Esta historia tiene un poco de todo lo que hace una buena historia: crimen, amistad, codicia, excesos, redención y una gran idea. De hecho, en este caso, la sucesión extraordinaria de dos grandes ideas.
En el intermedio entre ambas pasaron muchas cosas. Studio 54 cerró, Schrager y Rubell fueron acusados de evasión de impuestos y declarados culpables. Cumplieron un tiempo en una prisión de Alabama, salieron y regresaron a su natal Nueva York. Vendieron lo poco que quedaba de Studio 54, abrieron el Palladium, su segundo club nocturno, y encontraron un derruido edificio en Madison Avenue menos que idóneo para introducirse en la industria hotelera. Todo en cuestión de cuatro años.
El ocaso de la bola disco
Studio 54 fue el epítome de una de las épocas más desenfrenadas de la historia contemporánea. Este teatro de Manhattan, convertido en estudio de televisión, luego en discoteca, fue el place to be desde que abrió en 1977 hasta su clausura a principios de 1980. Su cadena, famosa por ser implacable, vio pasar a las estrellas más grandes de la época: Grace Jones, Yves Saint Laurent, Andy Warhol y Liza Minnelli.
El glamour creó un negocio multimillonario que, según sus dueños, producía más dinero que cualquier otra operación comercial en Estados Unidos, sólo quizá con excepción de la mafia. Las ganancias, sin embargo, levantaron sospechas de las autoridades, que pronto acusaron a Schrager y Rubell de evasión fiscal y lo comprobaron al descubrir efectivo y facturas escondidas durante una redada en la discoteca.
Quizá un lugar que siempre estuvo rodeado por el escándalo y los excesos no podría haber terminado de otra forma más que con sus dueños saliendo esposados y sentenciados a cumplir una pena de tres años y medio en prisión, la cual terminó por reducirse a sólo 13 meses.
Sin embargo, mientras cumplían su condena, los setenta y todo lo bueno que se asocia a esa década comenzó a apagarse. Una generación entera de trasnochados quedó a la deriva sin su templo y lugar de reunión. Después vendría la estocada definitiva: la pandemia del sida, que le puso un freno repentino a esa atmósfera de liberación sexual que definió la época. Y para cuando Schrager y Rubell regresaron a Nueva York, los aires ya habían cambiado.
Nuevas formas de glamour
Las mejores historias también necesitan ver a sus protagonistas de capa caída, y vaya que Ian Schrager y Steve Rubell supieron algo al respecto. Después de haber pasado el final de los setenta en la cúspide de la sociedad neoyorkina, de pronto se volvieron unos indeseables y además estaban en quiebra. Quienes antes hubieran rogado por entrar al 54, ahora los pasaban de largo en la calle. Así que hicieron lo más lógico posible: intentar limpiar sus nombres con un negocio diferente al de la discoteca más famosa del mundo. De mejor reputación, pero no necesariamente menos glamuroso.
Por ese entonces, Manhattan se empezaba a llenar de nuevos y lujosos hoteles. A principios de los ochenta, un tal Donald Trump remodeló el viejo Commodore para convertirlo en el Grand Hyatt New York y el empresario Harry Helmsley inauguró lo que años después sería el New York Palace. Schrager y Rubell supieron que la emergente industria hotelera de Nueva York era el mejor camino para volver a legitimar sus negocios.
Estudiaron el mercado, aprendieron rápidamente acerca de una industria desconocida para ambos y encontraron el edificio perfecto para emprender su aventura: una propiedad de 24 millones de dólares a una cuadra de Central Park. No obstante, pronto fue evidente que pecaban de soñadores. Con la reputación de ser ex convictos de cuello blanco, nadie tenía suficiente confianza para invertir en sus ideas y hubo que ajustar sus pretensiones a un viejo hotel, muy venido a menos, al sur de Madison Avenue.
Crear lo boutique
Aunque las condiciones eran menos que ideales para empezar un nuevo negocio, no había mucho margen de error. Schrager y Rubell necesitaban repetir el éxito de Studio 54 y pensaron que su única oportunidad era alejarse por completo de todos esos hoteles que estaban abriendo en Nueva York. En ese sentido, iban por buen camino; el edificio que tenían no se parecía en nada al Grand Hyatt o al Palace. Con más ratas que huéspedes regulares, al principio no daba indicios de ser la revolución de la hotelería que, en realidad, se estaba gestando.
Rubell se encargó de la operación, mientras que Schrager pensó en el diseño. El primero pasó meses hospedándose en los hoteles más respetados de la ciudad y observando lo que no le gustaba: atmósferas impersonales, personal arrogante, trato frío. Por su lado, Schrager se reunió con decenas de arquitectos y diseñadores, probando cuidadosamente hasta el más mínimo detalle, desde los modelos de lavabos hasta 40 diferentes tipos de almohadas. Aterrorizados ante la idea de fracasar, ambos se sumergieron en un riguroso ritmo de trabajo y una intensa presión. Rubell incluso empezó a perder todo el cabello, como síntoma de una extraña condición que surge por estados de estrés extremo.
Meses de trabajo culminaron con la apertura de un hotel que ni Nueva York ni ningún otro lugar en el mundo había visto antes: Morgans Hotel. Las diferencias eran palpables. En las apenas 114 habitaciones se respiraba una atmósfera más bien residencial, a diferencia de las enormes propiedades tradicionales, donde los huéspedes sentían que realmente estaban probando el glamuroso estilo de vida neoyorkino. Sin embargo, curiosamente, a nadie le interesaba pasar mucho tiempo en sus habitaciones, porque resultaba que el spot más hot de Manhattan estaba justo debajo de sus narices.
En el Morgans, Schrager y Rubell idearon el concepto de lobby socializing e invirtieron la mayor parte de sus recursos para que la recepción fuera la joya de la corona de aquella propiedad, a tal grado que no sólo atrajera a los huéspedes del hotel, sino a los propios vecinos del barrio y las más grandes personalidades de Nueva York. La interiorista francesa Andrée Putman puso un cuidado especial en el lobby del Morgans, el cual contrastaba con las habitaciones, más bien minimalistas, y pronto se convirtió en un punto neurálgico entre los creativos de la ciudad.
En los primeros meses después de la apertura, el Morgans Hotel alcanzó su máxima capacidad. Algunos viajeros sólo llegaban a Nueva York para conocer ese extraño hotel, donde todos los del staff parecían modelos, las paredes estaban llenas de arte contemporáneo y se podía vivir como un auténtico neoyorkino. Incluso algunos neoyorkinos empezaron a reservar habitaciones.
Cuando a Steve Rubell le preguntaron de qué iba todo aquello, respondió con una analogía muy simple: el Morgans Hotel era una boutique, mientras que los típicos hoteles de cadena, a los que entonces todo el mundo estaba acostumbrado, eran tiendas departamentales. Y así, sin quererlo, acuñó el término de hotel boutique.