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Cabo de vinos

En la provincia del Cabo Occidental, en Sudáfrica, los caminos entre valles y montañas conducen a viñedos y bodegas.

POR: Redacción Travesías

Uno viaja con sus fantasmas, con esas imágenes que construyó a partir de relatos, películas, fotos y documentales. En algún momento, entonces, quizás hayamos imaginado Sudáfrica como un lugar donde el horizonte ondula de calor y un grupo de leones sedientos espera las lluvias.

Sin embargo, hace rato que sabemos que es un país de carreteras perfectas, ciudades multiculturales con deslumbrantes galerías de arte, agitada vida nocturna y una gastronomía con identidad propia donde los vinos son una pieza clave. Y, así y todo, pocos saben que Sudáfrica es el noveno productor de vinos del mundo, propiciado por un clima marino similar al Mediterráneo y la inmigración francesa, y que tiene una de las rutas del vino más atractivas.

En realidad, la ruta del vino es un tramo de la Ruta Jardín de 850 kilómetros, que se extiende entre Ciudad del Cabo, en la provincia del Cabo Occidental, y Puerto Elizabeth, en la provincia del Cabo Oriental. La región de los viñedos se ubica en cien kilómetros a la redonda de Ciudad del Cabo, por lo que la mejor manera de recorrerla es llegar en avión hasta esta espléndida ciudad marítima donde está Table Mountain, una de las Siete Maravillas Naturales, alquilar un coche y animarse a manejar con el tránsito a la inglesa.

El viaje es el destino, dicen los sabios orientales, como si hubieran recorrido estos caminos. Si la Ruta 2 que va a Port Elizabeth parece inspirada en los cuadros de Monet, con manchas rosadas, lilas y blancas de flores salpicando el verde del cordón montañoso, los caminos del vino parecen haberse escapado de una obra de Van Gogh: campos dorados de espigas, valles y arroyos que invitan a detener el auto una y otra vez para sacar la foto de rigor.

Claro que en los cuadros de Van Gogh no hay manadas de mandriles que de pronto bajan de la colina en grupos de treinta y cruzan el asfalto a todo lo que da; los más pequeños rezagados y a los gritos, como pidiendo que los esperen. Los babuinos o mandriles están al borde de ser un problema en esta provincia. Son miles y suelen “asaltar” zonas urbanas llevándose alimentos, mochilas, bolsos y carteras. En el viaje también es posible ver de a pares a las blue crane, el ave nacional de color lavanda y gran porte con un simpático plumero en la cabeza.

Los viñedos y bodegas rodean los pueblos de Stellenbosch, Paarl, Wellington, Franschhoek, Ceres, Worcester, Bonnievale y Robertson. Esta potente industria que hoy cubre 132 mil hectáreas, comenzó en 1652 cuando el holandés Jan Van Riebeeck fundó la Compañía Holandesa de las Indias Orientales en el Cabo de Buena Esperanza y, poco después, hizo traer de Europa esquejes de vid, convencido de que el vino reduciría los casos de escorbuto entre los marineros.

El 2 de febrero de 1659 escribiría en su diario: “Hoy Dios sea loado. Ha fluido el vino de la uva del Cabo”. Pero para que esa producción tuviera algo más que efectos medicinales, tuvieron que llegar los expertos: los franceses.

Detrás del cordón montañoso, hace más de tres siglos, los elefantes pastaban en los valles y por eso los colonos holandeses lo llamaron Oliphantshoek, rincón de los elefantes en holandés. En 1685 llegaron expulsados de Francia 277 hugonotes y su nombre cambió al de Franschhoek, rincón de los franceses, la región vitivinícola más antigua del país, la más visitada y la capital gourmet de Sudáfrica.

Para recordar siempre los orígenes, el imponente monumento Hugonote se encuentra en la entrada del pueblo, junto a una gran fuente. A pocos metros está el museo que relata la llegada de los primeros colonos franceses y el levantamiento de las primeras granjas en tierras cedidas por el gobernador. Enseguida se ve la calle principal, Huguenot Street, de apenas diez cuadras, donde la arquitectura holandesa típica de esta región del Cabo es una constante.

Sobre la calle Huguenot se concentran muchos de los casi 40 restaurantes y entonces se entienden las razones por la que muchos la nombran capital gourmet: Ryan’s Kitchen, Reuben’s, Le Bon Vivant, Kalfi’s, Elephant & Barrel, Café Bon Bon, son algunos. Y no sólo hay restaurantes que ofrecen desde sushi hasta cocina sudafricana contemporánea, sino también panaderías, heladerías y bazares que venden accesorios para el vino, utensilios de cocina, vajillas, manteles, delantales y cuanto vaya al fuego o a la mesa.

Los domingos, en la plaza central junto al edificio del municipio, se monta una feria donde los puestos de artesanías se mezclan con los que ofrecen comida recién preparada.

En cualquier sitio, inesperadamente, puede irrumpir un coro de niños y cantar en alguno de los 11 idiomas oficiales del país. Imposible decir si cantan en Ndebele, Swati, Tsonga, Tswana, Venda o Xhosa. La nueva constitución nacional que se instauró con la presidencia de Nelson Mandela, reconoce 11 idiomas oficiales, de los cuales sólo dos son de origen europeo: el inglés y el afrikaans, derivado de los colonos holandeses.

Los nueve restantes pertenecen a tribus nativas africanas. Sorprende advertir que los negros no hablan inglés entre sí, sólo lo hacen cuando se dirigen a un blanco. A su vez, sólo los descendientes de la misma tribu comparten idioma, por eso, si hablan con otro de otra tribu, lo hacen en zulú, el idioma que resulta más universal.

También sobre la calle Huguenot está Le Quartier Française, un Relais & Châteaux que sigue la misma línea arquitectónica de todo el pueblo. Son 17 habitaciones dispersas entre los jardines llenos de flores, donde se nota la mano de Susan, su dueña, que vive en la casa de al lado y suele conversar con los huéspedes sobre los planes del día.

El desayuno es una fiesta: en una sala vidriada frente al jardín ofrecen un servicio impecable. En el hotel hay una tienda donde venden las famosas ollas de hierro de Le Creuset y otros utensilios; también dictan clases de cocina, hay una galería de arte con un paseo de esculturas entre el huerto orgánico, y uno de los restaurantes más premiados de Sudáfrica, The Tasting Room, que desde hace varios años figura entre los puestos más altos de los 50 Best.

La chef danesa Margot Janse prepara un menú de varios pasos con toques de la cocina molecular y exóticos ingredientes africanos, como el baobab. Abre sólo de noche y probar todos los tiempos lleva más de dos horas y complejas explicaciones de los mozos. Las reservaciones se hacen con tres meses de anticipación.

Donde termina el pueblo, la misma calle Huguenot se transforma en la ruta 45 que lleva a La Bri, Morena, Môreson, La Motte, Anthonij Rupert Wines, Bellingham, y algunas más de las 36 bodegas de los alrededores. La gracia de las bodegas sudafricanas es que cada una es distinta y no aburre visitar varias. Si bien ofrecen el clásico tour donde explican el proceso de elaboración —algo que muchos viajeros ya han visto y conocen de memoria—, en todas hay espacios para la degustación y venta, áreas de relax y esparcimiento, además de restaurantes con excelente gastronomía.

Algunas elaboran aceite de oliva, que también se puede degustar; otras preparan divertidos picnics entre las vides, tienen sofisticados juegos infantiles para los chicos, petanque para los grandes, dictan clases de cocina, organizan sesiones de blending en las que cualquiera puede combinar varietales y elaborar su propio vino. O tienen bares de tapas, o preparan degustación de quesos y de chocolate, o tienen galerías de arte, tiendas de cristalería y accesorios para el vino, y hasta spa con amenidades elaboradas con derivados de la uva.

Enclavada entre montañas verdes y arroyos, La Motte es una de las grandes bodegas de la región. En los antiguos galpones originales ahora funciona una galería de arte contemporáneo y un museo que cuenta la historia del primer colono Pierneef La Motte. También hay un espacio vidriado con chaise longues junto a dispositivos con auriculares para escuchar música clásica mirando el paisaje o dormir una siesta, sobre todo después de la degustación guiada de cuatro vinos por 40 rands (unos cuatro dólares).

En los jardines, algunos juegan con el ajedrez gigante y otros almuerzan en una gran mesa comunitaria debajo de un roble centenario y disfrutan de los platos de Michelle Theron, chef del restaurante Pierneef à La Motte. Theron es otra de las chefs premiadas de la región, y entre sus aliados en la cocina está lo que le ofrece la tierra: fresquísimos y variados vegetales orgánicos que bien le valdrían tener su propia ruta. Franschhoek es el huerto de Sudáfrica.

Otra bodega que vale la pena conocer es Môreson que recibe al visitante con un jardín de orquídeas. Aquí, además de probar y comprar vinos, se puede almorzar en Bread & Wine, un espacio casi rústico, que dirige Neil Jewell, considerado el gurú de los embutidos caseros.

La región se especializa en espumantes rosados, junto con la Sauvignon Blanc, Syrah y la uva nacional, la Pinotage (un híbrido entre Pinot Noir y Cinsault creado en 1925). Para la Master of Wine sudafricana Cathy Van Zyl, algunos de los mejores vinos que se producen en esta zona son el Chardonnay, de la bodega Chamonix, y el Syrah de Boekenhoutskloof, una bodega de nombre difícil, abierta en 1776 y para la que hay que hacer cita previa.

Chamonix no sólo produce vinos, sino también agua que embotella de un manantial que baja de las montañas. Allí es posible alojarse, ya sea en el lujoso Marco Polo Lodge, donde no admiten menores de 12 años, o en las cabañas más sencillas con cocina.

Otra manera de recorrer los viñedos es a lomo de caballo. Varios hoteles organizan cabalgatas de medio día o día completo, con parada en varias bodegas y almuerzo en alguna de ellas. Quienes se animen a pedalear por senderos de montaña, también pueden optar por los tour guiados en bicicleta, ya sea por los viñedos de Franschhoek o incluso seguir hasta otras regiones, como Paarl que está a 26 kilómetros, o Stellembosch que está a 30.

La opción más cómoda es recorrer las bodegas a bordo del Franschhoek Wine Tram, o tranvía del vino, que circula por vías desde 1904 en medio de los viñedos. Un único vagón abierto va enhebrando catorce bodegas distribuidas en dos líneas, la azul y la roja, con el sistema hop-on, hop-off.

El trencito parte del centro del pueblo, uno cada diez minutos, desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde. Entre las bodegas en las que se detiene están Mont Rochelle, La Bourgogne, Grande Provence, Chamonix, La Bri y Leopard´s Leap.

Si Franschhoek tiene historia y encanto, Stellenbosch es el corazón de la industria, con más de 100 bodegas, la mayoría de ellas abiertas al público.

Más de 75 mil almas viven aquí, mitad trabajadores de la industria del vino, mitad universitarios, ya que en Stellenbosch está la universidad más antigua del país. Durante mucho tiempo fue la tierra del Sauvignon Blanc, pero luego fue ganando terreno otra uva blanca, la Chardonnay. Se pueden probar los mejores Chardonnay de la región en la bodega Meerlust que cumplió 250 años y es figurita habitual en la revista especializada Wine Spectator, donde varias de sus etiquetas están evaluadas con más de 90 puntos. Otra cepa característica de Stellenbosch es la Pinotage y un buen lugar para probarla es la bodega Kanonkop.

Después de la degustación, se puede seguir disfrutando de este varietal en el restaurante, donde queda muy bien acompañando un snoek, un exquisito pescado regional.

Los viajes siempre se prolongan en el souvenir. El souvenir del Cabo no lucirá sobre un mueble de la sala de casa, pero sí en la sonrisa: son los vinos, la caja de espumante rosado Graham Beck, la del Sauvignon Blanc de Chamonix, la del Chardonnay de Meerlust. Llevarlas no es un problema. En las bodegas ya saben que los viajeros quieren llevarse un poco de tierra sudafricana hecha vino, y embalan las cajas a prueba de aviones.

 
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