Pijao, el silencio de las montañas
Un lugar que marcha más lento que los demás y en el que la vida pasa sin mayor sobresalto.
POR: Redacción Travesías
En Pijao, un caracol tallado en las puertas de los negocios sirve como recordatorio de que ahí se vive con tranquilidad, en comunión con la naturaleza, utilizando técnicas naturales y comida de las huertas, sin planes de expansión y con mucha calidad de vida.
Es un lunes festivo de abril y en Pijao acaban de pasar las fiestas municipales, pero no parece. El pueblo está muy bien barrido, no quedan rastros de botellas de cerveza ni de la publicidad que reparte la fábrica de licores.
En el parque hay dos viejos de ruana y sombrero que se toman un tinto (café), varios van a misa. La iglesia tiene una torre roja que parece una chimenea, y por detrás se ve una montaña por la que, años atrás, corrieron guerreros varios.
Pijao es la réplica de un pueblo andino colombiano de los años setenta. Está en el departamento del Quindío, en el eje cafetero, en la ladera occidental de la cordillera central, a una hora de Armenia (la capital del departamento), y sobrevive al turismo masivo que ya hizo desaparecer fincas cafeteras en las que se construyeron grandes parques con atracciones mecánicas y corrales en los que hay chivos y ovejas, vacas, caballos de razas lejanas; todos exhibidos para que el turista extienda la mano y los alimente.
En 2014, la organización italiana Cittaslow, que busca ciudades, pueblos y municipios que marchan más lento que los demás, reconoció a Pijao como un lugar en el que la vida pasa sin mayor sobresalto, donde no hay prisa.
La organización tuvo en cuenta la estrategia de reciclaje del municipio; la recuperación urbanística en la que no hay planes de expansión; la población menor a 50 mil habitantes; la producción exclusiva de cultivos autóctonos con técnicas naturales sin usar pesticidas o semillas transgénicas; las huertas que ayudan al autosostenimiento y la creación de redes de turismo propias, pequeñas, que no son invasivas.
Aquí el modelo de cosecha de las fincas cafeteras no es masivo, pues hace unos años los caficultores decidieron desprenderse de la Federación Colombiana de Cafeteros, no venderle el grano tostado, sino crear su propia empresa.
Son sólo 6 600 habitantes y un poco más de 5 mil viven en la zona rural, la mayoría cultivadores de café y plátano, campesinos que reciclan, que se inventan venenos con ají y cáscaras de cítricos, que no están interesados en mudarse a una ciudad.
Los que viven en la zona urbana conservan la tranquilidad y las tradiciones, y se han restaurado las casas originales, además de que muchas tienen huertas con verduras y frutas orgánicas.
Pero no es un pueblo colonial restaurado de manera efectista. No es la ciudad antigua de Cartagena ni Villa de Leyva. Pijao fue reconstruido por necesidad, porque no tuvieron otra manera de levantar el pueblo después del terremoto de 1999.
Los turistas aquí hacen visitas a casas de bahareque blanco que tienen puertas y numerosas ventanas de madera, coloridas, con curvas en los marcos, con postigos rústicos y en desuso; hacen caminatas a orilla del río; visitan fincas donde se almuerza platos que rebozan de arroz, papa, yuca, plátano y caldo de gallina, donde se toma café y se puede recolectar el grano en los cafetales en compañía de los jornaleros y luego subir a la cordillera para ver pájaros, bosque y cascadas, un valle de niebla con palmas de cera que alcanzan hasta sesenta metros.
Colegurre es una de las empresas de viajes creada por los pijaenses para hacer su propio turismo. Uno de sus guías, llamado Giovanni Sarria, dice: “Aquí todo lo hacemos nosotros, sin ninguna gran empresa, porque creemos que el turismo tiene que ser autosostenible para mostrar las tradiciones locales, en este caso de los tres municipios: Génova, Pijao y Buenavista, que antes se conocía como el municipio de Colón”.
Cerca de Pijao, a diez o 20 minutos de distancia, están estos otros dos ayuntamientos, y en ese recorrido se ven las casas con un gran patio interior al que en un pasado se entraba a caballo. Algunas de ellas aún tienen establos debajo de las habitaciones, donde encerraban a las bestias.
No es vana la fama del Quindío. Sus atardeceres son rojizos; los cafetales de las montañas están surcados por matas de plátanos que se abren como flores gigantes; en un extremo tiene la cordillera central y al otro un valle cruzado por un río verde.
Una parte de ese río está en la vía que va de Armenia a Pijao, donde se practican deportes extremos y los campesinos venden el más tradicional de los platos colombianos: sancocho de gallina; una sopa con papá, yuca, plátano, picadillo de tomate, cebolla, aguacate, cilantro, arroz y gallina. Se puede comer en los restaurantes o a orillas del río.
Cerca está la reserva natural de las Cascadas del Río Verde, con sitios donde se han encontrado piezas arqueológicas de los indios pijao, pueblo guerrero que les dio lidia a los españoles hace siglos.
Cuando se sube a Pijao después de dejar el río, se ven las fincas cafeteras. En una de ellas se hace el café especial Los Pinaos o Luqman, uno de los mejores del país. Según Víctor Hugo Grisales, su productor, el grano es orgánico, con proteínas y sabor a caramelo. En su finca muestra el proceso de recolección y secado, y, ya en el pueblo, en un café de su propiedad, sirve tazas de café: tintos, expresos, capuchinos, granizados que acompaña con achiras —bizcochos pequeños de maíz al horno.
Mónica Flórez —comunicadora e investigadora etnográfica— es dueña del hotel La Pequeña Casa Pijao, una casona tradicional de la arquitectura antioqueña, con corredores y patio al final. Las habitaciones son acogedoras y modestas, como las de la casa de un pueblo frío.
Mónica, que se había ido de Pijao y volvió, quiso promover el estilo de vida lento, orgánico, autosostenible. Dice: “La idea era convertir al pueblo en un lugar turístico para viajeros que buscan reposo. Aquí van a encontrar huertas en las casas, mucho silencio y conocerán paisajes maravillosos. Éste es un trabajo de diez años por un turismo justo, de pequeños grupos, no de grandes firmas”.
En su hotel —su casa—, Mónica atiende a pequeñas grupos, familias y amigos que viajan; ella misma prepara la comida y los acompaña en recorridos ecológicos. Además, tiene un café en la entrada del pueblo desde donde se ve el valle del Río Verde. En el pueblo hay otros cuatro hostales: Las Causalinas, el restaurante y hostal Las Delicias, el hostal Tarapacá y el hotel El Bosque, campestre, con bosque, senderos, caballos y paseos.
En las huertas abundan frutos, como chachafruto, ahuyama, mortiño, uchuvas. Con ellos los campesinos hacen conservas y mermeladas. En los restaurantes no hay grandes platos, pero en todos ellos está lo que crece en las huertas, lo que se cultiva en las fincas cercanas. La mayoría está en el parque central: Marisalos, El Montañero, Las Delicias; todos con una decoración mínima. La oferta es la misma: frijoles, sancocho, sopas de verduras, de guineo, de plátano, arroces, carnes muy maceradas, chicharrón abundante.
A veces, si no es día de mercado, el silencio parece una piedra dura y los lugareños pasan la tarde en los bares y panaderías. En el bar Social se toman copas pequeñas de aguardiente y se juega billar hasta tarde; en el bar Danubio hay paños para jugar cartas y dominó; y en La Rumba, una discoteca donde todo se desbarata, están los únicos televisores lCD del pueblo.
Cerca está el bar Los Recuerdos, una cantina tradicional quindiana donde suenan rancheras, música carrilera, tangos, sones, y está decorada con publicidad de películas de hace 30 o 40 años. Don Gonzalo Toro, el dueño, tiene experiencia: antes del terremoto tenía una cantina nocturna en la plaza del mercado, pero se cayó. En el bar muchos beben aguardiente mientras la aguja raspa los larga duración.
Hay una galleta tradicional colombiana, se le dice galleta negra o cuca, y en la cafetería venden unas sabrosísimas, además de pasteles con dulce de guayaba. A las seis de la tarde, en algunas calles, las mujeres sacan parrillas en las que asan arepas que venden con queso, carne, pollo o chicharrón, o todo junto.
Una nube blanca de garzas llega al parque, donde los más viejos salen de misa. El pueblo va entrando más y más en el silencio, en la lentitud que tiene su propio símbolo: un caracol que está tallado en los avisos de madera de los negocios. Este pueblo, dicen algunos, parece un caracol: camina lento, no pasa nada o pasa poco.
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