En la arqueología, la sospecha es lo más cercano a una justificación. Una justificación capaz de convencer a los investigadores de emprender viajes de años, instalarse en la selva para siempre, romper los cimientos de un edificio o abrir una montaña. A veces la recompensa es un hito, como la máscara de Agamenón que encontró Heinrich Schliemann en el Peloponeso en 1876 o las joyas de oro y turquesa que Alfonso Caso halló en la tumba 7 de Monte Albán, Oaxaca, en 1932. Son las excepciones.
En el caso de Guillermo de Anda, investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia, explorador de National Geographic Society y, en el tema que nos ocupa, director del proyecto Gran Acuífero Maya (GAM), la sospecha o intuición, informada por más de 30 años de bucear los cenotes de la península, es la motivación para sumergirse bajo el suelo yucateco. Lo anterior podría sonar sencillo, de no ser porque para penetrar en una cueva o un cenote virgen hace falta cargar tanques de buceo a través de varios kilómetros de paisajes “lóbregos”, como le dicen aquí a lo impenetrable, e —imposible evitar lo que no es una hipérbole— arriesgar la vida bajo el agua.
Esa sospecha, es decir, el conjunto de hipótesis que sostienen la investigación, tiene que ver con la posibilidad de comprobar que en la región ha habido interacción humana continua por al menos 15 000 años, con la relación de los antiguos mayas con los cenotes y con la existencia de un quinto cenote en Chichén Itzá: Ya’ax-há, relacionado con el centro verde-azul del universo, bajo el templo de Kukulkán. Hacia ésos y otros rumbos se dirige el trabajo del equipo multidisciplinario del GAM.
Franquear un cenote virgen
“¡Un cráneo!”, grita el primer buzo que se sumerge a un cenote que no han explorado todavía. Es Vito, el buzo de seguridad, encargado de nadar al lado de la camarógrafa Cristina Limonta, quien es capaz de olvidar el tiempo, la profundidad y el aire en el trance de esperar a que un haz de luz atraviese el agua e ilumine un banco de peces o una estalactita.
Era broma, broma de buzos-arqueólogos que sí han encontrado esqueletos de hombres de más de 10 000 años, perezosos gigantes, vasijas de cerámica decoradas que parecen recién traídas del mercado, y que acaban de anunciar el hallazgo de un cenote dedicado a Ek Chuah, el dios del comercio.
Guillermo asegura que, ante los cenotes, nunca ha perdido la capacidad de asombro. Imposible no emocionarse ante el prospecto de franquear por primera vez el misterioso espejo de agua de todos los turquesas que cubre este agujero al que le calculan 30, 40 o 50 metros de profundidad.
Tras horas de probar computadoras, lámparas, chalecos de neopreno, de improvisar un mecanismo de polea colgado de una rama para bajar el equipo —incluida la Nauticam Weapon LT, un impactante híbrido de submarino con cámara de video—, lo único que se halló fue una línea (cordel instalado por un equipo anterior) que despertó falsas esperanzas sobre la existencia de una cueva. También basura; incluso una llanta en el fondo.
Pero hasta eso proporciona información, datos. No que se intuya la existencia de una ceremonia de desecho de neumáticos y envoltorios de pan dulce Bimbo, no. Eso tiene que ver con los hábitos de algunos miembros de las comunidades mayas del siglo XXI, uno de los motivos por los cuales el proyecto también busca involucrar a estas poblaciones. El antropólogo, educador y enamorado del trabajo comunitario Julio Moure tiene años trabajando en esta zona, en la construcción de huertos, la organización de cooperativas o el registro de especies, a veces como parte de organizaciones como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) o Ashoka, y a veces por su cuenta. Hoy es un miembro clave del equipo.
Mientras unos nadan, el biólogo Arturo Bayona, otro de los pilares del proyecto, instala su laboratorio portátil para medir las propiedades del agua, a menudo contaminada por la cercanía de fosas sépticas o chiqueros.
Medir los contaminantes del agua, nitratos, nitritos, amonio; reconocer la presencia de algas, si está muy alcalina o muy ácida no es (ni cerca) el único saber de este espécimen del género científico único en la especie humana que estudió Biología para poder ir a meterse ocho años a la selva lacandona, en Chiapas. En 1985 llegó a Quintana Roo y ayudó a establecer la Reserva de la Biosfera de Sian Ka’an, y hoy da clases en el Instituto Tecnológico Superior de Carrillo Puerto, escribe libros y artículos —de viaje, de biología, de historia oral— y, con las ventas, financia su pequeño museo “de especies atropelladas”, gracias al cual los niños de la zona pueden tocar una piel de cocodrilo, entender las dimensiones de una ballena, admirar un jaguar o ver, disecadas, buena parte de las especies de aves de la región. Cuando se enteró del proyecto, supo que tenía que formar parte de él. Hacía falta sumar, al tema de la arqueología, la preocupación por la biodiversidad, de modo que apeló a otra de sus facetas, la del cantautor que había sobrevivido gracias a su guitarra lo mismo en Oaxaca que en el Cancún de la prehistoria, en los años ochenta. Así, en el tema que compuso para el Scuba Fest de 2016, y que interpretaron los niños cantores de Cozumel, acompañados por la orquesta sinfónica infanto-juvenil, se oyó la frase: “Pasaremos con don Memo de Anda para ver dónde anda, para ver qué trae”. Y así atrajo la atención de Guillermo, quien a su vez lo había estado buscando. Junto con Julio Moure, el profesor Bayona es uno de los vínculos de este grupo de dzules (extranjeros), en el que figuran también ingenieros, comunicólogos, fotógrafos, diseñadores, geólogos, oceanógrafos, historiadores y buzos, con los mayas modernos, quienes hoy fungen como guías de la exploración.
Los mayas de hoy o el WasK’oop
“Mucho gusto, cómo están, es un honor, aquí estamos a sus órdenes. Somos un grupo de investigación y tenemos la intención de explorar el agua que está debajo de nuestros pies. El acuífero es la gran riqueza natural de la península, lo que sostiene la vida, la selva, los animales y a nosotros los humanos…”.
Así presenta el arqueólogo Guillermo de Anda el proyecto en casas ejidales, centros de reunión donde se cierran las persianas de madera para proyectar las imágenes de los últimos hallazgos. Ahí acuden las autoridades, los mayores, pero también los jóvenes, esa generación que se comunica y manda memes y música por WhatsApp (WasK’oop) en maya, pero que sigue los cursos del profesor Bayona en español.
Estos jóvenes son quienes ayudan a acercarse a los viejos y, mediante entrevistas etnográficas, hacen posible recoger la historia oral de comunidades que son muy probablemente descendientes —según otra hipótesis de Guillermo— de las poblaciones mayas que abandonaron Chichén Itzá, Mayapán y Uxmal; poblaciones que sobrevivieron a la conquista, que se rebelaron ante las negligencias del gobierno federal en el siglo XIX, en la llamada Guerra de Castas, y que se vieron obligadas a dejar sus casas cuando entró en sus pueblos el ejército federal de Porfirio Díaz.
Foto: Secretaría de Turismo
Hoy en estas localidades del antiguo cacicazgo de Chicuah abundan todavía las casas tradicionales mayas, ovaladas, con techo de palma, sin agua corriente. Las tortillas se cocinan en el koben, un fogón formado por tres piedras, como los que aparecen en representaciones mayas antiguas, y las tortillas se mantienen calientes en calabazos o leek. Tortillas de Maseca que se acompañan con refrescos de dos litros y tele frente a la hamaca.
A veces, estas reuniones terminan en conversaciones sobre los aluxes (especie de duendes), sobre la mítica seductora Xtabay, o en una expedición para buscar los pozos que utiliza cada familia y los cenotes cercanos a la comunidad. Aunque cueste trabajo creerlo en este 2018, los arqueólogos siguen descubriendo huecos en la superficie, y éstos siguen siendo la única forma de comprender morfológicamente los flujos de agua. En ese sentido, se entiende por qué Guillermo se atreve a evocar al explorador escocés del siglo XIX David Livingstone, en su obsesión por encontrar las fuentes del río Nilo, cuando se le pregunta sobre la importancia de su titánico trabajo.
Gritar (burbujas) de emoción
El responsable de exploración subacuática del GAM es Robert Schmittner, o “Robbie”, un “alemán maya” que abandonó su trabajo como leñador —su país y su continente— tan pronto descubrió la experiencia de bucear en cuevas en la península de Yucatán. “Muy necio, muy obstinado, muy aguerrido”, en palabras de Memo, llevaba desde 2004 buscando la conexión entre los cenotes de Sac Actun y Dos Ojos, una conexión que confirmaría la existencia del sistema de cuevas inundadas más grande del mundo.
En 2008, de hecho, estuvo muy cerca de hallarla. Oyó al buzo que avanzaba en dirección paralela a él pegar en la roca con su tanque, pero no pudieron cruzar. Diez años más tarde, agotado, llamó a Guillermo para anunciarle, “¿sabes qué?, esto es una quimera, estamos arriesgando demasiado, van a pasar 14, 20 o 30 años y pues quién sabe”. El arqueólogo, que algo le sabía, lo retó: “Estás loco, relájate, descansa unos días, de todos modos yo estoy en la Ciudad de México, tienes prohibido hacer la conexión si yo estoy en México, quiero compartir ese momento contigo”.
Lo siguiente que se supo de Robbie decía algo así como: “Oye, Memo, necesito varias cosas porque se va a hacer un evento, para que me vaya preparando”. Era un largo mensaje en WhatsApp, que terminaba con un: “Por cierto, tenías razón, ya hice la conexión”. Y ante el estupor: “Lo que oíste, tengo la conexión desde ayer”.
En marzo de 2017, el equipo había encontrado un cenote que llamaron “Madre de todos los cenotes”, y para noviembre, con alrededor de 18 kilómetros de cuevas nuevas explorados, hallaron en efecto un túnel hacia el sistema de Dos Ojos, y otro hacia el sistema Sac Actun, pero para la conexión faltaban todavía 40 metros. Había que sentir el flujo del agua, sólo que ésta pasaba por grietas, huecos demasiado pequeños para animarse.
Foto: Acuawolrd
Entonces Robbie decidió abrir una nueva brecha en el “monte” (como le dicen a la selva de la región más plana de México) y al hacerla se topó con otro cenote, pequeño, como una chimenea de dos metros de diámetro y diez metros hacia abajo. Tiró unas hojas y aparecieron pececitos brincando, una buena señal, prueba de que estaba conectado con el río subterráneo.
“Nos metimos a nuestros mapas y vimos que faltaba muy poco para la conexión, 26 metros, así que me fui por la pared, por donde estaban más cerca las dos cuevas, viendo cada huequito, cada grieta, cada espacio donde pudiese tal vez hacerse la conexión y al fin encontré un agujero como de un metro de ancho y unos 30 centímetros de alto, como meterse debajo de un carro. Ahí entraba agua muy, muy fuerte, como succionando hacia el norte”.
Ese hallazgo sucedió hacia el final de la inmersión, de modo que fue necesario subir muy pronto… no sin antes cortar unos dos o tres metros de línea de su carrete y dejarlos caer. La corriente los succionó hacia adentro del hueco y él se salió.
“Al día siguiente entré a Dos Ojos a buscar de dónde venía la corriente. Encontré una grieta, unos dos, tres metros adentro, y llegué al primer lugar donde ya no podía pasar. Tuve que meter uno de los tanques primero y todavía con los pies en esa restricción, me encontré adelante con otra restricción más pequeña. Entonces tuve que quitarme también el segundo tanque y girarme, porque mis hombros no pasaban. Sabía que estaba muy, muy cerca la conexión, y en ese momento, cuando quise levantar los tanques del piso, subí la cabeza y vi una repisa natural de piedra. Debajo de la repisa estaba la línea que había dejado el día anterior, bailando en la corriente. Cerré los ojos y los abrí de nuevo: ¿la viste de verdad? Di unos gritos que, bajo el agua, son más bien burbujotas, pero dejé el último pedacito de línea sin cerrar, para unir ambos tramos con todo el equipo. El último pedazo de línea que faltaba lo pasamos con el carrete preferido de nuestro amigo Bill Philips, a quien le había ganado la santa muerte, y a quien le dedicamos esa conexión”.
En los 347 kilómetros que —hoy se sabe— están conectados, se han hallado 198 contextos arqueológicos que van de hace más de 15 000 años hasta el presente, y que pasan por varios de los períodos de la civilización maya y de la época colonial. Son sitios debajo del agua y en las orillas de los 248 cenotes que dan acceso a este sistema. Algunos de ellos son cuevas que hay que caminar para llegar al agua y al hacerlo se han hallado modificaciones arquitectónicas, divisiones, “cuartos”. No se sabe aún si las erigieron los mayas, pues pudieron haber sido hombres de un periodo más temprano. Y no se descarta tampoco que obedezcan a una dinámica espiritual —una más de las hipótesis de este proyecto—, la voluntad de guiar a los espíritus o esencias a través de estos caminos. “De ello tenemos una manifestación material, que para la arqueología es fundamental”, explica Guillermo. Además de animales prehistóricos y hombres tempranos, “hay templos construidos encima de cuevas”. Y está Ek Chuah, el dios del cacao y del comercio.
Los grandes navegantes de Mesoamérica
”¿Y quién es ese güey?”, preguntó Robbie, el maya alemán, cuando se encontró de frente con el rostro de Ek Chuah. No sabía lo que sabe Guillermo. Que muy probablemente el hallazgo del incensario con el rostro de esta deidad indique un sistema de peregrinación ritual dedicado a los comerciantes mayas, que eran además políglotas (hablaban náhuatl y distintos dialectos de los mayas) y grandes navegantes. Ellos iban a Tabasco e intercambiaban mercancías que venían del centro de México; bajaban a Honduras y traían de vuelta quetzales, telas o jade de Guatemala; conseguían turquesa de los cañones de lo que hoy es Estados Unidos, que había sido transportada por tierra y luego por mar hasta Veracruz. Cabe suponer que los comerciantes tenían un alto nivel, ya que eran recibidos por los reyes, a quienes les interesaban los marcadores de estatus como la obsidiana, el jade o las plumas de quetzal.
Al igual que los vestigios de isla Cerritos y el sitio arqueológico de Tulum, el canal abierto por los antiguos mayas para unir la laguna de Chunyaxché frente al sitio de Muyil, con la de Boca Paila (y el mar Caribe), y la estructura que se conoce como la “Aduana”, dan cuenta de que esta civilización modificó la geografía de la zona para recorrer, navegando, las extensas redes fluviales que llevan hasta sus costas.
Los pobladores de la región establecieron marcadores de ruta, utilizaron conchas de caracoles para estabilizar los terrenos, construyeron sacbés-muelles para facilitar el embarque, todo para poder desplazarse a través del agua en canoas con remos como las que están representadas en el templo de los Guerreros en Chichén Itzá, entre otros muchos murales y códices. De hecho, los arqueólogos atribuyen al intercambio de productos a través de largas distancias, la homogeneidad cultural y el intenso desarrollo del mundo maya.
Hoy, además, el estratégico sitio arqueológico de Muyil, adonde se cree que se traía a la diosa Ixchel desde Cozumel para que bendijese a los recién nacidos; los álamos, las ceibas, las aves y el agua que lo envuelven, son objeto de uno de los paseos más inolvidables del proyecto ecoturístico de la Reserva de la Biosfera de Sian Ka’an, durante el cual los visitantes pueden flotar en un canal natural que atraviesa cuatro tipos de manglares.
Una visita a esta zona protegida permite entender la fragilidad de sus ecosistemas, el imperativo de protegerlos. La estabilidad del agua es lo que ha permitido preservar los restos óseos y cerámicos que están revelando muchos de los misterios que fascinan —y atormentan— a los mayistas.
Ellos nos han develado que para los antiguos mayas, la lluvia era agua de cenote que las deidades esparcían a jicarazos. Los truenos, el mismo Chaac rompiendo una vasija. Que los cenotes eran recintos sagrados, observatorios astronómicos, la conexión con el inframundo o Xibalbá.
¿Será?
“Parece que mientras más investigamos, más preguntas surgen; es un enorme rompecabezas que nos presenta cada vez mayores retos”, declara Guillermo. Con ello sella su pertenencia al gremio, al linaje de los estudiosos. De los incansables. En este caso, de los estudiosos incansables obstinados en respirar en cuevas sumergidas bajo millones de litros de agua con el fin de descifrar lo que los hombres y sus dioses han estado tramando debajo de la superficie. Debajo también, quizá, de algunas de sus más fantásticas proezas de piedra y vida.
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