En bici por las costas de Islandia

Una rodada por las costas de este país para descubrir la esencia de su paisaje.

31 Oct 2017

No habíamos visto un alma en kilómetros y parecía que delante de una lápida tampoco íbamos a encontrarla. No hacía viento y el silencio resultaba espeso. Rebasaba aquel cementerio, continuaba a los pies de la ermita, por las llanuras verdes ligeramente descendentes y seguía con toda probabilidad hasta llegar al pedregal del primer brazo del Heradsvötn. Ese río sólo se intuía entre la bruma lejana y el telón de nubes bajas; pedaleando la carretera más importante del país hacía tiempo que tampoco habíamos oído un solo coche; no habíamos visto una persona en kilómetros y parecía que solos frente de una lápida tampoco íbamos a encontrarla, pero decir que las piedras hablan resulta más creíble en Islandia que en otro lugar del mundo.”

Al norte de la isla la vida de los hombres y el paisaje hostil se fundieron hace muchos siglos. Era verano, casi medianoche, y compartíamos de nuevo el embrujo atemporal de un atardecer suspendido a la mitad. Entre la hierba crecida que calaba los pies por la humedad extrema, la lápida en cuestión era puntiaguda como una ventana gótica. Tenía manchas de liquen entre sus letras talladas y resultaba extraño que estuviera escrita en inglés. Era de 1901 y el hombre había muerto otro día de verano en aquel río.

Unos meses después, Frederick W. W. Howell, el viajero inglés ahogado que habíamos localizado por azar, dejó de ser un nombre en la libreta y todo tuvo sentido. Algunas fotografías sepias de paisajes y unos pocos datos de su vida habían ido a parar a la División de Colecciones Excepcionales y Manuscritos de la Universidad de Cornell. Howell no sólo había sido pionero en la montaña más alta de Islandia, el Hvannadalshnúkur, sino en retratar la vida sobria de la poca población que a finales del siglo xix se encontraba en esa zona del país.

La Ring Road, la carretera que llevábamos dos semanas pedaleando alrededor de Islandia, debía de ser en aquel tiempo una serie de tramos de fango que cada río de deshielo dejaba inconexos por meses. Howell, que guiaba a unos turistas victorianos a caballo, quiso vadear el Heradsvötn, la manera habitual para cruzarlo. Buscó el lugar más apropiado pero la corriente venció a su animal y su cuerpo apareció días después, aguas abajo, con una herradura marcada en la cara.

No es fácil imaginar vidas que el paisaje determine tanto. Hoy tampoco se adivinan grandes razones para poblar la zona. La aldea que rodeaba el cementerio, que de por sí no tenía nombre en los mapas ni señal de celular, era mínima: una nave vieja con aspecto de granero, tres viviendas más actuales desperdigadas sin una sola luz prendida y la iglesia, ahora un triángulo moderno de ladrillo con olor a pino en su interior. Sin duda, algunos avances específicos han resultado fundamentales. Ya no es necesario cubrir de tierra y pasto los techos de madera para preservar algo de calor. Al aprovechar la geotermia del subsuelo, como hoy sucede en cualquier otro edificio de la isla, la iglesia mantenía los radiadores prendidos pese a estar vacía y ser verano.

Si existía otra alteración posible en aquel paisaje la veríamos unos kilómetros adelante. En algún punto del asfalto habría un puente para al fin atravesar el río. Sin embargo, durante siglos fue necesario disponer de un buen número de caballos resistentes y sumar, además de suerte, habilidades de jinete. Un viajero belga decimonónico, Jules Joseph LeClercq, vio la pericia de los islandeses sobre sus animales y escribió que ellos en realidad eran centauros.

Los primeros islandeses
Cuando comenzó a poblarse, Islandia, aquella protuberancia remota, yerma y congelada emergida en plena falla submarina del Atlántico sólo pudo convencer a un grupo de desterrados que ya vivían muy lejos del paraíso. En el año 884, durante la anexión de reinos que conformarían Noruega desde entonces, Harald el Rubio expulsó a algunos clanes rivales. Tras pasar por la actual Escocia (y esparcir genes y topónimos), retomaron una vieja idea y navegaron hacia el norte. En esta isla que llamaban Tierra de Hielo se había asentado otro noruego de nombre Ingolfur Arnarson diez años atrás, y en el siglo anterior unos monjes irlandeses se habían recluido por un tiempo en un islote de su litoral sureste. Eso era todo.

Las sagas son relatos que combinan multitud de datos a detalle con trols, elfos o gigantes, y para los islandeses, también representan la esencia de su historia. Según el Libro de los Asentamientos, una verdadera biblia islandesa, fue Thorolf el Barbudo quien, de una manera no tan diferente a como los aztecas edificaron Tenochtitlán en el centro de un gran lago, arrojó al mar unas estatuillas de madera con la imagen del dios Thor y dejó que la providencia y la deriva señalaran, en una bahía al suroeste, dónde debía levantarse lo que hoy es Reykjavik. Se quedaron. El primer censo sumaba 50,000 islandeses en 1703; la brutal erupción del volcán Laki en 1783 terminó con el 25% de ellos y la mayoría del ganado de la isla; y en 1850 eran 60,000. Hoy, en el trópico y con un tamaño similar, Guatemala tiene 15 millones de habitantes, mientras los hijos de aquellos vikingos apenas llegan a 320 000.

Dado que el Gran Reykjavik aglutina a 200 mil de ellos, es fácil imaginar el bullicio que se vive en el resto del país, en cuya ciudad más grande, Akureyri, hay censadas 16 mil personas. En 2010 el mundo pudo ver, con la erupción del mediático Eyjafjallajökull, que la isla arde en las entrañas y al mismo tiempo acoge el mayor glaciar del continente, el Vatnajökull, casi una terra incógnita, un manchón tan blanco que en el mapa se confunde con un error de imprenta. El resto del territorio son desiertos de lava negra en las mesetas centrales y valles alfombrados de pasturas en el litoral. Permanece entre el hielo y la escarcha gran parte del año y casi todos los pueblos son costeros. En verano, el turismo deshiela poco a poco la dependencia del mar y del campo, pero a diferencia de Reykjavik, que es una ciudad de servicios, esos pueblos aún necesitan de los recursos naturales.

Aunque tampoco hay tantos pueblos. El horizonte de prados infinitos se llena de granjas diseminadas, visibles desde la carretera hasta el pie de las montañas. Según el periodista catalán Xavier Moret, autor de Islandia, la isla secreta, en el año 1100 se calculaban 4 560 granjas. Esas granjas hoy son 4 500, cifra casi idéntica, e hibernan en la misma soledad estoica. A su alrededor y en semilibertad, casi medio millón de corderos, cerca de 70 mil reses y un número parecido de caballos dan la sensación de haber pasado igual los últimos nueve siglos.

El agua y la vida
Llegamos a casa de Agatha, después de cuatro días costeando el sudoeste de la isla. Agatha nos alojó en Höfn por medio de la red CouchSurfing y nos hizo ilusión no tener que levantar la tienda. Esa era una de las pequeñas alegrías que sólo se saben después de haberla armado varias veces en contra los elementos. En su casa, por fin, podríamos lavar ropa y partir al otro día, acicalados y con las alforjas secas. No habíamos tenido suerte con la lluvia. Dos días atrás pasamos una etapa demencial, 70 kilómetros de desolación plana e ininterrumpida, llena de flores lilas que embriagaban la vista en medio de un temporal que no amainaba. Ese día llegamos a un pueblo impronunciable que, en medio de esas chanzas con las que uno encara lo adverso en compañía, se convirtió en el trabalenguas del viaje: Kirkjubaejarklaustur.

Pero llegamos embobados con cascadas como las de Skogafoss, por la que miles de litros por segundo impactan contra el lecho duro en ángulos rectos, los acantilados volcánicos de Dyrhólaey con sus playas negras llenas de charranes y petreles, o el paraje de Skaftafell, uno de los casi inexistentes bosques islandeses a los pies del glaciar Vatnajökull, bajo el que más de una vez brotó la lava y provocó un jökulhlaup: deshielos tan violentos que anegaron granjas, borraron campos y se llevaron personas. En Höfn, al calor de aquella casa, contábamos versiones turistas de aquellas travesías salvajes: lo mucho que nos había impresionado atravesar el puente en Jökulsárlon, sobre los témpanos azules que se desprendían del glaciar, o cómo metros más abajo, a la vista desde ahí, el río los arrojaba contra las olas del Atlántico.

Un siglo atrás, cuando aún vivían bajo la corona danesa, las hambrunas enviaban islandeses en masa a Norteamérica. Agatha, nuestra anfitriona, era polaca. Los polacos son la mayor comunidad de extranjeros en Islandia y se emplean en la industria pesquera. Su chico islandés y otro joven robusto que merodeaba por el puerto nos contaron que, si uno de ellos lograba enrolarse en los barcos factoría durante la campaña de la caballa, en un viaje de cinco o siete días podía hacer 4 mil dólares. Aquel era un trabajo recurrido en Höfn, un pueblo idílico con casitas de colores, centro comercial e instalaciones deportivas de primer nivel para 1 500 habitantes. Allí se entendían mejor las cifras que hablan de la pesca como un 14% del Producto Interno Bruto (pib) y un 70% del total de exportaciones nacionales. Y se entiende mejor por qué durante las décadas de los 60 y 70 aquel país sin industria y sin ejército ganó las Guerras del Bacalao, a base de cortar las redes a pesqueros británicos demasiado próximos. Hoy, media Europa se la tiene jurada a Islandia por exceder sus cuotas de capturas. En Islandia dicen que el calentamiento global obliga a algunas especies a buscar aguas más frías y por ello se arriman a sus costas. Definitivamente, lo que entendimos un poco mejor en Höfn es por qué muchos islandeses no quieren saber nada de la Unión Europea.

Recompensas de la Ring Road
La Ring Road es hoy una tira gris que rodea Islandia en 1339 kilómetros. Pese a la variación térmica que soporta, rodábamos sobre un firme excelente, con una señalización impecable y puentes de concreto, piso de madera y cables de acero tensados. Sorprendía, además, que la mayoría de los lugares emblemáticos quedaran a su paso. Pero la Ruta 1 es la única opción para cruzar el país sobre asfalto y por ello camionetas y autobuses de turistas se alternan, por ejemplo, con tráilers que desde Höfn o Egilsstaðir viajan llenos de pescado rumbo a Reykjavik. El kilómetro per cápita debe de salir caro, pero para 2013 aún faltaba un tramo por cubrir en el este de la isla. Según todos los índices económicos Islandia está entre los países más ricos, pero se dan esa clase de particularidades. Cerca de Höfn, para evitar el riesgo de deslaves y dar un gran rodeo, habían abierto el primer túnel pocos años antes.

Pedalear 150 kilómetros de Ring Road sin ver una sola aldea y pocos lugares donde guarecerse era parte consabida de nuestra decisión, porque sabíamos que Islandia es de esos lugares donde las estaciones caben todas en un día. Esa no es la única particularidad que afronta un ciclista: los charranes árticos, como salidos de película de Hitchcock, hostigaban sobre las bicicletas defendiendo su territorio. Y nada desespera como el viento, que parece siempre en contra. Pero rentar un auto no era nuestra idea y no bajaba de 100 euros. La red de autobuses tampoco nos satisfacía. Islandia tenía el riesgo de convertirse en un circuito turístico, de pasar demasiado cómoda y rápidamente detrás del cristal hasta llegar al próximo volcán o al próximo glaciar, de esfumarse entre una foto y otra.

Los islandeses, que se ríen de su clima, saben que su base es el turismo natural y han promovido el cicloturismo. La acampada es libre en cualquier punto no urbanizado del país —quizás su 98%—, y todos los días un autobús blanco con portabicicletas suele distinguirse en la distancia. Al acercarse, su chofer miraba de reojo a los ciclistas que cruzaba para ver si era necesario hacer parada. Cada noche, dormir cansado y abrigado en aquella inmensidad nos acercaba a la versión más libre de la felicidad.

Cuando despertábamos en el camping de algún pueblo nos regalábamos un café caliente en el bar de una gasolinera en las afueras. Comprobábamos en sus souvenirs la globalización de la Ring Road o descubríamos muros de la fama con fotos de camioneros asiduos. O en un improbable cruce de caminos, ya lejos de algún núcleo urbano, nos aprovisionábamos en un almacén que aunaba frutas y tiras de pescado seco con artículos de jardinería y de supervivencia, por ejemplo, mientras el dueño nos contaba sobre la vida en aquel lugar.

Si el frío y la lluvia nos agarrotaban, nos acercábamos a alguna granja que se vislumbrara en medio del campo, como la de Hvammur, en donde encontramos techo con un campesino hospitalario que había sido maestro de órgano en Lübeck, Alemania, y a su regreso, además de ocuparse del ganado, instalaba redes de internet entre las granjas. Ahora, Sverrir Gudmundsson era feliz tocando el órgano en la misma ermita de madera que su abuelo. Junto a ella, ilegibles, yacían unas runas labradas en piedra.

Sin duda, esa Islandia nos la habríamos pasado de largo en caso de ir motorizados. Cada dificultad nos explicaba mejor aquel paisaje. Aquellos campesinos nunca se extrañaban por nosotros, y en un pacto tácito, ellos tampoco preguntaban por qué habíamos llegado hasta allí.

Soberanía, orgullo y crisis
A la mitad del viaje, Jónbjört Aðalsteinsdóttir detuvo su Suzuki y preguntó si íbamos a Seyðisfjörður. Estábamos a la afueras de Egilsstaðir, al este del país. Seyðisfjörður, encajado al inicio de un fiordo, quedaba fuera de la Ruta 1 y suponía dos días extra de pedaleo. Decidimos dejar las bicis y probar la naturalidad con que los islandeses hacen autostop.  Jónbjört, que lucía el pelo cano, tenía 70 años. “Siempre que puedo llevar a algún viajero lo hago”, dijo mientras remontaba las rampas hacia las primeras nieves. “Vivo en la casa más bonita del pueblo más bonito del país”.

Al conocer las antiguas casas de pescadores, y en particular ésa de tejados de doble ala y paredes de chapa ondulada pintadas de azul, pensamos que ambas cosas podían ser perfectamente ciertas. Jónbjört no tenía que justificar su despreocupación ni su felicidad. Sólo nosotros tuvimos que buscar algunos datos sobre la inseguridad: Islandia es el tercer país con índice Gini más bajo, esto es, el tercero más igualitario del mundo. Según la onu, en 2009, mientras Brasil sumaba 43 909 homicidios, Islandia había registrado 1.

Antes de descender al fiordo, en torno a los 1000 metros, nos cruzamos con una buena caravana de vehículos y cicloturistas que debían estar alucinando al encontrar manchas de hielo y nieve en pleno julio. En ese fiordo, en uno de los capítulos periféricos de la Segunda Guerra Mundial, la armada nazi hundió el acorazado inglés El Grillo. Hoy, sus aguas profundas sirven para que fondee el ferry que una vez por semana trae turistas con caravanas y bicicletas desde Dinamarca. En el pueblo de 600 habitantes acababa de cerrarse la última planta de pescado. En cambio, la derrama económica llegaba con el ferry.

La crisis financiera islandesa nos la ilustró un mecánico de nombre Valdi. En su taller mecánico 250 vehículos oxidados en distinto grado se apilaban unos sobre otros. Ninguno parecía tener menos de 30 años y su disposición resaltaba el esplendor de cada ruina. Había Willy’s de los años 40, Land Rover, Austin y montones de chatarra coronados por motos de nieve desahuciadas. Valdi no hablaba buen inglés y nos quedó claro que el mensaje era para sus conciudadanos. Aquello tenía que ver con la inflación, que para Valdi era el germen de la crisis de 2008, aún palpable. Nos lo explicó todo Magnús Pálsson, un maestro de economía de Reykjavik que pasaba por allí y había quedado absorto.

“La tendencia de los islandeses es gastar más de lo que ganamos. Tras la Segunda Guerra Mundial la riqueza del país creció enormemente y la gente estaba ávida de comprar bienes después de tantos años de carencias. Así que las causas de la inflación fueron tanto psicológicas como económicas”, nos dijo.

Cuando alguien quería aportar su vejestorio, Valdi iba con su grúa a recoger la donación. Cuando algún propietario de antiguallas restauradas le pedía un recambio de entre su fierro viejo, él decía que su “colección” no estaba en venta. Sobre uno que otro de esos cadáveres, con o sin ruedas, había un texto en islandés con una historia más o menos chusca sobre él. Tras la crisis se culpó a los bancos en quiebra y se decidió que no serían rescatados, pero Valdi ironizaba con el derroche de los islandeses en su condición de nuevos ricos. Señalaba especialmente a los políticos y al clero. A su isla parecían no sentarle bien los cambios demasiado bruscos, y él no se resignaba a que perdieran esa cualidad tan secular, la de ser austeros.

En esos días, el debate nacional se centraba en Kárahnjúkar, o la construcción de una represa para una planta estadounidense de aluminio en el noreste. En un documental sobre la crisis, una mujer que había perdido la casa decía que soberanía no era que Islandia dejara de pertenecer a corporaciones extranjeras para pertenecer a corporaciones locales. El respeto a la naturaleza no sólo era el principal reclamo del turismo, esa otra fuente de riqueza inestimable, sino de la esencia nacional.

Una levedad contagiosa
De camino a Mývatn, un lago salpicado de conos volcánicos y rodeado de manantiales calientes, rebasamos a Jan, un sesentón danés. Jan había perdido a su mujer en el último año y pedaleaba Islandia con la bici de ella y un motorcito acoplado. Al otro día fue Jenny, pintora itinerante según rezaba su tarjeta, que recorría la Ring Road arrastrando un carrito lleno de ropa, comida vegetariana, libros y una sillita plegable para leer mejor. Antes nos había rebasado Carlos, un expublicista y cartero en bici de la Sierra de Madrid que había seguido los consejos de su hijo: tomó ‘la libre’ y atravesó los campos de lava por fuera del asfalto. También hablamos con viajeros que bajaban de coches o autobuses. Aunque se sabían más veloces y más secos, varios dijeron que repetirían con bici.

A lo largo del país, casas particulares se han convertido en museos inverosímiles, los supermercados tienen secciones desproporcionadas de crochet y la producción de música y literatura per cápita, igual que sus 40 libros leídos al año, abruman. El entorno ayuda a recoger el alma. Thórbergur Thórdarson, Einar Benediktsson o Halldór Laxness —Nobel en 1955— mostraron desde el ensayo, la poesía o la novela amplios conocimientos de historia, fauna y flora. Se impregnaron de las sagas, demostraron interés y compromiso por la conservación del islandés y adoptaron o polemizaron con las nuevas ideas que llegaban de ultramar. Cuando se sumaron a mentes sensibles y talento literario, la naturaleza y la herencia mística de las sagas propiciaron una serie de historias cotidianas que alguien comenzó a llamar realismo mágico islandés. Borges estaba obsesionado por las sagas. Entre los que admiraban a Laxness también había un tal Juan Rulfo.

Actualmente triunfa la novela negra y policial, se escribe sobre noches locas en Reykjavik y, puertas adentro, se ensaya sobre los sucesos de los últimos años. Tal vez harto del lirismo que los hizo trascender, Jónsi Birgisson, cantante de Sigur Rós, siempre dice que ellos hacen heavy metal. Deshacerse del paisaje no resulta fácil.

A pesar de que las sagas no son muy contemplativas, narran sobre Vinland —en la costa canadiense— cinco siglos antes de Colón; también son fáciles de rastrear masacres perpetradas por piratas argelinos o visitas de balleneros vascos y noruegos. A escasos 1000 metros de la tumba de Howell, una columna de basalto recuerda el 21 de agosto de 1238 y sitúa Örlygsstaðir en medio de la nada; escenario de la batalla más mortífera de su historia, en la que lucharon clanes afines y contrarios a un rey noruego y hubo cerca de 50 muertos. La historia parece una intrincada disputa familiar que sucedió ayer. Cosas de ser pocos, allí murió el hermano o tío, según fuentes, de Snorri Sturluson, el jurista y poeta guerrero que escribió la Edda Menor o Heimskringla.

Igual que genetistas, biólogos o geólogos, los lingüistas tienen allí un libro abierto. El islandés sigue casi intacto desde el medievo y ocho siglos después aún se lee a Sturluson. Y resultó que él y luego Howell habían documentado a pobladores muy cercanos. A nosotros el paisaje nos engullía a cada golpe de pedal. Sabíamos que lo que no nos contaran o leyéramos en las sagas debíamos preguntárselo a las piedras.

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