Tres rutas gastronómicas por Lima
Opciones para los viajeros de espíritu aventurero dispuestos a saborear la culinaria peruana.
POR: Redacción Travesías
Hace unos años, una década y poco más, invitar a un amigo a comer en un mercado o en una carretilla (como se llama a los puestos callejeros) en Lima podía provocar desde una sonrisa incrédula hasta una respuesta indignada. Almorzar en uno de esos lugares era para muchos limeños de clase media una temeridad, un riesgo innecesario para la salud que sólo cometían por pobres, los obreros, los choferes de combis y, en fin, los vecinos de los barrios populares. Como mucho, la aventura podía justificarse por el hallazgo de un nuevo puesto de ceviches que había que visitar sí o sí. Pero aquella era una incursión a la que sólo se atrevían los valientes.
Los ‘huariques’ eran otra historia. Restaurantitos familiares, fondas, baratos pero de comida muy sabrosa eran, por lo general, un secreto que se transmitían de boca en boca los conocedores, sibaritas aficionados que siempre andaban a la búsqueda de nuevas experiencias culinarias. Para el resto de limeños, estaban los restaurantes convencionales, las pollerías, las cevicherías de toda la vida.
Tuvo que llegar Gastón Acurio con una cámara a grabarlos para su programa de televisión, a mediados de los 2000, para que el gran público descubriera esas carretillas, esos puestos de mercado y esos pequeños restaurantes en los que se podía comer tan bien. Si a él, que era un chef que había estudiado en Le Cordon Bleu de París y tenía un restaurante lujoso en Miraflores, le gustaban, había que probarlos.
Hoy, comer en mercados y en huariques no sólo es lo más normal del mundo sino que se diría que está muy bien visto. Todos los fines de semana, masas de limeños invaden los lugares “descubiertos” por Gastón y otros chefs y periodistas culinarios, ávidos por probar esa sazón de la que hablan tanto en la tele. Una oportunidad para poder visitarlos a todos juntos es Mistura, el importante festival gastronómico que se realiza todos los años en setiembre y donde, tarde o temprano, la mayoría de los huariques y carretillas hacen acto de presencia.
El viajero que llega hoy a Lima encuentra una ciudad reconciliada con su comida popular, orgullosa de sus cocineros de la calle. Con este panorama, le puede resultar tentador prescindir, por esta vez, de las sofisticaciones de los restaurantes de Miraflores y San Isidro –dejar para más adelante el lechón de 21 días de Central o el paiche con ají negro de Malabar– e internarse por tres rutas culinarias que lo llevarán a sendos barrios donde se puede comer rico, sano y barato.
Primera ruta: Surquillo
El hermano pobre del mesocrático barrio de Miraflores. En Surquillo hay dos mercados importantes –el Número 1 y el Número 2– en torno a ellos se mueve la culinaria local. En los últimos años, el Número 1 se ha convertido en lugar de peregrinación para chefs, estudiantes de gastronomía y turistas que vienen atraídos por las exquisiteces gourmet que aquí se venden. Aceitunas del Valle del Llauca (Arequipa), quesos de Azángaro (Puno), cancha (maíz tostado) de Cusco o pecanas acarameladas de Ica, por ejemplo. Sin mencionar las carnes, pescados, mariscos y hortalizas ni a las coloridas y perfumadas frutas que reciben al visitante nada más cruzar las puertas.
Detrás del Mercado Número 1 está la carretilla de ceviche de Marcos ‘Bam Bam’ Medrano. Aquí, por el equivalente a cinco dólares, se puede comer uno de los mejores ceviches de conchas negras de la ciudad. Las conchas negras son unos mariscos del norte del Perú, famosos por sus supuestas propiedades afrodisíacas y fortalecedoras de la potencia sexual. ‘Bam Bam’ lo sirve acompañado de chicharrón de calamar, camote, choclo y zarandajas (un tipo de judías típicas del norte). Es su platillo más solicitado.
‘Bam Bam’ es un tipo especial. Le gusta improvisar rimas para sus clientes mientras prepara sus ceviches. Su apodo –el del hijo fortachón de Los Picapiedra– viene de las épocas en las que practicaba artes marciales mixtas. El año pasado fue reclutado para participar en un reality conducido por Gastón Acurio para elegir al mejor cevichero de carretilla de la ciudad. Quedó segundo y se hizo muy popular. Esa popularidad le ha permitido alquilar un “localcito” frente a su carretilla, donde ha instalado una decena de mesas. Dice que si dios quiere abrirá un restaurante pronto.
A pocas calles de allí, en la cuadra 8 de la avenida Angamos Este, se encuentra Al Toke Pez, la barra de ceviche de Tomás Matsufuji, un pequeño local que todavía puede preciarse de ser un huarique: la comida es rica y barata, y el lugar es poco conocido (aunque está volviendose popular gracias a algunos entusiastas cronistas gastronómicos para quienes ‘Toshi’ Matsufuji es poco menos que un dios).
Como ‘Bam Bam, ‘Toshi’ prepara ceviches, jaleas y arroces con mariscos. Pero lo que le ha dado fama en el mundillo de los conocedores son sus sudados, sus parihuelas y, sobre todo, sus cachetes de pescado fritos con salsa de mariscos, delicia que cocina los jueves y viernes. Sólo trabaja con pesca del día. El precio de sus platos oscila entre los tres y los nueve dólares. Cuando le dicen que debería cobrar más, ‘Toshi’ se ríe. Más adelante, responde.
Cruzando la avenida Angamos, a unas cuadras de distancia, está el Mercado Número 2. Allí está Huerta Chinén, un puesto de comida criolla –seis puestos juntos en realidad– administrado por Angélica Chinén, probablemente una de las cocineras más amorosas de Lima. A los clientes nuevos los recibe con cariño y a los antiguos los conoce, los engríe y sabe, por ejemplo, a quiénes les gustan los guisos con mucho jugo o quiénes adoran la salsa criolla con mucho picante.
De lunes a viernes, doña Angélica ofrece un menú clásico –arroz con pollo, carapulcra, adobo de res, chanfainita, patita con maní o mondonguito– que cuesta menos de tres dólares. Los fines de semana se luce un poco más y prepara platillos regionales: rocoto relleno, ocopa o arroz con pato, cuyos precios no sobrepasan los siete dólares. Todos servidos en porciones generosas y como hechos en casa.
Cerca de allí, en la calle Los Negocios, en un barrio que hasta hace pocos años estaba repleto de talleres mecánicos y tiendas de autopartes, está La Cilindrada de Pedrito.
Su dueño, Pedro Peves, era mecánico y parrillero por afición. Hace 30 años descubrió que podía asar carnes dentro de un cilindro que había cortado por la mitad y que funcionaba como una mezcla de parrilla y horno. Durante años preparó allí pollos, pavos y cerdos para su familia, hasta que a fines de los noventa lo animaron a convertir la afición en negocio. De lunes a miércoles trabajaba en el taller y a partir del jueves sacaba los autos, ponía mesas y abría las puertas. El 2010 participó por primera vez en Mistura y causó sensación. El éxito lo convenció de cerrar el taller y dedicarse a sus carnes por completo. El plato estrella del local es el cerdo al cilindro, que se puede disfrutar por diez dólares. Pero hay que llegar temprano. A la hora del almuerzo, La Cilindrada de Pedrito está a reventar.
Segunda ruta: Lince
Es el distrito más pequeño de Lima –abarca apenas tres kilómetros cuadrados– pero eso no impide que sea pródigo en huariques y carretillas de culto. Algunos empleados y ejecutivos junior del colindante centro financiero de San Isidro suelen caer por aquí cuando prefieren pasar de las delicadezas del Valentino o el Symposium y saborear potajes más tradicionales y potentes.
Uno de los lugares con mayor encanto es el Superba. Un bar–restaurante, fundado en los años 40 por dos italianos, que conserva un aire añejo con sus manteles de cuadros en las mesas, su vieja caja registradora y sus botellas de 50 años de antigüedad en los mostradores. Por las noches suele ser frecuentado por periodistas, intelectuales y políticos. El novelista Alfredo Bryce Echenique es uno de sus clientes habituales, por ejemplo.
El Superba es un buen lugar para almorzar con contundencia. Uno puede servirse aquí una sopa criolla, un cau cau, una patita con maní o, si está realmente hambriento, un tacu tacu con empanizado. El tacu tacu es una mezcla de arroz y frijol canario aderezada con cebolla, ajo y ají amarillo, sobre la que se extiende un bistec empanizado de 200 gramos. Cuesta unos nueve dólares. Se recomienda acompañarlo siempre de un buen chilcano de pisco.
En la avenida Ignacio Merino, cerca del Mercado Lobatón, está la barra de ceviche de Ronald Abad. Este cajamarquino de 32 años participó en el reality en el que estuvo ‘Bam Bam’ Medrano. Y lo ganó. El sabor de su ceviche –el Mejor Ceviche de Carretilla de Lima– conquistó a Gastón Acurio y a su equipo de chefs. Su premio fue cambiarle la carretilla que tenía en una esquina del inseguro distrito de La Victoria por un local nuevo, equipado, decorado y con los papeles en regla en Lince, un barrio más apacible.
Cuando se lo preguntan, Ronald cuenta sin problemas los secretos que hacen delicioso su ceviche: a los ingredientes básicos –trozos de pescado, sal, limón y ají limo– él les agrega pimienta blanca, ajo licuado con apio, jugo de kion y caldo de cabeza de pescado mezclado con leche. El resultado es un plato que provoca adicción. ¿El precio? Menos de seis dólares. Pero eso sí, para disfrutarlo hay que tener paciencia: el local suele estar abarrotado desde el mediodía y en ocasiones hay que comer de pie en la vereda. Un sacrificio menor que vale la pena.
A una cuadra de la barra de Ronald está la carretilla de anticuchos de Doña Pochita. Los anticuchos son trozos de corazón de vaca aderezados con ají colorado, vinagre, ajo y chicha de jora, y atravesados por un palito de caña. Son parte de ese recetario que crearon los esclavos africanos en la Lima Virreinal, cuando tuvieron que aprender a cocinar las vísceras de animal que los amos les daban como sobras.
Desde las siete de la noche, colas de 15 a 20 personas se forman en dirección a la humeante plancha en la que Rosana Espíritu, Doña Pochita, fríe anticuchos y otras vísceras como mollejitas, pancita, choncholí, rachi y corazoncitos de pollo.
La plancha es amplia y potente así que la cola avanza rápido. Una porción de dos palitos de anticuchos cuesta unos cuatro dólares y un combo de anticuchos con mollejitas, pancita y rachi, aproximadamente cinco. Muchos de sus clientes llegan de otros distritos de Lima. Algunos le dicen que ya es hora de que consiga un local. Otros prefieren que se quede en la carretilla. Ese es su encanto, dicen.
A pocas calles de distancia, en la calle Bernardo Alcedo, está el Chulucanas. Al huarique administrado por la familia Abramonte siempre se dejan caer congresistas, jueces y políticos de todas las tendencias que vienen a rendirle culto a la exquisita comida de Piura, una importante región del norte del país. Los platillos de mayor demanda son el seco de cabrito con frijoles, el seco de chabelo, el majado de yuca y los tamalitos verdes. Pablo Abramonte todavía se emociona al recordar el día que, hace unos años, Anthony Bourdain llegó hasta su local para comer una porción de tamalitos verdes y un ceviche de mero. “¡Le encantaron!”, asegura.
Tercera ruta: Magdalena del Mar
Probablemente ningún otro mercado en Lima cobije tantos rincones culinarios juntos como el Mercado Magdalena del Mar. En este laberinto de pasajes y recodos, situado frente a la plaza principal del distrito, se puede encontrar comida de todas las regiones del país, de buena calidad y a precios económicos.
El Caserito, de Alberto Pérez Palma, es un puesto especializado en causas rellenas, uno de los platillos característicos de la cocina limeña; una especie de pequeño pastel hecho con papa, ají amarillo, mayonesa y limón, que puede ser relleno de pollo, carne, pescado, verduras o de prácticamente lo que sea. También vende papas rellenas, pero en lugar de ponerles carne molida, como lo hace todo el mundo, les mete bistec picado. Una delicia. El precio de la causa más sofisticada, rellena de langostinos, no supera los cuatro dólares. La papa rellena cuesta el equivalente a dos dólares.
Para los que buscan probar potajes de la Amazonía está Pura Selva. Con ese acento cantarín de los naturales del Oriente peruano, la señora Danny Villanueva ofrece platillos típicos como juanes de gallina, tacacho con cecina, inchicapi de gallina y patarashca de pescado de río. Cuando llegó al mercado, hace siete años, la mayoría de sus clientes eran paisanos de la selva que extrañaban la comida de su tierra, pero ahora la visitan limeños y gente de todas partes del país, atraídos por los elogios que Gastón y otros cocineros le han dedicado a su sazón.
Cerca de la puerta del mercado que da a la plaza se encuentran los dos puestos de Mi Juguito. Jugos de frutas y extractos en gustosas combinaciones, como el surtido de papaya, piña, manzana, plátano, betarraga (betabel)y fresa, o el súper especial, un batido que lleva plátano, fresas, huevos, leche, cerveza de malta, germen de trigo, polen, kiwicha (amaranto) y maca (tubérculo andino de gran riqueza proteínica). La familia Velásquez, propietaria de Mi Juguito, asegura que el súper especial –cuyo precio es de unos tres dólares– incrementa la fertilidad. “Le decimos el mellicero porque a una señora que lo tomaba siempre le hizo tener mellizos”, dice. Cierto o no, la juguería es muy concurrida, sobre todo por las mañanas.
En el mercado de Magdalena no faltan los puestos de ceviche –Travesura Marina es el más popular– ni de caldos –como El Gordito, con suculentos caldos de gallina y de pata de res–, ni tampoco los de frutos secos, insumos gourmet o de café,D’ Martín, por ejemplo, ofrece 28 tipos de granos tostados traídos de Amazonas, Piura, Cusco, Puno y Chanchamayo. En las inmediaciones se pueden disfrutar de los dulces de La Roja y Blanca –mazamorras, cremas volteadas, alfajores y suspiros a la limeña–, los helados artesanales de Speciale o las famosas causas rellenas con lomo saltado de Tradiciones, el huarique de José Verano, un joven cocinero que durante años trabajó en los restaurantes de Gastón Acurio.
Bonus: Cercado de Lima
Entre los edificios coloniales del Centro Histórico de la ciudad se esconden algunos establecimientos tradicionales que, sin ser exactamente huariques, merecen ser visitados por los viajeros que recorren estas calles. El Cordano es el más conocido; el legendario bar–restaurante fundado a inicios de siglo al lado del Palacio de Gobierno forma parte de la mayoría de los circuitos turísticos y alrededor de sus mesas desembarcan patotas de turistas que quieren probar sus “sánguches” de jamón del país y sus cocteles de pisco.
Pero hay otros espacios memorables que están ausentes de las guías. Uno de ellos es la Antigua Panadería Huérfanos, en la esquina de las calles Puno y Azángaro, cuyo centenario horno cocina hasta hoy los panes más sabrosos que se pueden comer en el Centro Histórico. La estrella de la casa es el pan dulce, que se prepara en Semana Santa, pero el resto del año se puede probar sus cachitos de mantequilla y de manjar, sus panes de camote o de ajonjolí, sus rosquitas, bizcochos, panetones y turrones de miel.
Huérfanos también es un restaurante que a la hora del almuerzo recibe a muchos de los jueces y abogados que laboran en las oficinas judiciales de las inmediaciones. Su especialidad son las pastas: ravioles, lasañas, canelones, espaguetis y ñoquis que se pueden acompañar con copas de vino o bebidas calientes. La familia Porcella, propietaria del lugar, apenas ha cambiado el mobiliario y la decoración con la que comenzó a funcionar la panadería, allá por 1904. Es un lugar detenido en el tiempo.
En la esquina de Huancavelica y Cailloma pervive la Bodega Sanguchería Carbone. Los dueños históricos, Antonio Briatore y su primo Jorge Arbocó, murieron hace algunos años y el local es administrado desde entonces por sus viudas, que se dividen la atención: una por las mañanas y la otra por las tardes.
El Carbone es ideal para detenerse un momento luego de un paseo entre las casonas e iglesias del Centro Histórico o poco antes de entrar a una función en el hermoso Teatro Municipal, a la vuelta de la esquina. Un café de Chanchamayo y un sánguche de jamón del país son energéticos y reparadores. Pero lo que hace especial a este establecimiento son algunos platillos que ha venido sirviendo ininterrumpidamente desde su apertura, en 1923: ensaladas de pallares y de garbanzos, patitas de cerdo en fiambre y “sánguches” de pejerrey arrebozado. Una carta de otros tiempos, casi una reliquia, un lujo que ya casi no se puede encontrar en ninguna otra parte de la ciudad.