En algún lugar de su obra, el filósofo Walter Benjamin aseguró que para conocer realmente una ciudad es necesario perderse en ella. Claramente, Benjamin perteneció a una época en que no existía el GPS y quizá ni siquiera los mapas de inclinación turística; menos aún esta obsesión tan contemporánea por querer saberlo todo y estar siempre preparados: saber ya cuáles son los mejores horarios para visitar tal o cual museo, si lloverá o no en el lugar que pensamos visitar en las vacaciones de verano, si hay Uber en esa ciudad, etc. A cambio, Benjamin creía en el vagabundeo y la espontaneidad, confiaba en la sorpresa (aunque eso suene contradictorio) y sabía que con cierta frecuencia el conocimiento y la experiencia surgen en lo inesperado.
Recordamos a Benjamin pero en realidad podríamos hablar de toda una tradición de viajeros que quedó desplazada con la llegada del turista. El viajero que algo tenía de heroico y aventurero, de arriesgado, y que por eso mismo contrasta grandemente con el turista que planea con cuidado, que sabe bien adónde ir, qué lugares visitar, dónde comer, etc.
No es posible decir que uno sea mejor que otro. El turismo, además, es irreversible, y sería un poco absurdo desaprovechar recursos contemporáneos como los aviones o Internet al viajar.
Sin embargo, ¿por qué no hacerlo con un poco de ese ánimo? ¿Por qué no cambiar un poco de la inmediatez de turista por la morosidad del viajero?