Riviera Maya, el regreso al origen

La costa mexicana que recibe al 40% del turismo nacional, aún tiene rincones sin explorar. Nos aventuramos a sitios alejados del turismo

18 Jul 2019

Con nuevos empresarios y artistas, se renueva para mostrarnos su lado más puro, lejos de los resorts all inclusive y los spring breakers. Un paseo por sus playas nos muestra que pronto, Quintana Roo podría ser el vórtice de las nuevas tendencias para viajeros.

 

Habrá personas para quienes la playa sea sinónimo de fiesta y buen bronceado, habrá quienes sólo buscan un poco de tranquilidad. El rápido desarrollo turístico de Quintana Roo ha convertido a la Riviera Maya en un destino obligado para todos los mercados. Con dos aeropuertos internacionales y el anuncio de un tercero, este estado caribeño ha acaparado las miradas y las inversiones de aerolíneas y hoteleros, que no siempre hacen planes para un futuro sostenible.

 

Ante la explosión de grandes cadenas de hoteles y ofertas de todo incluido, más de cuatro millones de personas llegan cada año a disfrutar de su mar turquesa y su arena blanca, a precios medianamente accesibles. Para quienes buscan huir del ruido y las multitudes es cada vez más difícil encontrar opciones que no signifiquen grandes gastos, o la certeza de que el entorno recibe un alto impacto ambiental. Pero el tesoro maya es tan grande, que aún tiene mucho que mostrarnos y aún podemos conocerlo sin destruir su legado.

 

Los encantos de la selva

Entrar a la reserva de Sian Ka’an es viajar en el tiempo. Aquí no hay internet ni señal telefónica, la luz eléctrica es escasa y no hay tal cosa como el aire acondicionado. Estás solo frente a la naturaleza y sus sofocantes 38 grados de temperatura, sin defensa contra los mosquitos que son inmunes a los repelentes. El primer golpe es el calor y el segundo, fulminante, es el silencio. Éste es un mundo aparte, un mundo raro.

 

Aunque parte de la reserva está en Tulum, es mucho más sencillo llegar desde Playa del Carmen por la carretera 307. Aquí el camino es más o menos recto y pavimentado, a diferencia de la segunda entrada por la carretera 109, que es de más fácil acceso para los turistas, pero el camino se ha convertido en un sinuoso lodazal gracias al constante paso de los jeeps “safaris”, que prometen una “experiencia extrema”.

 

En 40 minutos estamos en Muyil, una antigua ciudad maya donde alguna vez vivieron 50 mil personas. Hoy no quedan rastros del bullicio de lo que un día fue una zona comercial y de tránsito. Hay una estructura que, creen, fue una aduana. Mantiene sus bloques, sus líneas rectas y algunos vestigios de color en sus muros. En ochocientos años, estas ruinas se han mantenido de pie sin la intervención de arqueólogos ni instituciones que hayan reconstruido su pasado. Apenas han sido catalogadas por el inah, pero están muy lejos de ser un atractivo turístico como Chichén Itzá o Tulum.

 

Aquel día, el fotógrafo y yo éramos los únicos visitantes. Sólo escuchábamos la voz de nuestro guía, Antonio Caamal, un hombre maya que ha memorizado la historia de su pueblo, los relatos de sus abuelos y un sinfín de anécdotas que ha vivido en sus años de trabajar con Community Tours Sian Ka’an, la asociación civil que organiza estos paseos sin jeeps, sin refreshments, ni traductor al inglés.

 

Sus largos paseos por la selva no sólo lo han preparado para ser un buen guía en medio de ese laberinto verde de amenazas constantes. También le han permitido comunicarse con su entorno y comprender la naturaleza, en un nivel tan profundo que quizá ningún viajero pueda experimentarlo jamás.

 

Cuando sus relatos se detienen, el silencio sólo se rompe por extraños gemidos o el movimiento de las plantas que parecen ser parte de la producción de una película de terror. Cuando nos sorprende cruzando miradas, temerosos de lo que podría esperarnos entre la espesa vegetación, nos explica que los árboles chocan entre sí jalados por el viento y emiten sonidos que él mismo ha confundido alguna vez con un animal herido. Toño puede identificar el tipo de árboles que nos erizan la piel con sus ruidos, la clase de aves que nos rodean y dejan caer alguna pluma, los sonidos de insectos y la distancia que nos separa de un jaguar al escuchar su rugido. Conoce los venenos y los antídotos, las leyendas y los hechos históricos, un poco de arqueología y otro tanto de medicina.

 

Sian Ka’an significa “donde nace el cielo”. Es la tercera reserva ecológica más grande del país, y en sus 650 mil hectáreas de terreno concentra al menos nueve ecosistemas distintos. Si pasáramos tres días enteros con Toño, apenas podríamos conocer el cincuenta por ciento de lo que ha sido explorado. Tiene 365 especies de aves distintas y 2661 variedades de fauna. O al menos esos han contado. La selva aún guarda muchos secretos.

 

Seguimos el recorrido por el sacbé o camino blanco, unos senderos hechos de estuco y cal que son visibles aún de noche, construidos por los mayas para conectar plazas y templos. Entre los cantos de los pájaros y las historias de aluxes, los duendes guardianes, llegamos a El Castillo, el edificio más vistoso y mejor conservado de la zona. En algunas esquinas se ve la humedad devorando sus restos y plantas pequeñas que surgen de entre las grietas. No se sabe exactamente cuál era su función dentro de esta civilización, pero sí saben que hay un montículo dentro que conserva piedras preciosas y osamentas que no han podido ser retiradas sin que todos los cimientos se derrumben.

 

No hay nadie alrededor que vigile a los visitantes e impida que suban por la empinada escalinata hasta la cima. Podríamos asomarnos, tratar de subir y hasta intentar entrar al montículo de los tesoros, pero Toño nos pide no hacerlo, por respeto a los muertos.

 

Después de caminar entre manglares en un muelle construido hace un par de años por las autoridades locales, llegamos a la orilla de la laguna Chunyaxche y subimos a una pequeña lancha. Mucho se ha dicho y escrito sobre los colores turquesa y la claridad del agua en la Riviera Maya, sobre sus azules intensos que se juntan con el cielo o los suaves verdes que confunden las plantas con el agua dulce, pero nada te prepara para sumergirte por los canales que bien podrían ser el camino al paraíso. Después de una pequeña pausa por un último montículo arqueológico, nos pusimos un chaleco salvavidas y, literalmente, nos dejamos llevar. El recorrido por el canal dura 40 minutos flotando, o una eternidad, que aquí es lo mismo. La corriente hacia el mar es suave pero con la fuerza necesaria. El agua es tibia, el sol intenso y el único acompañante es el sonido de las aves y el viento. Entonces lo supimos, aquí tiene que ser el lugar donde nació el cielo.

 

Un lugar para escapar

De regreso a Playa del Carmen, donde nos hospedábamos, el paso por la zona arqueológica de Tulum era obligado. El centro político y religioso de los mayas es atractivo no sólo porque muchas estructuras han sido reconstruidas y puede verse, además de las piedras invadidas por las hierbas, una espectacular vista del Mar del Caribe. Cada año, un millón de personas vienen de todo el mundo a visitar este lugar. Muchos más que los 10 mil que suelen viajar a Muyil.

 

Aquí hay algunas iguanas que, como otros animales, se han acostumbrado a la presencia constante del ser humano. Algunos no han tenido más opción que aceptarnos, como los pequeños cangrejos que caminan por las escalinatas utilizando una corcholata como caparazón.

 

La configuración del espacio y los caminitos que recorren las ruinas, recuerdan más a un campo de golf que a una zona arqueológica. El llanto de los niños supera en decibeles al canto de las aves y aún en temporada baja, cada día llegan cinco mil personas que hablan idiomas distintos, como si los mayas involuntariamente hubieran construido una torre de babel.

 

Pero el encanto de Tulum está lejos de aquí, de los grandes grupos de turistas y los resorts que con los años se han ido comiendo a la selva caribeña. Esa constante destrucción de áreas verdes y el desequilibrio entre el desarrollo local y el crecimiento económico de los inversionistas extranjeros, han inspirado a chefs, a artistas y hasta a hoteleros a ofrecer otras alternativas más naturales y sustentables para los viajeros.

 

Basta recorrer los primeros diez kilómetros de la carretera Tulum- Boca Paila para conocer estas nuevas ofertas con servicio personalizado y la garantía de que nunca podrás estar más cerca de la naturaleza.

 

En nuestra primera parada, Everardo Tejeda nos mostró Posada Margherita, un hotel boutique y restaurante, famoso por la calidez de sus empleados y el sabor de sus pastas artesanales. Aquí todos están relacionados de alguna manera, son hijos, son hermanos, cuñados o primos. Sí son una gran familia, y no lo dicen por hacer buen marketing. “Aquí todos hacemos todo, todos aprendemos de todos y todos trabajamos por todos. No hay jerarquías más que las obvias”, dice el gerente que siempre explica a sus huéspedes los detalles de su menú, y las ventajas de vivir con simpleza. Y es que en sus ocho habitaciones no hay internet ni aire acondicionado, todas están decoradas de forma rústica y con artesanías de Yucatán y Oaxaca. El restaurante tiene vista al mar y cuenta con varios camastros para descansar, pero nunca dan servicio en la playa. “Corremos el riesgo de que se ensucie nuestra costa. Tenemos un gran respeto por la naturaleza, por el espacio en el que tenemos oportunidad de establecernos; y queremos que nuestros huéspedes también asuman esa filosofía, al menos mientras están con nosotros”, dice.

 

Everardo nos explica los detalles del menú, mientras vemos a lo lejos al chef que está tirado en la arena tomando el sol. Según dice, todos toman turnos para poder ir a la playa a relajarse cuando no es temporada alta. Aún con esas comodidades, Everardo ha intentado dos veces regresar a su natal Guadalajara. No ha podido. “Llevo unos días en la ciudad y me siento mal, ya no puedo con ese ritmo de vida. Aquí hay tranquilidad y a veces eso es lo único que se necesita”, dice.

 

La Posada lleva ocho años funcionando y muchos visitantes vienen sólo a probar sus pastas. Todas están hechas por ellos al momento, y son preparadas siempre con productos locales y frescos. Los resorts, hasta ahora, no han sido una amenaza ni les han quitado clientes. Aquí piensan en otro tipo de viajeros que están dispuestos a lidiar con el calor con tal de ver el mar todas las mañanas, que pueden dejar de fumar en la arena para conservar el lugar y no necesitan un menú de más de ocho platillos.

 

“A Tulum se viene a descansar, a olvidarse del mundo y volver a empezar”, dice, “aquí recibimos a los de Nueva York o Chicago que ya no pueden con el estrés de la ciudad. Los de Texas se quedan en los resorts porque lo que buscan es otra cosa, pero eventualmente todos empiezan a buscar cosas pequeñas, sencillas, todos buscan regresar al origen. Y aquí los vamos a esperar”.

 

Ya que estábamos en la zona no podíamos dejar de visitar Hartwood, el restaurante del neoyorquino Eric Werner, que abrió en 2010 pero en los últimos meses se ha convertido en un acontecimiento culinario que nadie puede perderse.

 

Él y su esposa llegaron en 2009 y quedaron maravillados por el entorno. Su cocina, dice, es su forma de contribuir a la conservación de la zona, sus tradiciones y sus sabores. Aquí nada se prepara con gas, todo está hecho en hornos de leña; los muebles no son otra cosa que mesas de picnic y, a diferencia de los resorts e igual que La Posada Margherita, sus ingredientes no vienen de grandes camiones de Sam´s Club, sino de un mercado en el pueblo de Oxkutzcab, en Yucatán.

 

Eric es reservado y admite que no le gustan las entrevistas ni la publicidad, prefiere las recomendaciones de boca en boca. Entre los clientes satisfechos y reseñas en publicaciones como The New York Times, su restaurante se ha convertido en el más popular de la zona y a veces hay que esperar hasta tres horas por una mesa. Este día, Javier, el fotógrafo, y yo, tuvimos suerte. Logramos hablar con él, tomar fotos del lugar y de sus renuentes chefs y meseros que, aparentemente, tampoco disfrutan de la presencia de periodistas. No tuvimos que esperar para poder sentarnos en una barra para cuatro personas y tuvimos la oportunidad de comer empanadas de papaya. No supimos si la fruta estaba por dentro o por fuera, pero sabíamos que estaba ahí, su sabor la delataba.

 

El chef y dueño de este lugar nunca ha intentado hacer comida mexicana, pero sí explotar al máximo los ingredientes que sólo aquí pueden encontrarse. “Tulum es un lugar para crear”, dice, “todos los días me inspiran sus colores, sus frutos y ésa es la única regla en mi cocina, trabajamos con lo que está aquí, con lo que la naturaleza nos ha dado”.

 

Si le pedimos que identifique las razones por las que eligió la Riviera Maya para quedarse, a Eric le toma un poco de tiempo. Primero dice que es el azul del mar, después el del cielo, luego el calor de la gente y la tranquilidad de su silencio, pero después se cansa de intentarlo y dice simplemente que uno llega a Tulum buscando algo aunque no sepa qué es, y lo encuentra, aunque tampoco sepa que ya lo encontró. Para entonces ya es necesario vivir aquí. “Es como si el lugar te atrapara de la forma más hermosa”, dice.

 

El otro lado de la playa

Otra de las costas que se ha desarrollado a velocidades récord, es Playa del Carmen. La ventaja de instalarse aquí es que el resto de la Riviera queda a menos de tres horas y es fácil explorar otros sitios rentando un auto. La desventaja es que ha predominado el turismo de resorts y spring breakers. Losbeach clubs están siempre saturados y la paz que puede encontrarse en el azul del mar, se rompe de inmediato con la música electrónica, el bullicio y las latas de cervezas que ruedan por la arena.

 

La Quinta Avenida y sus alrededores se han convertido en un pasaje de luces de neón, colores irritantes, mariachis desentonados, margaritas insípidas y cazadores de turistas extranjeros, esos que con un inglés atropellado venden tours con barra libre al doble del precio que ofrecen a los mexicanos.

 

Aunque podría parecer una sucursal de Acapulco en fin de semana, esta playa aún tiene cosas que ofrecer y nuevos proyectos hoteleros que buscan más que embrutecer a sus visitantes con cervezas heladas.

 

Alexis Schärer, por ejemplo, llegó aquí hace siete años. Junto con su esposa crearon un nuevo concepto de hotelería: La Semilla. Sus ocho cuartos fueron diseñados por Angie Rodríguez, utilizando muebles restaurados y antigüedades compradas en bazares. Sólo ofrecen el desayuno y la cocina permanece cerrada el resto del día, pero con ese desayuno basta para aguantar toda la mañana. Todo se cocina al momento, utilizando frutas orgánicas, pan hecho en casa, granola tostada en leña y mermelada artesanal.

 

El número limitado de huéspedes permite que la atención de los dueños sea directa y cada detalle sea muy cuidado, desde los dulces que dejan por las noches en la almohada, hasta las semillas que regalan al hacer check-out.

 

“A veces se necesita regresar a la simplicidad de lo que te da la vida. De ahí elegimos el nombre del hotel. La Semilla es el inicio”, dice el hotelero que es mitad suizo y mitad peruano, “Hacemos énfasis en la raíz, en los cimientos, saber siempre de dónde vienes, regresar al origen”.

 

El hotel está pensado para quienes quieren explorar la zona, recorrerla en bicicleta y no pasar demasiado tiempo en su habitación. Con esto buscan desencadenar el crecimiento económico de los locales, pues los viajeros no se quedan en un sólo sitio. Lo que buscan, dicen, es el equilibrio. “Soy fiel creyente de los hoteles boutique”, dice Alexis, “los resorts destruyen un destino porque no existe un balance. La cantidad de cuartos disponibles rebasa la propia demanda, las necesidades de un destino. Los all inclusive impiden que los turistas gasten en otros locales y la economía de la gente de aquí no crece al mismo ritmo. Queremos contribuir a revertir ese proceso”.

 

Otro de los lugares que busca promover el consumo de productos locales y de alta calidad, es Maíz de Mar, uno de los restaurantes del afamado chef Enrique Olvera. El encargado solía ser el repostero de Pujol, y desde que estaba en el Distrito Federal comenzaron a hacer las pruebas del menú que, acordaron, no usaría ingredientes que tuvieran que trasladarse de otros estados, sólo comprarían a productores locales y a un precio justo.

 

Abisai Sánchez, el chef principal, nació en Michoacán y después de haber trabajado en Yucatán se prometió a sí mismo no volver a trabajar en la playa, pero no pudo resistir la tentación de la Riviera Maya. Sus platillos están inspirados en los sabores tradicionales de la costa, pero con el toque especial que distingue a Olvera. “Queremos apelar al recuerdo, a la memoria de los sentidos, y darle un nuevo significado”, dice. Y sí, su aguachile de pulpo no se parece en nada a los aguachiles tradicionales, pues está bañado en ceniza de habanero que tiene un color oscuro como el de la tinta, aunque hay algo en su sabor que recuerda al platillo de siempre pero con tonos distintos.

 

Abisai cuenta orgulloso que desde hace un año que abrieron, su menú ha sufrido algunos cambios, más por una conciencia ecológica que por el interés gourmet. “Lo principal es que siempre buscamos el equilibrio con nuestro entorno. No desperdiciamos ni sobreexplotamos los recursos, y si hay que hacer todo un menú nuevo para respetar a la naturaleza, pues lo hacemos”, dice.

 

Volver a la vida

A poco más de una hora de nuestra “base” está Punta Laguna, otro de esos escasos rincones que no han sido explotados y aún es posible conocer la selva en sus formas más sencillas. Gracias a la organización Corazón y Vida Maya, las cooperativas locales han podido organizar algunos tours con guías del pueblo. Existen varias rutas para disfrutar de actividades como senderismo, buceo, ciclismo entre serpientes (sí, entre serpientes) y otras.

 

Nuestro camino empezó entre hormigueros, insistentes mosquitos y árboles que sólo podíamos ver pero nunca tocar, debido a lo venenoso de su resina. Augusto, nuestro guía, forma parte de un grupo de biólogos asentados en la región para el estudio de la fauna.

 

Con toda una vida caminando entre la selva, ha logrado familiarizarse con los 300 monos araña que viven en la zona. Mientras lo seguíamos, hacía ruidos con sus labios y sus manos para atraerlos, pero no funcionó durante un rato. De pronto, nuestra conversación fue interrumpida por el ruido de unas ramas en movimiento. Detrás, se alcanzaba a ver una sombra que saltaba entre el follaje. Era Verónica, uno de los 30 monos a los que Augusto ha estudiado, con tanto detenimiento que ya les ha puesto nombres a todos.

 

Conforme fuimos caminando, las sombras eran cada vez más y más cercanas, hasta que los tuvimos a unos cuantos metros de distancia. Ahí estaban, en su hábitat natural, sin barrotes ni entrenadores, una familia de monos que nos miraban sorprendidos. Sus rostros eran tan familiares y tan lejanos a nosotros y sus manos tan parecidas a las nuestras que de vez en cuando podían lanzarnos frutos. Verlos saltar entre las ramas, alimentarse y cuidarse entre ellos, es como ser testigo de otro tiempo, de una época en la que el mundo apenas empezaba.

 

Si los cenotes son también vestigios de ese pasado, el de Punta Laguna recoge más historia que ningún otro. Para entrar es necesario atarse de la cintura y sumergirse en una cueva. El golpe del agua helada es la única señal de que has llegado, hasta que se enciende el único foco instalado. Entonces es posible ver la superficie cristalina, los rayos del sol que se cuelan y dejan ver las piedras del fondo, y los numerosos peces gato que nadan sin temor entre tus pies.

 

Aquí, otro de nuestros guías, Octavio Yaah, nos cuenta de los restos arqueológicos que han encontrado a siete metros de profundidad. Hasta ahora hallaron más de 120 osamentas incrustadas en los muros de esta cueva. No es posible sacarlas por completo pues se romperían, pero los especialistas han tomado muestras para su estudio. Aunque actualmente los cenotes son centros turísticos y de abastecimiento de agua, para los mayas eran entradas a Xibalbá, el mundo de los muertos, por lo que es posible que hayan sido usadas como cámaras funerarias.

 

Aquél día, Octavio, Javier y yo, pudimos ver todo menos la muerte. Aquí la vida se respira y se siente con el agua transparente, con las aves azules y los murciélagos que revolotean, los monos araña que trepan los árboles y los pequeños ruidos de los insectos. Éste no parece el sitio donde empieza la muerte, sino donde despierta la vida.

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