Toscana: Felicità tà tà
Al igual que el zoom de Google Maps, a medida que uno se acerca a Italia aparecen los detalles, los matices, las oposiciones. Con la cabeza en la Europa más severa y los pies en África, este país que ha prodigado migrantes por medio mundo y ha instalado su gastronomía en la otra mitad, por algo requiere tiempo y entrega para dejarse conocer. El punto de llegada es Roma, cómodamente ubicada en el centro del país, lo que facilita planificar el viaje hacia el norte o el sur.
Mucho antes de los mapas digitales, en días del Imperio Romano, los límites cartográficos se marcaban con unos carteles colocados en las zonas más alejadas de Roma que indicaban: “Hic sunt leoni” (aquí hay leones). Pero también había gente, los etruscos, que no conocían los refinamientos de la mesa, y por eso eran llamados los “mangiafagioli” (los comehabas). La palabra “tosco” proviene de este pueblo dispersado en las serranías del norte. Pero las venganzas de la historia han convertido a esta región de Italia, la Toscana, en la gloria del arte y la arquitectura, centro de la moda, los vinos y los tesoros culinarios.
Una hora y media de tren rápido, el Frecciarosa, une Roma con Florencia, capital de la región, de donde parten autopistas y caminos hacia un centenar de pueblos sumergidos en los siglos XII y XII, con sus fortalezas y murallas, que contrastan con Florencia, que fue el lugar donde la humanidad dejó atrás las oscuridades de la Edad Media. En la visitadísima Galleria degli Uffizi, ese gran salto de la humanidad está enmarcado. Cuando los primeros cuadros, como la Virgen con el Niño y Santa Ana, de Masaccio, se exhibían por primera vez, los florentinos hacían cola para mirarlos y tocarlos —hoy está prohibido sacarles fotos—, pues había en ellos algo que no comprendían: la perspectiva, una profundidad nueva que le daba a las figuras una vitalidad inédita. Iniciaba el Renacimiento que dejaría atrás la chatura de la Edad Media. Florencia es la ciudad de Leonardo y Galileo, el sitio donde el arte y la ciencia fueron posibles gracias a la competencia entre banqueros y mecenas, que impulsaron a la humanidad a la Edad Moderna.
Los florentinos de hoy están cansados de ser vistos como extras de una película del Quattrocento y abren bares de diseño y promueven las tiendas de marca, pero el escenario no los ayuda: el río Arno con sus puentes duplicados en el agua quieta, las cúpulas del Duomo y San Lorenzo, las colosales esculturas de Miguel Ángel a la vuelta de una esquina y un grupo de damas y caballeros vestidos en trajes de época que irrumpen por las calles angostas con sus tambores y trompetas, mientras los sbandieratori arrojan al aire banderas amarillas y rojas.
El manual del buen turista indicaría empezar la visita por la Piazza della Signoria, una gran explanada rodeada de palacios, cafés y una deslumbrante colección de esculturas de Donatello, Cellini y Miguel Ángel. El desfile constante de turistas con planos y guías en todos los idiomas será inevitablemente parte de las fotos junto a la réplica del David —el original está a pocas cuadras, en la Galleria dell’Accademia—, frente a las puertas del Palazzo Vecchio. A pocos metros está la Galleria degli Uffizi, que recibe más de un millón y medio de visitantes al año. Para no perder tiempo haciendo cola, conviene comprar la entrada por internet y decidir de antemano qué salas visitar. Para una primera vez, las salas 1 a 15, en el segundo piso, exhiben el Renacimiento florentino con obras de Filippo Lippi, Botticelli y Leonardo da Vinci. Mágica es la sala Tribuna, pequeña, octogonal, con la cúpula revestida en nácar, y sobrecogedores los altares góticos con fondos dorados del Treccento sienés y florentino que muestran la transición al Renacimiento. Se exhiben en las salas 2 y 3, sin luz natural. Una pintura que no figura en los folletos es la que se ve por la ventana del primer piso junto a la sala 25: el río Arno y el Ponte Vecchio, una postal eterna, inmune a las estaciones y los siglos. Y cuando tanto arte ya embriaga y hace falta un poco de aire, nada mejor que tomar un café en la terraza del museo, con una imponente vista de la cúpula del Duomo y el Baptisterio, próxima parada del recorrido.
Los dioses han sido desde siempre una excusa perfecta para que arquitectos se superaran unos a otros con obras cada vez más imponentes y de difícil construcción. El Duomo, con su cúpula de 153 metros de altura, su frente de mármol rosado y verde, sus puertas de bronce —llamadas por Miguel Ángel las “puertas del paraíso”—, el campanario y Baptisterio, siguen siendo, casi 600 años después, una maravilla de la arquitectura que ninguna torre vidriada puede superar. Los más valientes pueden subir al atardecer los 463 escalones de la cúpula y tener una vista única de la ciudad (el Duomo sigue siendo el edificio más alto de Florencia). Otra opción es rodear todo su perímetro y sentarse con binoculares a observar los detalles de los mosaicos.
Con tanto hito del arte y la arquitectura acumulados en unas pocas cuadras es fácil sentirse un iletrado, pero la belleza no precisa explicación. A veces es mejor cerrar la guía y dejarse invadir por esa armonía de formas y colores, aunque queden huérfanas de fechas y apellidos.
Dejar Florencia para adentrarse en el campo es retroceder al menos dos siglos en el tiempo. La campiña toscana, con sus apacibles colinas pobladas de cipreses, esconde pueblitos medievales, algunos de los cuales son apenas una fortaleza de 500 habitantes. Aquella rusticidad etrusca vuelve a estar presente en su animal insignia, el jabalí, que puede escucharse bufar por la noche. Raro contraste, una vez más, los salvajes cinghiale (jabalís) en la tierra de uno de los vinos más preciados del mundo. Hay varias regiones del vino, pero las dos más conocidas son la del Chianti y la del Brunello di Montalcino. Son vinos tintos elaborados con la uva Sangiovese. Los de Montalcino deben ser 100% Sangiovese y haber pasado cuatro años en barricas de roble, mientras que los de la región de Chianti pueden tener hasta 80% de esa uva.
Amanecer en plena campiña es la mejor manera de lanzarse a la ruta e ir enhebrando pueblos y paisajes. El hotel rural Laticastelli, un antiguo castillo del siglo XII reciclado, ubicado estratégicamente en Rapolano Terme, es un buen punto de partida para la ruta del Chianti. Los mapas son bien intencionados, pero no alcanzan a descifrar la maraña de caminos, carreteras y autopistas que irrigan la zona, por lo que es recomendable una buena dosis de siglo xxi con un gps en español. De pronto, el camino se encajona entre bosques de encinos y álamos o se abre en laderas verdes y pardas, geométricamente plantadas con vides, cipreses y olivos. Y en la cima, la torre de una muralla del siglo XIII. San Gusmè, la porta del Chianti, cuyos pobladores no llenarían un cine, es el primero de media docena de pueblos, parecidos y diferentes: Gaiole, Castello di Brolio, Radda in Chianti, Castellina in Chianti. Cada uno tiene su muralla de piedra irregular, su portón de entrada, sus callecitas anárquicas, sus puertas pesadas, sus señoras a quienes es fácil imaginar con un delantal frente a la cocina. Y en cada uno hay un puñado de bares pequeños donde sirven quesos y embutidos regionales, algunos platos y, claro, Chianti. Uno de ellos es La Bottega de Giovannino, en Radda, un encantador restaurante de cinco mesas donde sirven bruschettas, queso pecorino y aceitunas, y donde, además de tomar los vinos, se pueden comprar. En manos de la familia Bernardoni, La Bottega es una osteria, un lugar pequeño, manejado por una familia con un restaurante y algunos cuartos. Las osterias eran una forma de hospedaje hace siglos, cuando los viajeros llegaban a caballo, cansados y con hambre.
De vuelta en Laticastelli, las cenas en la Taberna Toscana son de buena comida y tertulia: de mesa en mesa, los huéspedes se cuentan la experiencia del día, se recomiendan sitios y se consuelan al enterarse de que los otros también se han perdido en la maraña de caminos.
Otra de las visitas obligadas es Siena, la segunda ciudad más importante después de Florencia, que se lleva el día entero. El auto quedará en las afueras de la ciudad, ya que el importante centro histórico es peatonal. Sus calles angostas y sinuosas terminan tarde o temprano en la Piazza del Campo, una enorme explanada flanqueada por edificios del siglo XIII y el Palazzo Pubblico, con su campanario en la Torre del Mangia, que fue la segunda torre más alta de Italia. Turistas de todas latitudes suelen sentarse en el suelo, como si esperaran que en cualquier momento una tromba de caballos y caballeros entraran sonando trompetas y agitando banderas. Así es la fiesta del Palio, una feroz carrera de caballos entre los contrade (barrios), que se celebra en este espacio todos los años, desde 1283, entre el 2 de julio y el 16 de agosto. Desde allí, con una porción de pizza al taglio o un helado, se advierte el color rojizo amarronado de los edificios. Es el color de la arcilla con la que están hechos sus ladrillos y es el nombre de un color que se compra en las tiendas de dibujo. Siena es la única ciudad del mundo que ha dado nombre a un color.
El único edificio que escapa al color siena es la Catedral, revestida en mármol blanco y rosa y cuyo campanario, en mármol blanco y negro, se divisa desde cualquier ángulo. Construida en el siglo xii es un ejemplo del estilo gótico italiano. El interior deslumbra por sus pisos de mosaicos con escenas bíblicas, la biblioteca con sus frescos llenos de colores y las esculturas de Miguel Ángel. Si bien es más chica que su par de Florencia, para muchos el interior la supera en calidad.
El estrés de perderse en los infinitos caminos de la Toscana tiene su recompensa: siempre aparece un pueblo medieval. Si no es Cortona o Lucignano, será Pienza o San Gimignano, donde Franco Zeffirelli filmó Té con Mussolini. San Gimignano está en lo alto de una colina y es fácil identificarlo desde lejos por sus 14 torres. Cinco puertas a lo largo de su muralla dan la bienvenida. Como en toda la región, las heladerías crecen como hongos, pero aquí está Piazza Dondoli, campeona mundial del helado cuatro años seguidos, con sabores inesperados como crema de Santa Fina, con azafrán y piñones, o el champelmo, de champagne y pomelo rosado. Se puede visitar también el Museo della Tortura de los tiempos de la Inquisición y tiendas de souvenirs, en especial de jabones artesanales con flores y hierbas regionales. A Pienza hay que llegar una hora antes de que caiga el sol y correr a la Via del Bacio y la Via dell’Amore, un corredor sobre la muralla que da al poniente. Un pequeño bar ofrece copas de vino para acompañar la despedida del sol en el Valle de Orcia y la llegada de la neblina que sube desde las colinas.
Al oeste de Pienza, sobre el final del Valle de Orcia, se inicia la otra ruta del vino, la del Brunello, que gira en torno a Montalcino, 5 000 almas que viven dentro de su muralla. Cerca de allí está Buonconvento, de los pocos pueblos de este siglo, de donde parten caminos de tierra sin señalizar que llevan a poderosas fincas productoras de vino y haciendas privadas. Una de ellas, Castiglion del Bosco, pertenece desde 2003 a Massimo Ferragamo, el menor de los seis hijos de Salvatore, el zapatero que conquistó Hollywood cuando hizo los zapatos de Judy Garland para El mago de Oz. Se trata de un burgo del siglo xvii de 1 700 hectáreas, con una iglesia del siglo xiv, un campo de golf diseñado por Tom Weiskopf, dos restaurantes de alta cocina, un spa, 23 suites y 9 villas. Las villas son auténticas casas toscanas de dos plantas, con jardín y piscina, varios dormitorios y hasta una cocina equipada y con el refrigerador lleno.
Ya no se trata de prodigios del arte y la arquitectura que estimulan el pensamiento, aquí el espíritu de la Toscana toca el cuerpo: sentarse a contemplar el valle, llenarse los pulmones del perfume de lavandas y tomillos, escuchar de noche los ciervos y jabalís, caminar hasta el huerto, mojar el pan en aceite de oliva. Una de las actividades imperdibles es tomar una clase de cocina que invariablemente empieza con una degustación de tomates: cuatro variedades que el cocinero Enrico Figliuolo presenta como a sus hijos. Comer es el verbo aquí y el amor de los italianos por sus productos es conmovedor. Huevos, semolín y agua son el trío de la pasta fresca. Una variante de esta actividad es que un cocinero se acerque a la villa con todos los ingredientes y ayude a cocinar como en casa.
Como no podía ser de otro modo, en la casa de un Ferragamo todas las telas son del lino y algodón más exquisitos, batas, cortinados, sábanas, mantas, toallas. Otra de las propuestas de Castiglion del Bosco es ir de cacería de trufas a Loghi, la finca vecina de Valentino Berni. Con paciencia y algunos de sus 11 perros, Valentino camina entre bosques de álamos y sauces mientras explica los secretos del hongo más caro del mundo. Al cabo de una hora de caminata, Baldo y Selli olfatean, excavan en la tierra y encuentran un tesoro. Más tarde, en la mesa junto a su mujer, Helena, Valentino ralla la trufa sobre pan tostado con mantequilla y una copa fresca de Vernaccia, la cepa blanca que se cultiva en el valle. De vuelta en Castiglion, a última hora de la tarde, antes de cenar en el elegante Campo del Drago, se puede dar una vuelta por la bodega. La finca es el quinto productor de Brunello de Montalcino de Italia y cuenta con varios vinos premiados.
Hay que venir al sur…
Castiglion del Bosco está a 90 kilómetros de Florencia, donde el Frecciarosa nos llevará al sur en menos de cuatro horas: Salerno, capital de la provincia homónima donde se halla una de las costas mediterráneas más bellas de Europa. Muy cerca de Nápoles, el volcán Vesubio que se ve por la ventanilla a pesar de los casi 400 kilómetros por hora que alcanza el tren, es una premonición de lo que vendrá. En el sur, la arquitectura muestra una vieja Italia, donde todo tiene un aire de abandono que muestra su perduración y la vuelve más auténtica. El segundo impacto son sus habitantes. A diferencia de los elegantes y sobrios toscanos, aquí parece que cada frase que pronuncian será la última de su vida. Se toman unos a otros de los brazos, se miran a los ojos y martillan cada sílaba como si estuvieran a punto de llorar. Efusivos, exagerados, hipersensibles.
Colgados del barranco y unidos por una carretera angosta sobre el acantilado, se suceden hacia el sur, bordeando el golfo de Salerno, Vietri sul Mare, Maiori, Minori, Amalfi, Conca dei Marini y Positano. Con la montaña de un lado y el precipicio y el mar Tirreno del otro, autos y motos pasan a centímetros unos de otros con pericia de cirujano. Llamada la “carretera azul” pero también la de “1 001 curvas”, produce vértigo y admiración. En Conca dei Marini inauguró el hotel Monastero Santa Rosa, después de 12 años de reformas, en lo que fuera un antiguo convento del siglo xvii donde las monjas preparaban un bocado dulce con forma de concha marina y relleno de crema pastelera llamado “Santa Rosa” y que más tarde fue la sfogliatella, un dulce que se haría famoso en la región y en el mundo. Con el estilo monacal intacto, el hotel hoy alberga 20 habitaciones con vista al mar y a Amalfi, un spa y un restaurante excelente abierto también a quienes no se hospedan. Pero el encanto mayor de Monastero es su jardín que baja desde el restaurante en terrazas hasta el último nivel donde está la alberca con efecto infinito hasta el borde mismo del acantilado. Cinco mil plantas de todo el mundo, entre ellas muchas medicinales de las que usaban las monjas para elaborar ungüentos y remedios caseros, limoneros nativos cuyos limones pueden llegar a pesar medio kilo, lavandas, santarritas, agapandos, invitan a sentarse a cualquier hora del día a contemplar el mar, el mismo al que Homero imaginó habitado por peligrosas sirenas cantoras.
Hay dos maneras de entender la costiera, una es a pie y otra es desde el agua. Antiquísimos senderos pedestres suben y bajan las montañas, evidencia de que mucho antes de la carretera de las 1 001 curvas, el sur de Italia ya tenía una vida agitada. Uno de ellos es el Camino de los Dioses y toma entre tres y cuatro horas. Comienza a los pies del monte San Angelo, atraviesa viñedos y cuevas, la pequeña aldea de Nocelle hasta llegar a una larguísima escalera de 1 500 escalones que terminará en Positano. No es sólo un sendero con impresionantes vistas de las islas de Li Galli y Capri, así como de Praiano y Positano, es un camino lleno de fragancias a hierbas y limones. Es la manera de comprender cómo en cada jardín, por mínimo que sea, su gente planta tomates, lechugas, olivas, vides, calabacitas, berenjenas, romero, albahaca, porque gran parte del día se dedican a pensar qué van a comer y a cocinar. “Buongiorno”, saludan al extranjero; los más tímidos, con un gesto de cabeza, como si en el sur conservaran intacta la idea de que lo mejor que le puede pasar a un ser humano es encontrarse con otro en el camino.
Otro de los senderos termina en Amalfi, ubicado en la boca de una profunda garganta al pie del monte Cerreto. En este lugar habitado apenas por 5 000 habitantes, la imponente catedral del siglo x, dedicada a San Andrés, parece demasiado. Ocurre que Amalfi ocupó un lugar estratégico en muchos momentos de la historia de la Antigua Roma y llegó a tener 70 000 habitantes y a ser un puerto clave en la ruta a Oriente. Y entonces se justifican la ampulosa escalinata desde la Piazza del Duomo, las enormes puertas de bronce de Siria y los preciosos mosaicos de los años 1200. Frente a ella, una fuente de 1760 también dedicada a San Andrés y pequeños cafés, como La Pansa, para tomar un capuchino con un cornetto, una especie de croissant. Allí nace la Via San Lorenzo que rebalsa de tiendas que venden piezas de cerámica y botellas de limoncello de todos los tamaños. Un par de cuadras hacia la montaña, los souvenirs dejan paso a las pescaderías, panaderías y verdulerías.
Junto a la única playa de Amalfi está el puerto de donde parten las excursiones en barco. Algunas van a la isla de Capri, desde donde gobernaron los emperadores romanos César Augusto y Tiberio. César Augusto compró la isla a la ciudad de Nápoles y entregó como parte de pago Ischia, otra isla más grande y más rica. Cualquiera que hubiera tenido cómo pagar, lo habría hecho. Se trata de una isla de piedra calcárea, una costa acantilada en muchos puntos perforada por cuevas azules y dos macizos montañosos, el monte Tiberio y el Solaro. Entre ambos, en lo alto, está la ciudad a la que se puede subir en un pequeño bus público o en taxis descapotables, característicos de la isla.
Aquí no se ven verdulerías ni pescaderías sencillas, sino las más lujosas tiendas italianas: Valentino, Versace, Armani, Ferragamo. Entre los turistas de calzado cómodo, gorro y cámara, suelen verse elegantes mujeres vestidas como para una première en La Scala de Milán. Y mientras ellas van de shopping, la masa de turistas toma la aerosilla en la Piazza della Vittoria que lleva a la cima del monte Solaro, el punto más alto de la isla, de 589 metros de altura. Desde allí, en días claros, se ve el Vesubio, los golfos de Nápoles y de Salerno y la isla de Ischia. Luego hay que pasear por los jardines de Krupp, comprar una limonada al paso preparada con limones mutantes, y contemplar desde arriba la Marina Piccola, el capricho del magnate del acero Thyssen que la mandó a construir junto con un sendero que baja desde su mansión y costó más que la casa.
El tiempo nunca alcanza en Capri, para probar otro helado, otro limoncello y mirar el mar azul una vez más e imaginar cuánto ha vivido la humanidad en sus aguas.
Todos los caminos llevan Roma
Al llegar o al dejar Italia, de camino hacia el norte o el sur, Roma es ineludible. Visitada hasta el cansancio, las agencias inventan nuevos circuitos para quienes ya estuvieron en ruinas y museos. Uno de ellos es recorrer fuentes y bebederos —hay más de 2 500—, y lleva todo un día. El paseo empieza al alba, cuando hay menos tránsito y se puede escuchar el correr del agua como harían los antiguos romanos, tan adeptos a los acueductos y baños termales. Otra opción es perderse y llegar inesperadamente a Piazza Navona, al mercado de Campo de’ Fiori, cruzar una y otra vez los puentes sobre el río Tevere (Tíber) donde los romanos de hoy sellan su amor con candados que enganchan en los faroles. Al atardecer, subir desde la Via de Teatro di Marcello las escalinatas del monumento a Vittorio Emanuele, desde donde parece que Roma cabe en una mano, o comprar souvenirs atípicos en el informal barrio del Trastevere, o impresionarse por la elegancia de Via Condotti y la arboleda de Villa Borghese. Allí tuvo su residencia la princesa Margarita de Saboya, en honor a quien se ha dedicado una pizza con rodajas de tomate y albahaca fresca. La residencia se ha convertido recientemente en el primer Relais & Châteaux romano, el Regina Baglioni, que ha conservado el lobby tal cual era cuando lo habitaba la princesa.