no tener expectativas.
Una vieja casa rehabilitada sirve como comedor local. La decoración de Tikuun es sobria, por lo que la comida protagoniza la experiencia. Aquí el menú también cambia todo el tiempo —cada tres meses, aproximadamente—, pero encontré en la carta una maravilla de ceviche de pescado que espero algún día volver a ver. Estaba preparado con maracuyá, granos de elote asados, piña, camote glaseado, tomatitos, aceite de jalapeño seco y un toque de toronja; de sabor cítrico, un poco enchiloso pero perfecto.
El plato fuerte no se dejó opacar: un filete de res con chiles ahumados, puré de huitlacoche, hongos glaseados, cacahuates encurtidos y coles de Bruselas. Todo esto acompañado, primero, con una agua fresca de guayaba y fresa y, después, con una cerveza Tortuga. Me quedé con ganas de postre, pero sabía que era humanamente imposible.
Justo cuando estaba por pararme, vi entrar a César Reynoso, chef de la Boulangerie Central, al comedor. Se sentó en la barra y prendió su computadora con toda confianza mientras esperaba a que su amigo se desocupara. ¡No había mentido! Ahí estaba la respuesta a mi pregunta: no hay rivalidad sino camaradería entre los nuevos cocineros de Guadalajara, lo que me hizo dar con un posible quinto factor del boom: la amistad. Sin ánimo de sonar cursi.
Sabía que todavía me quedaba una pieza por unir, pero no estaba muy segura. Quizá había comido demasiado como para poder confiar en cualquier actividad neuronal extra. No fue hasta regresar al DF que, en un momento de iluminación, di con el último elemento de la fórmula, el sexto factor del boom: el auge de la zonas centro y Lafayatte —nombre que se utiliza para la unión de las colonias Americana, Francesa, Moderna—, donde se concentran la mayoría de estos nuevos proyectos.
De hecho, dos aperturas recientes terminan de coronar a esta zona de la ciudad como el place-to-be: Páramo Galería, un lugar para artistas emergentes y establecidos que busca generar diálogo global, y Casa Fayette, la apuesta tapatía de Grupo Hábita, un hotel-boutique con alberca al aire libre, terraza en la azotea, spa y restaurante liderado por el chef neoyorquino Trevor La Presle, quien trabajó junto a Mario Batali en el restaurante Daniel y que, sin duda, buscará y encontrará su pedacito del pastel en la escena.
Esta zona estuvo deshabitada durante varios años, pero ahora la población joven está de vuelta, revalorando el patrimonio. El barrio enfrenta el reto de encontrar el equilibrio entre negocios y vecinos. Ojalá y sigan teniendo su final rosa donde todos son felices por siempre, como hasta ahora.