Viaje al corazón de Cambodia
Los paisajes que cuentan la historia de un país que ha sabido mantener una sonrisa ante la adversidad.
POR: María Pellicer
Son casi las once de la noche mientras cruzamos Phnom Penh. Las calles de la ciudad están prácticamente desiertas, pero cada tanto aparece un puestito callejero en una esquina: unas cuantas sillas apilables de plástico rojo, unos focos improvisados y una mesa cubierta con un mantel de plástico colorinche. La pieza de arte contemporáneo se convierte en un local gastronómico que ofrece sopas y refrescos. “Viajar 15 mil kilómetros para encontrarme con la misma estampa que veo en la equina de mi casa en la ciudad de México”, pienso, mientras mi taxi recorre las calles de la capital camboyana. La mañana siguiente despierto en una hermosa habitación estilo colonial que mira hacia un patio interior colmado de plantas —estoy en hotel Raffles, que sin duda es el hotel más bonito de la ciudad—. Abro las ventanas y dejo entrar el calor húmedo del exterior, ese que termina de recordarme dónde estoy. Después de un poco de ejercicio y un buen baño, salgo a desayunar donde no tardo en encontrarme con el resto del grupo, con quienes me embarcaré esa tarde para recorrer el río Mekong.
Hace exactamente un año que Aqua Expeditions —una compañía que empezó operaciones en el Amazonas peruano en 2007 y que hoy opera dos barcos de lujo en la ruta— inauguró sus viajes de este lado del mundo. Nuestro grupo, conformado por cinco agentes de viajes, cuatro acompañantes, una organizadora y una periodista —esa soy yo— esta aquí para conocer y experimentar el producto, lo que me convierte a mí en la cronista oficial de esta aventura. Los recorridos de Aqua Mekong pueden comenzar o terminar en Siem Reap, Phnom Penh o Saigón, y los recorridos pueden ser de tres, cuatro o siete días, dependiendo del tramo del trayecto que se elija. Nosotros haremos el recorrido más corto, de la capital a Siem Reap, cruzando el lago de agua dulce más grande del sudeste asiático.
Pero estamos en Cambodia, y no podemos olvidarnos que aquí la historia ha sido (si se puede decirlo así) más dura que en el resto del mundo: dice nuestra guía que no existe otro país que haya sido más bombardeado en la historia, y aunque lo cierto es que Laos se disputa el titulo con Cambodia, entre 1965 y 1973 Estados Unidos lanzó sobre este pequeño país suficiente material explosivo como para volar un planeta pequeño: 2,756,941 toneladas. Pero el verdadero problema empezó cuando la gente, desesperada tras los bombardeos, volvió la vista al grupo insurgente, Khmer Rouge, que hasta entonces había tenido poco éxito, pero que entonces parecía la única salida.
Un golpe de estado, en 1970, llevó al poder al grupo que cometería uno de los peores genocidios de la historia. Hoy, estas tierras, en las afueras de Phnom Penh, que llaman los killing fields son uno más de los recordatorios que nos hace preguntarnos cómo permitimos que ese genocidio sucediera. Campos minados, desapariciones, asesinatos, hicieron que un 25 por ciento de la población muriera durante ese periodo, entre 1.5 y 3 millones de personas.
Tal vez lo más extraño es que los camboyanos sean tan sonrientes, tan hospitalarios y tan amables. Ni el genocidio ni la guerra han quedado atrás, y de poco sirvieron aquellos acuerdos por la paz de París pero, con toda esa historia a cuestas y uno de los índices de pobreza más altos del mundo, los camboyanos nos sonríen cuando caminamos por el mercado central de la ciudad. Esa misma noche nos embarcamos y en el barco la tripulación, mitad vietnamita y mitad camboyana, me hace pensar en cómo, tal vez, este barco representa también un ejercicio de paz en una de las regiones más turbulentas del siglo xx.
Soy de las que piensa que no hay mayor lujo que la sencillez de lo que está bien hecho, y si tuviera que resumir la idea y el concepto de Aqua creo que ésta sería una buena manera de hacerlo: el barco tiene tres cubiertas, apenas 20 suites, dos terrazas, un comedor, un área común, una biblioteca, una sala de cine, un gimnasio, un spa y, muy importante para mi grupo, una boutique. Ya para la primera cena nos hemos ubicado como pandillas: los chilenos que vienen en familia, los americanos, los australianos y las españolas. Hemos ubicado también cuál será la mesa del grupo, y quién será nuestro miembro de la tripulación favorito: Chantrea se lleva por mucho el premio.
Desde la primera noche nos hace reír, aprende a saludarnos en español y toma nota de nuestros caprichos alimenticios. La vida así es muy sencilla, somos como una gran familia en una especie de campamento flotante de súper lujo. Cada vez que es hora de realizar alguna actividad, los altavoces del barco nos dicen a dónde debemos ir (los mexicanos somos, invariablemente, los últimos en llegar) y cuando aparecemos, todo esta organizado, listo para nosotros. El mérito es de la tripulación, 40 personas que trabajan día y noche para que un máximo de 40 pasajeros disfrute cada momento.
Algunas habitaciones tienen pequeños balcones, pero prefiero la mía, que, en lugar de balcón, tiene una especie de sillón donde podría pasar dos días completos mirando el Mekong, que mientras nos vamos aproximando a Tonlé Sap se hace cada vez más ancho y parece cada vez más un mar y no un río. Amanece muy temprano, por ahí de las cinco de la mañana, y si dejo las cortinas de mi suite abiertas, puedo disfrutar desde mi cama del amanecer, con las puertas corredizas abiertas de par en par, dejando entrar el calor húmedo del exterior.
El segundo día hacemos una excursión a un pueblo cercano. Los skiffs del barco nos llevan hasta la orilla, desde donde cada uno toma una bicicleta y emprendemos el camino entre arrozales, mientras el sol exprime con toda su fuerza los últimos rayos del día. La estampa no podría ser más hermosa, me siento literalmente en una postal donde el verde de los arrozales contrasta con el azul del cielo y los naranjas del atardecer. Paramos en unas sencillas casitas, al lado de la carretera, donde un grupo de artesanos fabrica estufas de barro. Mientras nos explican el proceso, miro un poco a mi alrededor: se trata de casas muy humildes, donde toda la familia comparte un mismo piso para dormir. Pero hay un rey en la casa, es un bebé que no debe tener más de cinco meses. Está dormido sobre una hamaca y su abuela lo mece a toda velocidad, es la única manera de que el bebé esté fresco. Cuando la abuela se cansa y llega el papá, éste continúa con la tarea. El rostro del bebe es de absoluta placidez, nada ni nadie podría sacarlo de ese estado.
Regresamos al barco para la cena. Chantrea nos esta esperando con delicias tailandesas recién salidas de la cocina: detrás de cada plato esta la sabiduría del chef David Thompson, cuyo restaurante Nahm, en el hotel Metropolitan de Bangkok, ocupa el número siete de la lista 50 Best de Asia. La comida thai es una fusión de estilos asiáticos, con muchas influencias chinas, pero también hindús, y en el barco eso se mezcla también con las influencias francesas de la cocina vietnamita. Sobre la mesa Chantrea nos va dejando platos que son, cada uno, mejor que el anterior. Nunca mejor dicho aquello de “panza llena, corazón contento”. A las once de la noche estamos todos en la cama.
A bordo de los skiffs nos dirigimos a las orillas del lago. Encontramos, literalmente, un pueblo flotante. Recuerda, sí, un poco, a Xochimilco. Cada casa, abierta de par en par y mirando hacia el canal, es como un universo, como un cuento. La mayoría no son solamente casas, sino que también tienen algún comercio integrado: así, en una hay una pequeña tienda, mientras que en la de junto hay una ferretería y, en la de más allá, una pescadería donde al menos ocho personas están seleccionando camarones recién salidos del agua. Me llama la atención la manera en la que se sientan en cuclillas, de una manera que no podría hacerlo sin pensar en la palabra tortura. También hay otras que son, simplemente, espacios comerciales: la gasolinera flotante, la escuela, el centro médico, o incluso el salón de baile. Algunas de las casas, en la parte trasera, tienen jaulitas flotantes que funcionan como gallineros. En otras, hay niños que juegan en el estrecho corredor que se forma entre la casa y el agua. A falta de aceras y pavimento, aquí chicos y grandes se mueven de un lado a otro en unos barquitos de madera angostos y muy alargados cuya potencia proviene de un motor adaptado a la parte de atrás de la embarcación, un motor ruidoso, que me recuerda a una motocicleta acuática. También hay algunos barquitos que, más que medio de transporte, son comercios flotantes que van de una casa a otra ofreciendo sus productos. Otros llevan comida preparada o verduras frescas. Entre las casitas de colores, los puestos flotantes y el agua, la postal es muy pintoresca. Eso sí, acá no hay sistemas de agua potable ni cañerías, mucho menos electricidad, pero la gran mayoría de las casas tienen baterías que utilizan, principalmente, para encender la televisión. La postal del pueblo se completa con las antenas rojas que coronan los humildes tejados.
Tener los skiffs a nuestra disposición es otra de las grandes ventajas de Aqua, pues literalmente llevamos a cuestas estos dos barquitos que pueden llevarnos cada día a donde queramos. Eso hace que uno tenga muchísima independencia para explorar y moverse durante el recorrido. En la tarde, después de haber vuelto al barco al medio día para que Chantrea nos alimentara con puras delicias salidas de la cocina, regresamos a otro pueblito, pero esta vez vamos a un templo, un templo flotante, claro ésta. En el camino nos encontramos con una escena particular: una mudanza. La ventaja de estas construcciones flotantes no es solamente que los niveles del lago no afectan al pueblo (que sube de nivel con éste) sino que, además, al no estar fijas, uno puede cambiar de barrio o de dirección casi cuando quiera. La familia que está mudándose, con la casa a cuestas, arrastra su hogar por el río con la ayuda de los barcos de los vecinos, una escena que me parece propia de un libro de cuentos fantásticos.
Esa noche, de vuelta en el barco, nos quedamos platicando después de cenar en la terraza. Todos vamos y venimos por el barco como si fuera nuestra casa, nos hemos convertido en una familia; todas son caras conocidas, todos los espacios los hemos hecho nuestros, y ni hablar de dejar las puertas abiertas y los zapatos afuera de la habitación, pues nos hemos adaptado a esta idea con absoluta naturalidad. Unos deciden ver una película, otros pedir algo en el bar y la mayoría desaparece a dormir, pues acá se madruga para aprovechar las horas de sol pero también para huir del calor del mediodía y sacarle jugo a las mañanas, que son más frescas.
El último día en Aqua me despierto más temprano para poder ver el amanecer desde la cama, el lago se ha convertido en mi pantalla favorita y el ritual de ver la salida del sol en el mejor momento del día. Después del desayuno —que acá se sirve clásico o camboyano, aunque nadie quiera nunca acompañarme con las sopas antes de las siete de la mañana— nos embarcamos de nuevo y salimos en la búsqueda de la reserva de pájaros. Estamos ya muy cerca de tierra firme, pero es justamente aquí donde se encuentra una de las reservas naturales más importantes del país, donde viven cientos de aves endémicas. Es por eso que el área esta protegida por guardabosques que se encargan de vigilar que se respete flora y fauna. Mientras nos vamos adentrando en canales, cada vez más estrechos, van apareciendo pájaros de todos tamaños y colores. Nos detenemos en lo que, primero, me parece la mitad de la nada, pero cuando pongo atención me doy cuenta que el árbol que se levanta delante de nosotros no es blanco realmente, sino que está cubierto de pájaros. De pronto, todos al tiempo emprenden el vuelo y crean un espectáculo para nosotros.
Volvemos al barco para la despedida y para desembarcar, pues el Aqua no puede acercarse más a la orilla del lago. Así que el último tramo del recorrido lo hacemos en los skiffs. Es aquí, cuando ya estamos tan cerca de Siem Reap, donde la miseria empieza a ser más notoria: la industria turística ha crecido tanto, en los último años, que este pueblo se ha convertido en una atracción (a diferencia de los que vimos durante el viaje, donde nosotros éramos los único visitantes, acá hay ya toda una industria). Los canales están llenos de barquitas, las casas flotantes siguen siendo las mismas, pero la basura ha empezado a aparecer. Me pregunto hasta qué punto la llegada de la “modernidad” tiene que ver con las envolturas de plástico que flotan sobre el canal. Es un poco como imaginarse una falsa prosperidad que viene envuelta en celofán y termina, indudablemente, nadando en el lago.
El camino a Siem Reap, ya en coche, es corto, pero como la carretera no está pavimentada toma unos cuarenta minutos llegar a la ciudad. A nuestro alrededor se van mezclando en el paisaje campos de arroz, casas de todo tipo y terrenos baldíos que se han ido convirtiendo en tiraderos de todo lo que nadie supo dónde poner. Siem Reap es el principal destino turístico del país y eso se nota en todas partes, en la variedad de viajeros y en la variedad de ofertas para ellos. Así llegamos a nuestro hotel, el nuevo Phum Baitang. Rodeado de jardines y plantaciones, el hotel esta construido como los palafitos flotantes que vimos en el lago. De diseño sencillo, con materiales en estado puro y detalles de decoración que no molestan, el hotel es como un pequeño paraíso rodeado todo de verde. De hecho, su nombre significa literalmente, pueblo verde en khmer. Esa noche salimos a recorrer la ciudad: mercados, comida callejera y masajes de pies por dos dólares con película incluida. Hay gente por todos lados, y todos están aquí por la misma razón.
Todas las historias tienen un clímax, y el nuestro era el ver el amanecer en Angkor Wat. Pero no somos los únicos que queremos cerrar el viaje con broche de oro y ver las espectaculares torres de Angkor como telón de fondo: cuando entramos al complejo principal, exactamente a las 5:10 de la mañana, no puedo creer la cantidad de turistas que encontramos. Todos están esperando en el mismo sitio a que el sol salga por detrás de los templos —la escena me parece de pronto como la más grande pesadilla del turismo, pero, por suerte para nosotros, nuestro guía parece tener sólo dos preocupaciones en la vida: sacarnos fotos graciosas en puntos estratégicos y huir de las multitudes. Aprovechamos para escaparnos primero a Ta Prohm y luego a Angkor Thom, dejando el templo principal para el final.
No es una misión sencilla, pero Angkor es un sitio inmenso. De hecho, es imposible recorrerlo en un solo día y hay muchos complejos que pueden disfrutarse en relativa soledad. En total, la unesco tiene bajo su protección 400 km cuadrados que incluyen templos y edificios que van del siglo 9 al 15, en total, unas 900 estructuras. Lo poco que alcanzamos a ver es como una introducción, pues decir que uno conoce realmente Angkor llevaría al menos una semana. Medio devorados por la selva, los complejos más hermosos son los que se han ido como fusionando con el entorno. Algo recuerdan a las ruinas mayas como Palenque, Bonampak y Yaxchilán. Aunque el estilo khamer es, sin duda, muy diferente, el entorno selvático es muy parecido. Los monos, que el principio nos parecen simpáticos, nos muestras sus oscuras intenciones cuando uno de ellos ataca a uno de nuestro grupo (un despiste a la hora de sacar comida de la bolsa, que el mono por poco y le arranca). En Ta Prohm, el que muchos llaman el templo de Tomb Raider, hacemos una caminata por la selva, dejando atrás tuk tuks y turistas. Y de pronto, perdidos entre la maleza pareciera como si hubiéramos conseguido hacer desaparecer el mundo. Pero no tardamos en encontrarnos de nuevo con las multitudes.
Un souvenir —una camiseta de algodón gris que tenía un dibujo de Angkor— fue por muchos años mi camiseta favorita para dormir y la imagen de los templos junto con la extraña tipografía me parecía como un sueño, una promesa del rincón más lejano del mundo. Hoy me doy cuenta que de ese Angkor, el que hace diez años descubrían los backpackers más aventureros, queda muy poco. Aunque el sitio está protegido por la unesco y muchos gobiernos apoyan en trabajos de arqueología y mantenimiento, el flujo de turistas es tan grande que controlar lo que hacen dentro es casi una misión imposible. Nunca me ha parecido más importante educarnos como viajeros para cuidar un sitio como éste. Esa tarde volvemos al hotel agotados y nos quitamos el calor y el cansancio en el spa, que parece inspirado en esos templos recubiertos en musgo verde. Luego nos sentamos a comer e intercambiamos historias de changos que atacan turistas y guías que conocen rutas secretas para escapar de las multitudes.
El destino de Siem Reap y el futuro del turismo podría empezar a reescribirse en lugares como éste: de la guerra civil y el genocidio, al aeropuerto internacional en menos de 20 años. Las cosas han cambiado radicalmente y en tiempo record en este país. Siem Reap ejemplifica el complicado destino de Cambodia: con una pierna en la modernidad y la otra en un pasado todavía no resuelto, pero siempre con una sonrisa en el rostro.
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