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Un castillo medieval en Valle de Bravo que a la vez es club de vela

Encantador, extraño y a la vez familiar, el Club de Vela Santa María de Valle de Bravo renta veleros y cuartos por Airbnb y promociona los deportes sustentables.

POR: Milagros Belgrano Rawson

Además de convertirse en la serie en habla no inglesa de Netflix más vista del planeta, ¿Quién mató a Sara? volvió a poner en el mapa, al menos en algunos capítulos, a Valle de Bravo como destino turístico. En la serie dramática, no faltan los guiños a esta ciudad del Estado de México como la elegida por los capitalinos, que se encierran en sus casas para pasar los fines de semana, sin contacto con la comunidad local ni el entorno. Pero se agradece que esta población recostada sobre el lago Avándaro vuelva a ser mencionada como un centro de práctica de deportes náuticos. Pocos parecen recordar que aunque tiene varios clubes de vela, el más encantador es el Santa María, bautizado así por la iglesia de Santa María, ubicada a cien metros y también el corazón de la colonia del mismo nombre. 

“Hay que estar loco para construir algo así”, admite el comodoro del club, Francisco, que viste siempre de blanco igual que su mujer, Luz Elena. Sin embargo, él mismo mandó a construir este castillo que hoy parece un patchwork de materiales —una parte en ladrillo, otra de piedra y algo de cemento— pero no deja de impactar. Algún cinéfilo recordará escenas de El resplandor cuando se pasa por el comedor. Y tal vez sienta lo mismo en la gran sala que funge de lobby, en la parte delantera del castillo. 

Desayuno en Valle de Bravo

 

En 1980 empezaron las obras y el club de vela se inauguró en 1982. La arquitectura es de Octavio Velasco, arquitecto del restaurante Saks de Tlalpan y conocido por sus diseños de estilo medieval. Claro que para erigir este edificio “tuvo que negociar con mi padre, quien quería ventanas en las habitaciones: no todo podía ser troneras con arco”, cuenta Sat Tara, hijo del comodoro y a su vez vicecomodoro, y quien administra las habitaciones que el club renta a socios y turistas.

El club dispone de 14 habitaciones, algunas de ellas con vista al jardín y al lago. Para pernoctar en ellas —una semana como máximo— tienen prioridad los socios. Si quieren dormir en el club, tienen un precio preferencial. Quienes pagan tarifa completa son los no socios, que a través de Airbnb pueden reservar una habitación con desayuno incluido. Este se sirve en la terraza con vista al lago o en el salón comedor. E incluye flores frescas en la mesa, café humeante, mermelada de chabacano casera y, por un costo extra, huevos benedictinos con bisquets hechos en casa. Hay también una alberca climatizada y techada, con un jacuzzi, que es frecuentado por un matrimonio y sus hijos de la zona, que solo se hicieron socios para poder nadar allí. Por supuesto, los socios y cualquiera que haya pagado por una habitación, tienen derecho a utilizarla a sus anchas.

Detox digital y veleros

 

La decoración de los cuartos es rústica, pero agradable. Y la novedad es que desde hace una semana tienen WIFI de alta velocidad. Quienes impulsan el “detox digital” no lo verán con buenos ojos, pero agradecerán que gracias a Sat Tara, las habitaciones se encuentran aún vírgenes de pantallas. “La TV que tengo es de mi mujer y nunca la veo. Hace 40 años que los húespedes piden tele, pero nos hemos negado”, dice Francisco —se llama como su padre—, que adoptó un turbante en la cabeza y el nombre Sat Sara cuando empezó a practicar yoga kundalini. También es navegante y juez en regatas, labor que antes de la pandemia lo tenía viajando por todo el mundo. 

Militante de las actividades náuticas no contaminantes, Sat Tara aboga por el remo, la navegación a vela, el SUP —stand up paddle, un híbrido entre remoto y surf— o el windsurf, que se pueden practicar en el club Santa María  en un velero en el que entran tres o cuatro personas, con tripulante incluido.

En el club se pueden rentar lanchas a motor, pero no es lo que más le gusta al comodoro. Ni al vice, quien navega un velero J.24, que heredó de un socio que dejó de pagar la mensualidad. Para los que recién aprenden a timonear un velero, recomienda el Ventura 21, “fácil de tripular, es como una vaca con velas” y que se renta también en el club. Y para los menores, el optimist, pequeña embarcación a vela. En cuanto a las clases, acaban de lanzar un curso de iniciación a la vela de diez sesiones prácticas y teóricas.

Una ciudad sin llenadera

 

Cuando el agua de la presa sube, “me quedo sin mi hermoso jardín”, dice su padre, cuando se le pregunta sobre la sequía que sufre la zona desde hace unos años. Está claro que él preferiría que el lago recuperara el 60 % de agua que le falta y quedarse sin su vergel, que en caso de marea alta tendría que albergar los cascos de los barcos quedan “en tierra” —cuando no están en las amarras—. “Se dice que hay ranchos de gente que riega sus campos de golf y ríos privados con el embalse, pero yo creo que el problema es una ciudad de 20 millones de habitantes que no tiene llenadera: la Ciudad de México”, dice Sat Tara. Me recuerda que el lago artificial aporta el 25 % del agua que se consume en la megalópolis, el mismo porcentaje —otro 25 %— que se pierde en fugas y coladeras. Su pesadilla es que los 400 metros que hoy separan al jardín del muelle se multipliquen en pocos años. “Ni modo, nos convertiremos en club de cricket”, dice con una media sonrisa. El tema no le causa gracia, pero tampoco le quita el sueño. “Debo arreglar el boiler”, avisa en tono Zen antes de concluir nuestra plática. 

 
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