Desperté con el canto de unas aves que se pararon en la cornisa de la ventana. Moví lentamente la cortina para espiarlas, pero mi atención se fue directo al paisaje en el horizonte, enormes praderas en absoluto verdor rodeaban mi cabaña.
Estaba en Xochitlán, Puebla, una comunidad que, con la guía de la Red Indígena de Turismo de México (RITA), desarrolló un modelo de excursiones para mostrar a los viajeros las actividades cotidianas de la localidad, haciendo hincapié en preservar la cultura, tradiciones y biodiversidad de cada zona que se visita.
Esa mañana llegué a La Guarida del Tigre, uno de los pocos restaurantes del pueblo. El menú era fijo: jugo, pan, café y huevos al gusto; pero las naranjas fueron cosechadas esa misma mañana, los huevos recién recolectados de la granja, el pan salió directo del horno de leña a la mesa y ni hablar de la sazón que sólo tienen en esas pequeñas poblaciones del país. Parecía haber despertado en el paraíso.
Las actividades programadas para mi reservación de cuatro días me llevaron a conocer la capilla en honor a la Virgen de Guadalupe —construida en 1746 y que se conserva en perfectas condiciones—, y la plaza en la que rinden tributo el 13 de septiembre a Vicente Suárez —el Niño Héroe que nació en el pueblo—. Hice un par de horas de trekking para llegar al Balcón del Diablo —mirador desde el que se ve el paso de los ríos Zempoala y Ateneo—, y visité las ruinas de Santa Elena, una exhacienda cafetalera que en los años cuarenta perteneció a doña Emilia Muñoz, famosa por las fiestas de alcurnia que siempre organizó.
Mientras iba de un lugar a otro, mi guía —uno de los jóvenes más entusiastas del pueblo— se detenía a bajar de los árboles las mandarinas que la naturaleza nos regalaba, y descansábamos a la sombra de algún árbol o cueva en el trayecto. También conocí la Poza Verde, una piscina natural que desemboca en una cascada de más de cien metros de altura, un paraje que parecía parte del edén. Otra tarde fui a los talleres de la Plaza Central, donde las mujeres se dedican a bordar piezas en chaquira para adornar blusas, vestidos y bolsas de manta. Los hombres, en cambio, tallan máscaras en madera, con figuras de dragones y diablos, para utilizarlas en las fiestas locales mientras bailan huapango.
Así como en Xochitlán las familias le abren la puerta al viajero para mostrarle su vida cotidiana, otras 17 comunidades de pueblos indígenas realizan paseos, de la mano de rita, que permiten el desarrollo directo de las personas y los pueblos que dan el servicio. Cada localidad ofrece una experiencia diferente, adecuada a sus usos y costumbres, de esta forma se puede ir a Sirenito Macho, en Guerrero, donde don Javier Mayo realiza una labor de conservación de tres variedades de tortuga; Ek Balam, en Yucatán, donde los viajeros se unen a las ceremonias que los indígenas llevan a cabo en los cenotes, o Kantemó, en Quintana Roo, donde suelen organizar paseos en bici para recorrer la laguna de Chichankanab y por las noches hay reuniones para observar las estrellas.
Más información en rita.com.mx.
A favor del desarrollo
Rita es una plataforma para el desarrollo de pueblos indígenas, fundada en 2003. Con ella, cada comunidad crea una experiencia turística con actividades enfocadas en preservar la identidad, biodiversidad y relaciones interculturales de la localidad que se visita. El beneficio económico de cada itinerario se queda directamente con las personas que ofrecen los servicios, para el desarrollo del pueblo.
Este proyecto fue acreedor del Premio Iniciativa Ecuatorial, que otorga el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, reconocimiento que distingue a quienes trabajan en pro de la conservación y el uso sostenible de la biodiversidad en México.