El Sena divide a la ciudad en dos grandes universos. Lo que queda hacia el sur de la curva descendente que toma el río es la ribera izquierda, donde se concentra mayoritariamente el París que resaltan los libros de historia, las guías de viajes y los souvenirs; es el París monumental, refinado, altisonante. No se trata de un París engañoso o desvirtuado, pero sí de uno incompleto. En la ribera derecha está la ciudad compleja, urdida con matices y desperfectos, acaso más vibrante por ser más heterogénea; seductora por su diversidad étnica y su riqueza multicultural.
En el centro-norte de ese magma está el distrito 10, un concentrado de cosmopolitismo, hedonismo y vigor comercial, pero también de las tensiones que flotan en las grandes urbes cuando se encuentran tradición y modernidad. Junto a los distritos 2 y 18, que también están en la ribera derecha, el 10 concentra la mayor cantidad de población extranjera de la capital francesa, alrededor del 20 por ciento.
Son varias las zonas que llenan de encanto a este distrito: por el este, el eje que recorre el canal Saint-Martin, con su paisaje abierto y natural; y por el oeste, el sector de Grands Boulevards, repleto de teatros, grandes almacenes y agitación en las aceras. Pero la zona que deslumbra por ser un microcosmos ecléctico en la ya ecléctica París es Strasbourg Saint-Denis, ubicada en el medio de este distrito.
Por el este, el eje que recorre el canal Saint-Martin, con su paisaje abierto y natural; y por el oeste, el sector de Grands Boulevards, repleto de teatros… Pero la zona que deslumbra por ser un microcosmos ecléctico en la ya ecléctica París es Strasbourg Saint-Deni
Entre la Edad Media y el siglo XVII, París estuvo contorneada por una muralla que fue expandiendo sus límites a medida que la ciudad crecía. En la muralla existieron primero varias puertas fortificadas y luego arcos monumentales que permitían el ingreso a la zona céntrica, donde vivían los privilegiados de la época. Lo que quedaba afuera era considerado suburbano y estaba poblado principalmente por campesinos y menesterosos.
De esos antiguos arcos que demarcaban una frontera, hoy quedan sólo dos, que por la deriva urbanística que tomó la ciudad terminaron anclados en el centro del décimo distrito. Uno de los arcos es la llamada Porte Saint-Martin, y el otro, separado del primero por apenas dos cuadras, la Porte Saint-Denis, que le da el nombre al barrio. Construida en 1672 a la gloria de Luis XIV, la Porte Saint-Denis (25 metros de alto en piedra esculpida con alegorías triunfantes) se alzaba sobre una vía real que permitía el acceso de los soberanos a París. Hoy ese arco que juntaba centro y periferia es el punto de entrada a la rue du Faubourg Saint-Denis, una calle –eje principal del sector– que ha heredado el atributo de reunir varios mundos en uno.
Qué pasa por la calle
En términos estrictos, la rue du Faubourg Saint-Denis tiene un kilómetro y medio de extensión, pero lo más rutilante, alborotado y multiétnico se concentra alrededor de las primeras ocho cuadras en sentido norte-sur, desde que la calle toma su nombre. Adentrarse por allí es un viaje contrario a las convenciones: no hay más monumento que un arco colonizado por palomas. No hay museos. No hay sombra de la Torre Eiffel. No hay turistas. El atractivo es su miscelánea vitalidad, su energía de melting pot. Al tiempo que constituye un plácido sector residencial, es una animada zona de comercios con el ambiente de una feria de atracciones y un festival de comidas. Hay que recorrerlo sin mapa, penetrando las transversales, deteniéndose en las terrazas de los cafés, en las fruterías o en las esquinas, como quien planta una cámara y mira el espontáneo guión de la cotidianidad.
En el aire reverbera el fulgor de los letreros que dicen Carrefour y Franprix y el de los leds fluorescentes que anuncian kebab y carne halal. Pese a la presencia de esos dos supermercados y del restaurante Julien, una brasserie clásica y famosa donde los meseros llevan pajarita y mandil blanco, la primera cuadra tiene una predominancia turca. A ambos lados de la calle se intercalan fruterías coloridas y tiendas de abarrotes que huelen a comino. En las aceras se cruzan rubias delgadas con vestidos de diseñador y mujeres romaníes que piden limosna.
Adentrarse por allí es un viaje contrario a las convenciones: no hay más monumento que un arco colonizado por palomas. No hay museos. No hay sombra de la Torre Eiffel. No hay turistas
Sobre la banqueta, al pie de una escuela primaria, una mujer de unos 60 años, menuda y enérgica, ha levantado con simetría un montículo de ropas, muebles y otros objetos que se notan recuperados de los basureros. Lo que debería ser el triste hábitat de un sin techo luce como una instalación de arte contemporáneo. En el número 13 está Le Sully, uno los bares más populares del barrio por tener la pinta de cerveza más barata (3,50 euros, mientras que el promedio en la zona es cinco euros), por permitir que se consuma comida traída de otros lugares y por tener en su clientela la síntesis demográfica del sector: árabes, africanos, obreros, artistas, hipsters y personajes nocturnos como los que pintaba Toulouse-Lautrec conviven a gusto en esta guarida de lustre añejo, con sillones empotrados forrados en cuerina roja, piso en mosaico beige y espejos en el contorno.
Junto al Sully hay un restaurante diminuto, con absoluta falta de pretensiones y al que le sobra calidad. Mardin Çorba Salonu tiene ocho mesas, cinco sopas turcas en el menú, y las ollas siempre humeantes: lentejas, yogur, tripas de cordero, pollo con arroz y frijoles blancos con carne de res. Un bar de sopas: una tienda de concepto minimalista sin habérselo propuesto. Las sopas se sirven con pan y se aderezan con chiles frescos, jugo de limón, aceite de oliva y vinagre con ajo. El local se pierde entre el abigarramiento de la zona, y es justamente eso lo que le da su gracia de gema secreta.
Apenas a una cuadra de distancia, sobre la avenida paralela, a la misma altura de este tramo, en el número 14 del boulevard de Strasbourg, en un edificio con fachada de palacete veneciano, está el teatro Antoine, cuya tarima se precia de haber recibido a autores como Albert Camus y Jean-Paul Sartre y a directores como Peter Brook y Louis Jouvet. Quizá como un reflejo de su sintonía con el barrio, su programación ecléctica se pasea entre la comedia, el drama, la pantomima y el teatro de boulevard.
El efecto bobó
De vuelta a la principal arteria, como quien sale del teatro y va por una copa, el siguiente tramo de la rue du Faubourg Saint-Denis se muestra con una atmósfera más bobo (se pronuncia bobó), contracción de bourgeois-bohème, término que designa un ámbito sociocultural de gente acomodada, urbana, moderna y que vota a la izquierda. El bar-restaurante Chez Jeannette, en el número 47, es el epicentro de ese entorno, y a la vez un indicador del rumbo que ha tomado la zona. Hasta inicios de 2010 el barrio generaba dudas. La mixtura cultural que hoy es un atractivo antes se percibía como la patente de un gueto. En ese recelo participaba la cierta mala fama de la prolongación de la calle hacia el sur del gran arco, que hasta hoy es una célebre pero sosegada zona de prostitución copada también de bares modernos.
A mediados de 2010, el original Chez Jeannette de corte obrero cambió de rumbo. Los nuevos propietarios conservaron el aire kitsch del lugar: el papel tapiz, las paredes con espejos, el gran bar central y las mesas en fórmica. Guardaron incluso el letrero en neón rojo con el nombre de la antigua dueña, pero atrajeron a una nueva clientela ataviada con camisas a cuadros, gafas de pasta y barbas espesas. Los clientes de siempre, gente del barrio y trabajadores que solían tomar ahí su café temprano en la mañana, se desplazaron hacia los bares menos ostentosos, entre ellos Le Sully. El efecto Chez Jeannette se expandió, y progresivamente una tienda de abarrotes, una ferretería, una carnicería halal, una peluquería tenida por magrebíes se convirtieron en cafés y restaurantes más burgueses que bohemios.
El precio de los alquileres subió, así como el de las manzanas en la frutería de la esquina. El fenómeno de la gentrificación llegó a este barrio céntrico de París, pero no como una ola agresiva capaz de arrasar su espíritu popular, sino más bien –al menos por ahora– como un impulso que lo volvió aún más vivaz, que lo reactivó como una máquina de comercio.
El pasaje Brady, exactamente frente a Chez Jeannette, es una constatación de que por aquí el mundo es multipolar. Son 200 metros de un callejón con cobertizo de vidrio que atraviesa todo un bloque de edificios y desemboca en el boulevard de Strasbourg. El pasaje Brady fue construido a mediados del siglo XIX y durante décadas acogió a tiendas de disfraces y ropas de alquiler, hasta que en 1973 un señor Ponnousammy llegó de India y abrió ahí un restaurante. De a poco desaparecieron las tiendas de disfraces y proliferaron los comederos indios y pakistaníes. Hoy el pasaje Brady, una cápsula de teletransportación a otro universo, tiene ocho restaurantes con altares a Shiva, unas cuantas peluquerías adornadas con fotos de divos de Bollywood, un estupendo minimercado con todas las especias conocidas y un penetrante aroma a curry. Dado que a París le gusta parecerse a Nueva York, alguien se apuró a llamarlo Little India.
Hoy el pasaje Brady, una cápsula de teletransportación a otro universo, tiene ocho restaurantes con altares a Shiva
El bloque contiguo al pasaje Brady quizá concentra el sincretismo más vistoso. Junto a una antigua ferretería de las que ofrecen todo para el hogar, está el restaurante Le 52, un nombre cotizado en el ambiente parisino de la bistronomie, la tendencia que fusiona comida sofisticada, precios accesibles y la atmósfera relajada de un bistró. Más allá, el ultrahipster Paris-New York (PNY) –en esto del gusto francés por la cultura pop del norte–, famoso por sus hamburguesas y por las filas de espera para tener un sitio.
Luego, una pescadería, una tienda que muele cafés del mundo y perfuma el aire desde 1955, una joyería con alhajas de fantasía que se ve un tanto perdida en el paisaje, un callejón estrecho que conduce a una sala de rezos musulmana, una quesería pulcra y refinada, una tienda de embutidos corsos, un puesto de hot dogs, un exclusivo bar de cocteles disimulado tras una fachada ruinosa, un local diminuto con los sándwiches kurdos más reputados de París, tres cafés desangelados donde se compra tabaco, se apuesta a las carreras de caballos y se tira la basura en el piso. Y así, en secuencia, una diversidad de comercios que rozan lo barroco y ocupan la planta baja de edificios de seis pisos y fachada de piedra, como los que estipuló el barón Haussmann, responsable de la modernización urbanística de París en el siglo XIX.
En el medio de todo, imponiéndose por presencia y por historia, lo que con generosidad de barrio suele llamarse institución, Julhès es un pequeño emporio familiar compuesto por un local de sándwiches y ensaladas, uno de pasta fresca y conservas, la mejor panadería-pastelería del sector y una épicerie fine con quesos, embutidos y los más exquisitos licores del mundo. Julhès tiene, además, la primera destilería de París, que abrió en 2015 luego de que una ordenanza las prohibiera hace más de un siglo. El glamour artesanal que evocan sus espirituosos contrasta con las preferencias corrientes de otros vecinos de la cuadra. A eso de las seis de la tarde, en la vereda que comparten Julhès con otros negocios variopintos y un par de esrilanqueses que venden películas piratas, se juntan jóvenes africanos a tomar cerveza en lata y escuchar reggae o hip hop: un microcosmos, de los muchos que armonizan en esta aldea global.
En el número 61, un pequeño arco embadurnado con afiches publicitarios y obras de street art conduce a la cour des Petites-Écuries, una angosta calle empedrada que tiene un cierto aire bucólico. Hay árboles que brindan sombra en las banquetas y farolas que expelen una luz tenue. Su aura de otro tiempo, un legado de cuando en el siglo XVIII se encontraba ahí una parte de las caballerizas reales, se funde con el entorno moderno que crean una serie de bares, talleres de creación y oficinas de emprendedores.
A esta altura de la calle vale la pena otro desvío hacia el boulevard de Strasbourg, la avenida paralela donde está el teatro Antoine. La parada es otro núcleo del arte, el cine Le Brady, una de esas salas antiguas, pequeñas, con los asientos en paño rojo, los tiquetes de entrada en el papel bicolor de la vieja escuela y una clientela con habitués ilustres como François Truffaut. Inaugurado en 1956, durante más de tres décadas dedicó su programación al cine fantástico y de horror, y luego se abrió a las cinematografías del mundo y dio cabida a los filmes independientes. Cuando se cree que ya todo está perdido, es posible que Le Brady tenga aún programada la película que estábamos buscando.
Cabelleras, libros y noches de jazz
Lo que viene a partir del cine Le Brady, sobre el boulevard de Strasbourg y en una buena parte de la calle Château d’Eau, la transversal que lleva de vuelta hasta la rue du Faubourg Saint-Denis, es un espectáculo electrizante. Salir del metro Château d’Eau y poner un pie en la superficie es aterrizar en un poblado del África negra. Lo primero que se observa es lo único que, en rigor, merece ser llamado en esta ciudad “negocio de street food”. En un par de carros de supermercado hay toneles de aceite adaptados como parrillas, en los que se asan al carbón mazorcas de maíz dulce. Si no es maíz dulce es maní en cáscara, y si no es maní y es invierno, son castañas. La zona está copada de peluquerías especializadas en el arte de acicalar cabellos afro, una microindustria de barrio que funciona con el tesón de una maquila.
En las banquetas, decenas de jóvenes venidos de Senegal, Costa de Marfil, Malí o Camerún, vestidos con la extravagancia que les permite su magra economía, se ocupan, a los gritos, con silbidos y hasta con arriesgados susurros, de atrapar clientas, mujeres negras que pasan por la calle o que salen del metro, y llevarlas a los salones para que sean atendidas y, así, recibir una comisión. En los salones, las mujeres se ocupan de las mujeres –cortes, alisados, pelucas, extensiones– y los hombres de los hombres –cortes, tintes, rasurado–. Hay, además, una vistosa alianza intercultural: en un rincón de los salones se ve a mujeres chinas afanadas en las tareas del manicure. El aire huele a acetona y a la mantequilla de karité que los africanos suelen aplicarse en la piel y el cabello para darles docilidad. Los letreros fulgurantes de los salones llevan nombres como Ethno Coiffure, African Queen o Sweet Sisters, y tienen a Rihanna, Beyoncé y Kanye West pintados al aerosol. Las motas de pelo que flotan sobre la calle suelen atascar las ruedas de las maletas y de los coches de bebé.
El brío y el folclor de esta zona caliente hacen que el tramo de predominancia turca y el pasaje de los restaurantes indios parezcan centros de reposo. Y como en este sector también brillan las excepciones, incrustado en esa espesura de labor capilar está el puesto de revistas Thierry Presse, un minúsculo habitáculo desbordado de la más exquisita prensa mundial.
La prolongación de la calle, al atravesar Faubourg Saint-Denis, cambia de nombre y regresa al ambiente bohemio-burgués, pero los fines de semana por la mañana se nutre de un contraste pasajero cuando, en plena esquina, se junta un grupo de hombres de claro aspecto caucásico y obrero, que gastan horas de pie entregados a la charla y a tomar café. La prolongación de la calle es la rue des Petites-Écuries, donde existe otro surtido de cafés y restaurantes con menús que van del couscous marroquí y tallarines chinos a la cocina sana, sencilla y orgánica que tanto éxito tiene en esta ciudad. En el número 7 hay otro sitio emblemático, no sólo del barrio sino del mundo, del mundo del jazz. La sala de conciertos New Morning, un local mediano, con el techo bajo y la iluminación sensual de los piano-bar, ha sido, desde 1981, un hogar parisino para las más grandes figuras de ese género, y en los últimos años ha abierto su programación a la inconmensurable vitrina de la world music. Tras la muerte de Prince, mucho se recordaron en la prensa las legendarias after parties que el cantante estadounidense acostumbraba a organizar en el New Morning cada vez que se presentaba en París. Al hablar de celebridades, el breve recorrido por esta transversal puede acabar de manera fantástica –casi literalmente– cuando, al llegar a la primera esquina y tomar hacia la derecha, en el número 4 de la calle Martel se lea una placa que dice: “Aquí vivió Julio Cortázar, escritor argentino naturalizado francés, autor de Rayuela”.
El último gran tramo de la rue du Faubourg Saint-Denis, cuando la calle alcanza una ligera pendiente que termina cerca de la estación de trenes Gare de l’Est, mantiene en esencia el mismo espíritu pintoresco y alborotado, pero tiene también unas cuantas particularidades. Al fondo de la planta baja del número 83 hay una mezquita, una de las tantas que en Francia funcionan, a falta de un templo, en salas espaciosas o pequeños galpones. No es secreto que la mezquita tiene entre los fieles que la frecuentan a un número minoritario de salafistas, musulmanes que reivindican una interpretación fundamentalista del islam y que en su propósito de emular a los primeros acompañantes del Profeta usan barbas abultadas y túnicas blancas hasta los tobillos. Se sabe que en zonas de mayoría musulmana, a ciertos negocios ajenos a sus preceptos –bares, carnicerías no halal– les resulta difícil la convivencia, pero en este barrio donde la mezcla es el fundamento no parece extraño que esa mezquita colinde con una tienda de alimentos italianos en cuyas vitrinas suelen colgar piernas enteras de jamón de Parma.
El usual colorido de las fruterías tiene en este tramo el gusto añadido del exotismo. Son locales regentados por gente originaria de Bangladesh, Sri Lanka y las Islas Mauricio, donde los productos más normales son los mangos, las yucas, los cocos o los plátanos verdes, pero que de ahí en más reúnen una oferta polícroma y multiforme de tal extravagancia que al occidental promedio le obliga a aceptar sus limitaciones en materia de botánica.
Por si a esta miscelánea antropológica le hace falta una anécdota romántica, basta con avanzar unos cuantos metros y llegar hasta una transversal que se llama rue de la Fidélité (calle de la Fidelidad), donde un hotel recientemente renovado tiene un letrero de neón que dice Grand Hotel Amour. Y, como si fuera poco, la rue de la Fidélité luego pasa a llamarse rue de Paradis (calle del Paraíso).
Hacia el final del recorrido por estas ocho cuadras de la rue du Faubourg Saint-Denis, por detrás de un parque infantil más bien desangelado, queda la biblioteca municipal más nueva y moderna de la ciudad. Lleva como nombre Françoise Sagan, en honor a la escritora y realizadora francesa que formó parte de la Nouvelle Vague. Lo que alguna vez fuera primero un hospital y luego una prisión, hoy es un mastodonte de cinco plantas, blanco de un blanco mediterráneo y con un jardín interior adornado con palmeras. Su visita se justifica sin siquiera entrar: el aire fresco que circula en el patio neutraliza la algarabía que reina en el entorno. En el interior hay una sala de proyecciones, una de exposiciones, varias áreas de trabajo y 100 mil documentos entre textos, discos y películas. Hay también, en su galería central abierta e iluminada, salones cómodos con alfombras y cojines donde suelen descansar y esquivar el frío decenas de inmigrantes jóvenes huidos principalmente de Afganistán, que luego de sobrevivir a sus travesías llegan en tren a la Gare de l’Est y encuentran un refugio, al menos durante las horas hábiles, en la biblioteca del barrio.
Así, en ocho cuadras, habremos recorrido más de 200 negocios diversos vinculados a gente de 16 nacionalidades. Con la curiosidad y el apetito debidos, el paseo podrá haber tomado tres horas, lo mismo que demanda la visita a un museo. Y, como allí, en esta galería a cielo abierto también nos quedará la sensación de haber atravesado un umbral.