Camino a la cumbre
Existen cumbres muy divertidas, como las de Adamanta, un reto enclavado en el corazón de Santa Fe.
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Anticipar la hora de salida es un verdadero lujo que no pienso dejar de disfrutar. Siempre llega un momento en que se fantasea con terminar el día haciendo lo menos imaginado. Un vuelco que con seguridad nos puede llevar a cambiar la perspectiva que teníamos del resto de la semana. El martes pasado así sucedió, cuando decidí colgar el saco y cambiarlo por aires del alpinismo.
Aunque la lucha por alcanzar nuevas cimas es una constante en mi vida, mi itinerario también dicta deleitarme a cada segundo y saborear cualquier momento. Y para eso existen cumbres muy divertidas, como las de Adamanta, un reto enclavado en el corazón de Santa Fe. Ahí las emociones son parte del menú, que inician con sesiones de bouldering, una forma de escalada sin arnés.
Llego al sitio después de cruzar la ciudad, en menos tiempo del anticipado, el desempeño de mi vehículo me inspira y me llena de energía. Es como si todos sus caballos de fuerza me fueran conferidos por la sola acción de ubicarme detrás del volante, sobre una carretera soleada.
De pronto me encuentro frente a esa enorme pared y reconozco las reglas del juego: seguir las rocas de un mismo color, cada una marcada para ser alcanzada con la fuerza de mis extremidades. El vértigo queda algunos metros por debajo de mí. Confiar en cada una de las pequeñas decisiones es fundamental para alcanzar ese punto, un punto que me enseña que acercarse a nuestras emociones más profundas es regalarse una libertad que no tiene límites.
Miro desde la cima y sólo pienso en compartir este momento con los que más quiero. El reto no termina aquí.
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