Viaje acústico con Mario Lavista

Hablamos con el compositor clásico más importante del país.

18 Sep 2017
Mario Lavista

Cuando Mario cuenta una historia sonríe como un niño emocionado. Mueve con delicadeza las manos en el aire, y si recuerda una canción cierra los ojos y la tararea. Habla con una sencillez que uno no imaginaría en un genio de tal magnitud. En su estudio, con olor a puro, hay una cama frente a un piano, partituras manuscritas y muchas fotos enmarcadas.

¿Cómo describirías tu trabajo?
Mi música no pertenece a la música tonal, sino a otro tipo de lenguaje, de formas. No me interesa hacer una sonata para piano, una sinfonía, más bien me interesan nuevas maneras de organizar los sonidos.

¿Un momento memorable en tu carrera?
Uno de los cuartetos para cuerdas que escribí, el número 2, que se llama “Reflejos de la noche”, está basado en sonidos armónicos, que ocurren cuando sólo rozas las cuerdas. Gustó muchísimo, y en los años noventa hicieron un concierto en la Scala de Milán, e incluyeron esa pieza en el programa, para mí fue una maravilla debido a la importancia de esa sala.

¿Qué disco te marcó la vida?
Un tío mío, Raúl Lavista, fue un compositor de cine en la época dorada. Gracias a su discoteca de cerca de 10 mil discos pude escuchar toda la obra de Bartók, Debussy, Ravel; fue parte de mi formación. En casa de mi madre escuché Tchaikovsky, Rachmaninoff, Chopin; también nos llevaban a la ópera y nos explicaban qué iba a ocurrir en el escenario para que entendiéramos y nos gustara.

¿Tienes algún gusto musical culposo?
No culposos, pero tengo tres debilidades en la música popular. El jazz, Miles Davis me parece un trompetista superior, me fascina; el rock, me tocaron los sesenta, no puedo sustraerme de los Rolling Stones. Keith Richards es un músico de primerísima, les recomiendo un corto sobre su vida que está en Netflix. Y en tercer lugar, la música tropical, empezando por Pérez Prado, ¡qué musicazo! Y luego por otros músicos cubanos, son viejos sabios. Los he escuchado en el Salón Los Ángeles.

¿Qué siempre has querido hacer pero no te atreves?
Mi hija vive en Mazatlán, y cuando la visitaba en la playa con mi nieta siempre quise aventarme en paracaídas, pero nunca me atreví. Otra cosa que quise hacer de joven fue pararme frente a un toro y darle un pase, o clavarle unas banderillas. Cuando tenía 16 años tuve la oportunidad, pero cuando vi salir el toro, que ha de haber sido una vaquilla, no lo pude hacer.

¿Alguna vez pensaste en dedicarte a otra cosa?
Siempre me gustó la ingeniería, incluso hice dos años de la carrera en el Politécnico, pero no me pareció que ésa fuera mi forma de vida. Me atrae, pero en la adolescencia decidí dedicarme a la música. Aun cuando me rechazaron del Conservatorio —Joaquín Amparán, el director en esa época, ni siquiera me escuchó cuando intenté entrar—, desde mi primera clase de piano a los ocho años sabía que ése era el lenguaje que me interesaba.

¿Con quién te gustaría ir a cenar?
Con Einstein. Aunque si estuviera aquí, ¿de qué demonios hablaríamos? Tal vez de música, él tocaba violín como buen alemán.

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