Las delicadas patas de un pajarito cucuve merodean encima del techo de mi tienda. Su sincopado canto termina por despertarme. Son las 6:30 de la mañana. Los primeros rayos de sol se alcanzan a percibir a través de la lona color caqui, mientras la suave música instrumental que proviene del lodge de este singular hotel, armoniza con el hermoso entorno del lugar. Estoy en el Safari Camp Galápagos, que se asienta en la parte alta de la isla de Santa Cruz, una de las 16 que conforman el mítico archipiélago ecuatoriano.
Situado a mil kilómetros del litoral continental, sobre la línea equinoccial, las Islas Galápagos poseen una enorme fuerza de atracción. Y no sólo porque aquí se inspiró Charles Darwin –en su visita de 1835– para escribir la trascendente teoría de la evolución de las especies, sino porque se trata de un “laboratorio al aire libre” donde el hombre es el invasor de una naturaleza en estado puro.
Las Islas Galápagos representan un paraíso terrenal. Hay que vivirlo, pues resulta complicado explicarlo con palabras. Parafraseando a José Alfredo, aquí me siento como visitante de un “mundo raro”; un mundo que provoca una grata sensación de libertad con la presencia de las distintas especies que me salen al paso de la manera más inesperada. Recupero entonces mi capacidad de asombro y desciendo de ese engreído pedestal que nos hace creer a los humanos que debemos “reinar” por encima de todos los animales que hay en el planeta.
Es precisamente esta sensación la que justifica plenamente la intensa labor de conservación y protección que se realiza en Galápagos. Cada dólar que pagamos los turistas por entrar –la economía ecuatoriana se dolarizó en enero de 2000– contribuye a mantener vigente este fascinante rincón del planeta. Del territorio total del Parque Nacional sólo se puede visitar el tres por ciento, a fin de que la vida silvestre mantenga su condición autóctona con el menor impacto ambiental, y los animales sigan reinando a sus anchas, como lo han hecho desde que la furia de la tierra emergió del mar hace millones de años para dar forma a estas majestuosas islas del Océano Pacífico.
De existir otros muchos lugares con idéntica esencia, estoy seguro que la humanidad tendría más conciencia de la naturaleza y, por lo tanto, un porvenir más esperanzador. Galápagos alienta mi necesidad de conocimiento de la fauna y la flora del archipiélago; de sus formas y colores; de sus conductas y ciclos; de saber si son especies endémicas, nativas o “introducidas”, lo que genera un debate social –y quizá también introspectivo– que subyace en el imaginario colectivo de los 30 mil habitantes de esta provincia de Galápagos, que tiene un territorio de ocho mil kilómetros cuadrados.
Aquí la población está distribuida solamente en cinco islas: Santa Cruz (con unos 18 mil habitantes), San Cristóbal (donde está su capital, Puerto Baquerizo Moreno), Isabela, Baltra y Floreana, donde apenas vive una pequeña comunidad de 200 personas.
La vida en Galápagos no es fácil. El carácter volcánico de las islas complica la obtención de agua dulce. La tierra se “riega” en la temporada de lluvias que comienza en el mes de diciembre. Prueba de esta adversidad, su colonización cobró sentido al cabo de 300 años desde su descubrimiento, pues no había oro ni plata, la avariciosa obsesión de los conquistadores.
Se atribuye su descubrimiento a Fray Tomás de Berlanga, que se topó las islas de manera fortuita en 1535 arrastrado por una corriente que lo trajo desde Panamá. Pocos años más tarde, Diego de Rivadeneira arribó de manera similar y solicitó a Felipe II gobernarlas sin obtener respuesta a su ingenua petición.
Los primeros asentamientos en Galápagos los abanderó el general José Villamil, el libertador de la provincia de Guayas que hoy día asienta su cabecera municipal en la ciudad de Guayaquil, anfitriona de uno de los puertos más prósperos y activos del litoral suramericano. Y en 1832 la República del Ecuador tomó posesión oficial del archipiélago.
Durante un par de siglos, las llamadas “Islas Encantadas”, donde los primeros visitantes españoles quedaron asombrados con aquellas tortugas terrestres conocidas como “galápagos”, sólo sirvieron para abastecimiento y refugio de piratas. Años después se convirtieron en un festín para los barcos balleneros de las compañías internacionales, o sus seguros fondeaderos sirvieron para reparar los navíos antes de continuar las travesías marítimas.
Y fue precisamente Charles Darwin, cuando exploró durante cinco semanas desde el mar, a bordo del Beagle -y también echando pie a tierra- el hombre que confirió a estas islas una fama científica sin precedentes.
Cien años después de la publicación de su libro El origen de las especies, aparecido en 1859 en Londres, las Islas Galápagos fueron declaradas Parque Nacional de Ecuador. A partir de entonces se pusieron en marcha diversos programas ecológicos y un estricto control que hoy día ayuda a mantener el equilibrio del ecosistema. Por ello la entrada al parque tiene un costo de 100 dólares para los turistas extranjeros, que se distribuyen de diferente manera. En Galápagos nadie puede hacer turismo dentro del Parque Nacional por su cuenta y está prohibido realizar cualquier tipo de excursión sin la compañía de un guía oficial.
Los guías, naturalistas certificados
Mario Domínguez me explica el funcionamiento de la Estación Científica Charles Darwin, que funciona desde 1964 en Puerto Ayora como criadero de tortugas gigantes que al cabo de los años son liberadas en cada una de las islas a las que pertenecen. Y me cuenta la triste historia de “El solitario George”, el último macho de su estirpe, originario de la Isla Pinta, que vivió 40 años a la espera de una “novia” para dejar descendencia. Con la muerte de “El solitario George”, el 24 de junio de 2012, se extinguió su especie. En breve regresará a este lugar disecado, luego del trabajo de taxidermia al que sus restos están siendo sometidos en un taller de Estados Unidos.
Los conocimientos de los guías, como Mario, su amabilidad y simpatía, son indispensables para entender mejor todo lo que ocurre en Galápagos, ya que siempre están dispuestos a responder cualquier pregunta de los turistas por más extraña que parezca.
En algunas de las islas no habitadas, donde hay colonias de fragatas, iguanas de tierra, piqueros patas azules o leones marinos, sólo hay un recorrido breve, de un par de kilómetros a la redonda. El turista no puede salir de los senderos que están marcados con estacas, lo que permite que los animales mantengan una actitud dócil. Se nos indica que es preciso respetar su espacio: no acariciarlos, ni alimentarlos, y tampoco utilizar flash a la hora de tomar fotos para evitar alterarlos. Esta serie de reglas hace de Galápagos un lugar muy especial porque los animales no se inmutan con la cercana presencia del hombre, y cada uno sigue en lo suyo sin importar que esos reducidos grupos, de entre 10 y 18 turistas, invadan su privacidad. De hecho, no está permitido que más de una cantidad determinada de visitantes pise tierra en el mismo momento, del tal forma que las empresas turísticas que se dedican a organizar la logística de los diversos tours diarios llevan a cabo una programación matemática.
En la isla Seymour Norte me enterneció mirar una hembra de león marino que acababa de parir a su cría unas horas antes; ahí mismo presencié el cortejo de una fragata macho cuando infla el pecho a la espera de que alguna de las hembras se interese por “los cimientos” del nido que ha construido para motivarla a aparearse. Fue muy interesante observar esos procesos de crianza, desarrollo y comunicación de la vida silvestre, a unos cuantos metros de distancia, en el marco de un ambiente de incomparable belleza, con las pequeñas islas Daphne mayor y menor como fondo.
La mayoría de los sitios turísticos que están señalados dentro del Parque Nacional Galápagos son custodiados por guardaparques que vigilan que nadie “se pase de la raya”, literalmente, o que algún listo pretenda adueñarse de piedras, conchas, plumas, huesos, ni mucho menos echarse una “mascota” a la mochila, como ocurrió con un alemán que pretendía sacar cuatro iguanas marinas en su equipaje y fue aprehendido en el aeropuerto de Baltra cuando se disponía a subir al avión. Hoy día permanece tras las rejas cumpliendo una c ondena.
Cabe mencionar que a la llegada a esta isla, situada al norte de Santa Cruz, existen controles de revisión para que no se introduzcan semillas, plantas o animales, y desde que uno está próximo a aterrizar, en los compartimientos de equipaje que están encima de las cabezas de los pasajeros, los sobrecargos rocían un desinfectante para asegurarse de eliminar cualquier bacteria extraña que pueda poner en peligro la vida del archipiélago.
Por mar y por tierra
Los cruceros de siete días o más se abordan del otro lado del Canal de Itabaca, que uno debe cruzar en una barcaza, con las maletas encima del techo, lo que resulta por demás exótico, luego del breve recorrido gratuito de unos seis kilómetros de distancia que une la terminal aérea a la parte sur de Baltra.
Esta isla albergó una base militar norteamericana, instalada en este lugar para proteger el Canal de Panamá durante la Segunda Guerra Mundial. Todavía hoy se pueden observar vestigios de aquella ciudad-fortaleza estadounidense que en los años cuarenta albergó a cinco mil soldados, construida sobre un amplio terreno donde en esta época del invierno sólo pinta de color el palo verde, que contrasta con el color blanquecino del Palo Santo, una de las especies más apreciadas por su delicada belleza y su inconfundible olor.
Y es que la vegetación de Galápagos está dictada en función de los microclimas donde crece. Y si en la parte baja de las islas el aspecto es desértico y enmarca las tonalidades azules del océano, en la parte media, a unos 400 metros de altitud, coexisten los robles y pastos diversos.
Asimismo, existen otros animales domésticos “introducidos”, como son los bovinos que sirven para el consumo local, y otros para el trabajo como caballos, burros, cochinos y chivos, que son un verdadero trastorno porque recorren la parte media-alta de Santa Cruz a sus anchas, arrasando con todo y sin distinguir entre una planta endémica y una introducida.
¿Se imaginan transitar fluidamente en coche por la calle principal de su ciudad? ¿O el hecho de no ver ningún anuncio-cartelera? ¿Y más aún, ningún cable o poste de luz o teléfono? Aquí no hay nada de eso, y lo cierto es que nos hemos olvidado de que las grandes ciudades están saturadas de contaminación visual, auditiva o lumínica. Vivimos presos de una “modernidad” irreverente ante la naturaleza y hasta despiadada con nosotros mismos.
Las playas de Santa Cruz
Luego de un breve paseo en lancha hacia la playa cercana a Puerto Ayora, el centro económico y turístico de Santa Cruz, avanzo por un sendero que atraviesa un espectacular paraje desértico que conduce a Las Grietas, un lugar con vestigios del paso de la lava que hoy está inundado de risas. Varios muchachos se retan a saltar de distintas alturas, animados por otros turistas curiosos que observan desde arriba o abajo, sentados en las inmensas piedras o al pie de las laderas tupidas de cactus.
Y si se prefiere pasar el día en la playa es preciso caminar unos 25 minutos hacia Bahía Tortuga, donde se abren al horizonte diáfano Playa Brava y Playa Mansa. En la primera está prohibido nadar porque hay corrientes peligrosas, aunque el oleaje no está embravecido. Para poder meterse al mar es recomendable caminar otros 20 minutos hasta Playa Mansa, una preciosa recoleta donde la chiquillería, compuesta en su gran mayoría por nativos, disfruta a tope del mar en calma, de esa arena blanca orgánica (que nunca se calienta y permite caminar descalzo sin quemarse las plantas de los pies) y admirar de cerca a las iguanas marinas, esos reptiles tan representativos de Galápagos como las tortugas gigantes.
Otra playa es la de Garrapatero, de más fácil acceso aunque un poco más retirada. Ahí sólo es preciso caminar por un sendero de unos 500 metros para llegar a un lugar donde hay pelícanos. Ahí viví una gran experiencia, la de nadar muy cerca de cinco o seis pelícanos que se elevaban al cielo unos veinte metros, dibujando armoniosas parábolas, para clavarse a pescar. En más de alguna ocasión tuve que quedarme quieto y sentir, a un par de metros, como se clavaba un pelícano en busca de comida, y luego emergía para nadar hacia mí, de la manera más natural.
Sitios para ir a bucear abundan, sobre todo en zonas más alejadas como en la Isla Charles Darwin, la más oriental de todas; o en varios islotes como Teodoro Wolf, Roca Redonda o Rocas Gordon, donde la fauna marina es muy variada y numerosa. Lo recomendable para practicar esta actividad es acudir en los meses de febrero y marzo.
Vistas que provocan suspiros
La playa de Galápagos contrasta con la parte media y alta de algunas de sus islas, sobre todo de aquellas que tienen una extensión territorial más extensa, como es el caso de Santa Cruz.
Subiendo por la carretera asfaltada que va desde Puerto Ayora hacia el Canal, que tiene una longitud de 42 kilómetros y parte la isla de sur a norte, se puede uno desviar hacia Bellavista y Santa Rosa para apreciar los bosques de robles o Scalesias, otro árbol característico de Galápagos. Y de ahí hacer un recorrido a pie por un sendero tupido de vegetación que sube a Media Luna, desde ahí se puede vislumbrar la playa despejada, mientras las nubes y la neblina, a veces la garúa, una finísima llovizna, moja al visitante en esta parte donde los canutillos, unos arbustos de color amarillo-naranja, hacen las veces de alfombra de un paisaje que motiva a seguir explorando la parte alta de la isla.
La reserva Cerro Mesa es una elevación perfecta para observar la impresionante vista de Santa Cruz. Pero tampoco se puede dejar de visitar Los Chatos, una propiedad donde las famosas tortugas gigantes andan sueltas. Cerca de ahí está un túnel de lava de 400 metros de largo por el que se puede caminar debajo de la tierra; están también los inusuales cráteres volcánicos llamados Los Gemelos, y la visita a la finquita rústica Trapiche, dedicada a la producción de café y aguardiente de caña, propiedad de don Adriano Cabrera, el veterano destilador que alardea jocosamente de ser “el único que emborracha gente en la isla”.
Cada semana, don Adriano recibe cientos de turistas para explicarles cómo elabora esta bebida cristalina y agarrosa, de 55 grados de alcohol, que se dulcifica cuando la mezcla con un chorrito de limón y jugo de caña. Y como bien dice don Adriano, con una graciosa carga de picardía: “¡El aguardiente es muy bueno para la vista; tomándolo se ven las cosas más claritas! Yo he visto que el miedoso se vuelve valiente, que el callado se pone a cantar, y que al tímido se le suelta la lengua para decir cosas lindas a las mujeres”.
La producción casera incluye panela, un dulce de caña en barra, con granos de café incrustados, que tiene un sabor muy agridulce. En Trapiche se destila y embotella el aguardiente que se vende en los establecimientos de Puerto Ayora, que despierta a su ambiente de fiesta a partir de las nueve de la noche, con algunos restaurantes y bares divertidos donde te puedes echar unas copas y pasar un rato agradable, aunque ciertamente en Galápagos el turismo, compuesto en un 60 por ciento de estadounidenses, “se guarda” temprano porque al día siguiente es preciso madrugar para aprovechar completa la jornada.
Asimismo, el mercado de pescado es un lugar atractivo porque se venden langostas vivas, atrapadas durante la pesca de madrugada, y otro tipo de pescados que se pueden cocinar y servir en el acto, a solicitud expresa del cliente, en un restaurancito que está a unos cuantos metros. El platillo más popular es el encocado, un sabroso filete de pescado aderezado con una salsa de coco.
“Extranjeros” en su propio país
En marzo de 1998 el gobierno de Ecuador promulgó la Ley Especial de Galápagos, que restringe la llegada de “inmigrantes”, inclusive nacidos en territorio ecuatoriano. Este régimen ha ocasionado controversia porque impide, si no existe un contrato de por medio, que un ecuatoriano proveniente “del continente”, pueda aparecer por Galápagos con la finalidad de vivir o de buscar trabajo. Aquí todos los de afuera entramos como turistas, con un permiso de 90 días para visitar el Parque Nacional. A partir de 1998 empezó una regularización de todos los habitantes de las islas, que pudieron obtener su residencia al acreditar que ya estaban viviendo en Galápagos antes de que se publicara dicha ley.
Gustavo Jaya, por ejemplo, que hoy trabaja como chofer, llegó unos cuantos meses antes por invitación de su primo, que ya tenía 15 años trabajando como carpintero en Galápagos. Hoy día, y con “sus papeles” en regla, Gustavo, originario de la provincia andina de Ambato, disfruta de su “nacionalidad” galapagueña, la que también ostentan sus dos hijos nacidos en este mágico archipiélago.
Este sistema ha impedido que las cuatro islas habitadas incrementen su densidad de manera exponencial, pues ésta sólo aumenta con la llegada de escasos trabajadores del continente que requieren de un contrato de trabajo (que debe de ser renovado cada año), algo que no resulta fácil porque las autoridades ponen trabas para que ello ocurra y presionan a los empleadores a que contraten gente local.
Algo parecido ocurre con los coches. Aquí no hay arrendadoras de autos, como en cualquier parte del mundo, sólo existen alrededor de 300 vehículos en Santa Cruz. Casi todos son taxis y requieren tener un permiso para circular llamado “cupo”, que también aplica para las embarcaciones. De todo el territorio de Galápagos, sólo el diez por ciento es propiedad privada. Para adquirir un inmueble es preciso ser residente.
Todas estas restricciones parecerían exageradas en una sociedad civilizada y con derechos a tener lo que se quiera con el poder del dinero. Sin embargo, aquí las cosas suceden alrededor de la vida silvestre, el epicentro de un lugar sin parangón en el planeta; un lugar sin crímenes o robos, y donde sus habitantes se jactan de vivir entre “gente trabajadora y honrada”, como afirma Gustavo, porque “en Galápagos no se pierde nada”.
De vuelta en casa
Después de un día agitado, que incluye un tour en yate, y de ver tanta fauna en su hábitat y haber esnorqueleado en Playa Bachas, no hay mejor cosa que llegar al Safari Camp y ser recibido por José Luis, que de inmediato me ofrece un refrescante jugo de maracuyá. Aprovecho parte de la tarde para meterme a la alberca desde la que se vislumbran los contornos de otras islas vecinas, como Santiago o Pinzón.
A esa hora del día, con el cansancio a cuestas de todo el día bajo el sol equinoccial, que obliga a aplicarse bloqueador varias veces, el confort del lodge del hotel es como llegar a mi propia casa. La esmerada atención del staff, respetuoso y diligente, convierte esta experiencia en algo muy agradable. Los platillos que nos prepara el chef Wilson Alpala son una auténtica delicia, y la charla de sobremesa con Katrien Bauters, la gerente del Safari Camp, una belga que se enamoró de Galápagos y echó raíces aquí al casarse con un pescador de langostas, me permite seguir aprendiendo más sobre la vida en las islas encantadas.
Después de tomar un baño caliente en la regadera que está instalada dentro de mi tienda, me tumbo un rato en la hamaca de la terraza para admirar unas vistas de ensueño. Los alrededores de esta finca de 55 hectáreas en la que se encuentra el hotel son el refugio del silencio. El rumor del viento mueve el follaje de los árboles que circundan las diez tiendas colocadas a prudente distancia una de la otra, en un ligero desnivel que permite asentarlas sobre una sólida plataforma de madera volada.
Los pajarillos pinzones de distintas especies, esos que detonaron la teoría de la evolución biológica de Darwin, revolotean por doquier, lo mismo que las palomitas de Galápagos o los cucuves. Una leve brisa llega desde la playa, y el frescor de la altitud de 440 metros a la que se encuentra el “Camp”, se traduce en un remanso añadido a lo que supone estar en Galápagos, un rincón mágico que invita a la reflexión. t
Cinco animales para admirar
1. Las galápagos
Los seres más emblemáticos de la isla. Existen diversas variedades de tortugas dependiendo de la isla. Sobresale la nostálgica historia de “Solitario George”, un macho al que en cuarenta años de intensa búsqueda nunca le pudieron encontrar una pareja de su misma especie, motivo por el que esta especie de galápago se extinguió. “Solitario George” murió el 24 de junio de 2012 en la Estación Científica Charles Darwin.
2. Fragata
La fragata macho impresiona a su pareja inflando el pecho de color rojo a través del cual emite un graznido que semeja el toque rítmico y acelerado de un tamborcillo. Además de esta singular manera de manifestarse, el macho tiene que convencer a la hembra de que el nido que ha comenzado a construir será un refugio adecuado para las futuras crías. Da la impresión de que el macho “abraza” a la hembra cobijándola debajo de su ala.
3. Iguana marina
La piel de las iguanas marinas es de color negro. Viven en las rocas cercanas al mar, en las playas, que es donde se alimentan. Cuando nadan consiguen reducir considerablemente su ritmo cardíaco para no perder demasiado calor corporal. Las iguanas de tierra son de un llamativo color amarillo y están muy bien adaptadas a las zonas áridas. Se les puede encontrar debajo de nopaleras y cactus, de los que se alimentan y a la vez se hidratan. Lamen las piedras para nutrirse de minerales.
4. Piquero patas azules
Esta peculiar ave marina tiene las patas de color azul pastel –producto de su dieta– y mira con fijeza a través de unos ojos claros y profundos que llaman mucho la atención. Son egoístas y cuando una hembra pone más de un huevo, la cría mayor tiende a expulsar del nido al hermano que nace más tarde y éste suele morir por deshidratación o a causa del ataque de un depredador.
5. Pinzón de Darwin
Los pinzones revolotean con un desbordante entusiasmo por todos lados, y fue precisamente a través de la observación de la forma de su pico que se detonó la “teoría de la evolución de las especies” de Darwin, que exploró las islas en 1835. Existen 14 especies de pinzones, todos del mismo tamaño. Los hay de distintas tonalidades que van del negro, pasando por el gris y el marrón claro.
Dónde dormir
Finca Palo Santo, Salasaca, Santa Cruz
T. +593 2 2040284
Cómo llegar
Para volar a Galápagos hay que hacerlo por el aeropuerto Seymour, en Baltra. Sólo existen vuelos desde Guayaquil o Quito, operados por LAN o Avianca Ecuador. Las tarifas suelen ser altas, entre 350 y 500 dólares dependiendo de las fechas. El tiempo de vuelo son 2 horas desde Guayaquil.