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La manufactura suiza Audemars Piguet es sinónimo de oficio, producción meticulosa y búsqueda de la perfección. Además, a lo largo de su historia ha mantenido un vínculo importante con el arte contemporáneo. Gabriel de la Mora –artista mexicano cuyo trabajo se caracteriza por el cuidado casi obsesivo de los detalles– es un buen representante de este concepto.
Gabriel de la Mora es un coleccionista de objetos cotidianos y materiales en desuso con un enorme potencial poético y plástico. Siguiendo un meticuloso sistema de clasificación, estos pequeños acervos de residuos heterogéneos –cabello, suelas de zapatos, telas de bocinas, cascarones de huevo, placas de aluminio y mantillas de caucho utilizadas en imprentas offset– conforman antologías de hábitos, costumbres, memorias o ideologías.
A lo largo de casi dos décadas, su práctica se ha nutrido de un constante reto a la manera en que definimos el quehacer artístico. Ya desde su trabajo como arquitecto –mismo que abandonó para virar hacia el arte y estudiar una maestría en fotografía y video en el Pratt Institute de Nueva York– buscaba replantear los componentes básicos de la arquitectura para articularlos de manera distinta sin comprometer su funcionalidad. Así ha continuado una tenaz búsqueda para encarar el dibujo, la pintura y la escultura, retomando varios de los planteamientos abordados a mediados del siglo XX por el minimalismo y la abstracción geométrica, para cuestionar la esencia y los límites de los medios tradicionales del arte.
En piezas clave a principios de la década del dos mil, examinó los elementos compositivos esenciales del dibujo –la línea y el punto– para reemplazar el uso de recursos habituales como el lápiz o la tinta por trazos hechos con pelo. La acumulación de estos filamentos empleados a manera de puntos, le permitió trasladar las posibilidades de representación del dibujo hacia la generación de un volumen que lo inserta en el campo de lo escultórico, integrando posteriormente materiales como post-its o portaobjetos de vidrio para microscopio. La pintura la ha abordado constantemente mediante una de sus depuraciones máximas: el monocromo. Sin embargo, contrapone la esencia de lo mínimo al colosal proceso de ejecución de pinturas realizadas sin pintura, clasificando, por ejemplo, cascarones de huevo por su tono e incorporando sus fragmentos diminutos a manera de rompecabezas sobre el bastidor.
El tiempo se condensa en buena parte de sus obras, no sólo como evidencia de las horas de trabajo minuciosamente invertidas en cada pieza, sino en los rastros de vivencias y memorias resguardadas en los materiales que utiliza. Su trabajo se fundamenta en un delicado equilibrio entre lo conceptual y lo formal, siguiendo estrategias ya clásicas como la repetición, la desmaterialización o el objeto encontrado, en los cuales halla la materialización de memorias y otros indicios del tránsito de lo inasible. La obra de Gabriel de la Mora no cuenta historias, las contiene y preserva.
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