Jalisco, Micrositio Mexico, Occidente

Transcurren las horas en los Altos

Terracería, agaves, iglesias, cantera rosa, charros, paisajes campiranos. Los Altos de Jalisco son el México crudo. Diego Parás visitó la tierra de sus abuelos con ojos de primerizo. Esto es lo que vio.

POR: Diego Parás \ FOTO: Diego Parás

Dicen que, una vez, los habitantes de un pueblo de los Altos de Jalisco fueron a pedirle permiso al sacerdote de la parroquia para sacar a pasear a un santo y viera lo secas que estaban las milpas por la falta de lluvia. Las siguientes dos noches cayó tal cantidad de agua que la tierra se deslavó. Temprano, el sacerdote se encontró con el doble de personas fuera de la iglesia, que ahora le pedían sacar a la Virgen. “¿Para agradecerle por las lluvias?”, preguntó el sacerdote; “No, para que vea el desastre que hizo su hijo”, respondieron los feligreses. Don Manuel Gutiérrez, dueño de un rancho a las afueras de Jalostotitlán, se ríe al contarme esta historia, que no sé si sea ficción o realidad.

De bigote tupido, barba de tres días, cabello rubio cuando no canoso y ojos caídos tapados por sus cejas rebeldes, don Manuel es la imagen viva de un vaquero que dejó atrás sus días de gloria. Su camisa de rayas de colores deslavados por las largas horas bajo el sol luce varios remiendos y un pequeño hoyo en el pecho, que parece la huella de un cigarro, como el tercero que fuma desde que empezó nuestra conversación y apaga —sin dolor aparente— con sus dedos de piel áspera. (La regla de no dar la mano en tiempos de pandemia tiene sus límites y éste es uno de ellos).

Nuestra conversación comenzó porque, al verme fotografiar sus caballos, asomados por una ventana en forma de herradura, don Manuel me los quiso vender. Tres caballos fuertes pero pasados de peso escaparon de una caballeriza oscura como si no hubieran salido en días; un caballo por cada una de sus hijas, todas escaramuzas que ahora viven en Estados Unidos. El azabache pertenece a quien ahora radica en Chicago, el pinto es de la de California y el ratonero tiene dueña en Texas. Todas han participado en más de un rodeo al otro lado de la frontera, asegura don Manuel, pero las tres hijas decidieron dejar sus caballos con su padre. “Las mujeres son como las yeguas, no se puede confiar en ellas”, me dice sin chistar o darle importancia a mi mueca incómoda.

Las largas e invernales sombras de los mezquites que anuncian el inicio del atardecer protegen a don Manuel del sol (lo que no impide que se quite el sombrero, su prenda mejor cuidada a excepción del cinturón piteado de piel, bordado con detalles blancos). Recargado en una pila de leña, a las que en mi infancia estaba prohibido acercarse por ser nidos de arañas y serpientes, me habla de la diferencia entre la leche bronca y “el agua con azúcar” que venden en los supermercados; de cómo mi abuelo pasó sus primeros 11 años en un rancho vecino y nunca en sus 90 años de vida se ha roto un hueso; de la ocasión en que llevó a su familia a competir a un pequeño pueblo de Guanajuato donde no conocían la charrería y confundieron los coloridos vestidos de sus hijas con los de unas gitanas; de la vez que se encontró a Julio Cesar Chávez en la cantina La Casa Verde, en Jalos, y fue a ver a Vicente Fernández al palenque durante el carnaval.

Empieza a anochecer y el canto de las güilotas da paso al chirrido de los grillos. Las vacas se acuestan arrinconadas en una esquina del corral, cuyo abrevadero atraviesa uno de los muros para que los animales puedan tomar agua mientras pastan. Hace unos 60 años, Luis Barragán tomó esa misma imagen y la tradujo en algunas de sus obras más famosas, como Las Arboledas y la cuadra San Cristóbal, en el Estado de México. Aquí, el free range es la norma, no la excepción. Las camionetas de los trabajadores de los ranchos que viven en el pueblo pasan rápido por el camino de tierra frente a la casa de don Manuel, levantando una polvareda que nadie extraña en época de lluvias. Voltea para ver quién cruza, esperando reconocer a alguien, pero —conforme la comunidad crece y los caminos de terracería se vuelven más planos por la inversión de las granjas que producen más de la mitad del huevo que se consume en el país— saludar a conocidos y desconocidos, de pick up a pick up, es una costumbre que se pierde conforme uno se acerca al pueblo desde lo más profundo de las rancherías, donde la iglesia es más grande que la escuela y los paisajes se quiebran en barrancas que atraviesa el río Verde.

Después de que salen las primeras estrellas, no se puede ver nada más allá del fulgor de una lámpara alimentada por una celda solar que Manuel mandó instalar en el techo de su casa. Se desarremanga su camisa, el frío es más crudo cuando los campos no tienen maíz. A lo lejos se oye a los caballos esculcar los costales vacíos en la tina de la pick up, estacionada junto al remolque semi abandonado sobre el que solían viajar por el país de rodeo en rodeo. “¿Cómo te llamas, güero?”, me pregunta después de casi dos horas de conversación. “Diego Parás”. Se me queda viendo, como si faltara algo. “Padilla”, añado. “Ah, eres de los Padilla”. Los Padilla en Jalostotitlán —Jalos— son casi una institución. Basta con mencionar el apellido para encontrar algún familiar en común con quien atiende en la zapatería Teresita, el supermercado La Liebre o el dueño de la veterinaria-sombrerería-tlapalería del centro.

–¿A dónde vas?

–Al fondo del camino, por el rancho de Toño y Juan Padilla. Pero en realidad vivo en la Ciudad de México.

–¿Y qué chingados estás haciendo en la capital con tanta enfermedad?

–Buena pregunta.

Así, en un mismo limbo de ficción y realidad, un suceso casi meditativo en el que a ninguno de los dos le importó si el otro tenía un compromiso, transcurrieron alrededor de tres horas al lado de un camino de tierra en los Altos de Jalisco.

***

Los Altos de Jalisco son 20 municipios que tienen mucho más en común que estar a 2,000 metros de altitud. Entre pequeñas ciudades, pueblos coloniales y rancherías, puede ser una región difícil de explorar sin un itinerario. ¿Cuáles visitar?, ¿qué hacer?, ¿dónde dormir?, ¿dónde comer? en una de las regiones que, desbancada por lugares como San Miguel de Allende, Tequila o Guadalajara, define parte de la “mexicanidad”.

Hacienda Sepúlveda, Lagos de Moreno

El concepto de una exhacienda como hotel pareciera estar arraigado en el sureste del país y difuminarse conforme uno va más al norte. Sin embargo, Hacienda Sepúlveda cuenta en su historia con haber sido una parada del Camino Real de Tierra Adentro desde 1684 y, ahora, con tan sólo 26 habitaciones, es el único hotel en su tipo en los Altos de Jalisco. En medio del campo de Lagos de Moreno, el casco de la hacienda fue renovado de tal manera que uno se hospeda en una auténtica hacienda mexicana, no en un hotel que resulta estar en un edificio viejo. Dormir aquí puede significar un gran campamento base para conocer el resto de la región, pero hay que asegurarse de reservar un día completo para disfrutar el lago en medio de los enormes jardines que rodean la hacienda y probar uno de los servicios del spa del hotel para relajarse después de un día en carretera.

Jalostotitlán

Por muchos años, Jalos era de esos pueblos en los que parecía que nada cambiaba. La gente joven migraba a ciudades cercanas o incluso a Estados Unidos, y únicamente volvía para las fiestas patronales (las más importantes, en febrero y agosto). Ahora, una nueva generación que decidió no salir (o regresar) quiere que Jalos deje atrás sus días de pueblo de primera, porque nadie cambia a segunda, y empezó a abrir nuevos negocios que mezclan lo tradicional del “corazón de los Altos de Jalisco” con lo instagrameable de las ciudades cosmopolitas. En Portalito Bolonia, por ejemplo, una cafetería situada en los arcos de la Plaza de Armas, se lee en un letrero de neón “May the coffee be with you”, junto a un paquete de galletas de Costco que venden como si estuvieran hechas a mano. Otras opciones para comer, con una gran vista hacia la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, son Skala 94 y Marcheese. Para quien busque algo más tradicional, la cantina La Casa Verde aún conserva las típicas puertas abatibles de madera y una barra repleta de todo tipo de tequilas, mientras que, en Zaguán 47, los cocteles vienen acompañados de ramas de romero que queman con un soplete para dar un toque ahumado a las margaritas.

San Juan de los Lagos

Las estrechas y oscuras calles entre edificios sin acabar y los locales con todo tipo de telas, canastas de plástico, películas pirata y cualquier tipo de mercancía que uno pueda imaginar hacen de San Juan de los Lagos la Merced de los Altos de Jalisco. Más allá de que los alteños vengan a surtir sus casas y negocios, la parroquia de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos es la razón por la que cada año alrededor de cinco millones de peregrinos visitan esta pequeña ciudad, entre los cuales destaca Juan Pablo II en 1990 (una de las razones de mayor orgullo para algunos alteños). La devoción por la Virgen de San Juan se acrecienta en Semana Santa, época en la que miles de ciclistas salen desde la Ciudad de México para visitar a la Virgen, la segunda imagen religiosa más vista en el país, tan sólo después del cuadro que corona la basílica de Guadalupe.

Arandas

En el imaginario colectivo —por obvias razones—, la capital del tequila es la ciudad que lleva el mismo nombre a una hora de Guadalajara. Arandas no tendrá un tren, lo cual podría decepcionar a algunos turistas, pero, para aquellos que quieren ver una cara menos maquillada del mundo de esta bebida, este municipio de los Altos es la mejor opción.

Aquí, los caminos también son de tierra roja y cientos de miles de agaves cubren las laderas de azul. La diferencia está en los 2,000 metros sobre el nivel del mar (tan sólo 250 metros por debajo de la Ciudad de México), con lo que los agaves se estresan y dan un sabor particular al tequila, razón por la cual Altos Tequila —entre muchas otras destilerías— decidió ubicar aquí su centro de operaciones.

Una vez en Arandas, hay que conocer la parroquia de San José Obrero, cuyo estilo neogótico inmediatamente recuerda a la iglesia de San Miguel de Allende que, si bien llegó primero, fue menos ambiciosa que la de Arandas, con torres que alcanzaron los 70 metros de altura y la quinta campana más grande del mundo (la primera en América), a la que, después de ver que la estructura no soportaría su peso, decidieron poner a un lado de la entrada.

Para comer, Carnitas Jaimes es una apuesta segura, donde uno puede probar todo el tequila producido en la región. Para quienes quieran adentrarse un poquito más en el estilo de vida de los alteños, el restaurante Chuy Campestre se encuentra a pie de carretera con dirección a Tepatitlán; se trata de un comedor gigante, donde los cortes de carne son la especialidad.

 

Para quienes quieran adentrarse más en los Altos de Jalisco, la recomendación es buscar a Altos Focus en redes sociales, promotores del turismo rural en la región.

Diego Parás es un periodista y fotógrafo mexicano. Forma parte del equipo de Travesías desde 2017.

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