Sha Wellness Clinic en Alicante
Uno de los pocos hoteles-clínicas de salud de lujo en el mundo.
POR: Redacción Travesías
Aterrizo en Alicante una tarde de julio. Pleno verano español. El calor, seco e intenso, me golpea nada más salir de la terminal aérea. Llegué hasta acá para pasar unos días en una clínica, ¿o en un hotel? Todavía no sé bien cómo describirlo. Se llama sha Wellness Clinic y, para los que trabajamos en el mundo de los viajes, se trata de un lugar famoso, uno de los pocos hoteles-clínicas de salud de lujo en el mundo.
Pero de saber qué es, a vivir la experiencia en carne propia siempre hay una gran diferencia. Llena de curiosidad subo al coche que me espera y que me llevará a L’Albir, el pueblito donde se encuentra sha. Serán unos 40 minutos en carretera, cruzando paisajes que se extienden a lo largo de la costa alicantina repletos de casas de veraneo (la mayoría pertenecen a europeos que vienen del norte, desde jubilados ingleses hasta familias de noruegos).
Nada más entrar, apenas cruzar la puerta del hotel-clínica, el ritmo cambia. Automáticamente algo sucede. Mientras me registro, veo pasar a un grupo de mujeres que salen del área del spa, todas envueltas en batas blancas. Yo, que recién llego del mundo exterior, me sorprendo por la imagen, que se volverá absolutamente normal en un par de horas. En sha, al menos la mitad de sus habitantes ha decidido que la bata es lo único que hace falta como prenda de vestir. La usan mientras esperan una consulta, pero también en la tarde, cuando toman el té.
Mi habitación es amplísima, blanquísima y tiene una terraza que mira hacia Altea, el pueblo contiguo que se extiende sobre la bahía. Después de haberme instalado, y de haber tomado un buen baño, me pruebo la bata y me siento en la terraza. Son casi las nueve, pero todavía no se hace de noche, aunque el calor ya empieza a disminuir. De pronto me invade una sensación de paz y de felicidad absoluta… son los olores y los ruidos. Es el pino mediterráneo, la lavanda, el romero y los ruidosos grillos atolondrados después de un día de calor intenso.
Cuando llega la hora de cenar, nos encontramos en la terraza —lugar donde, a partir de ahora, vamos a desayunar, comer y cenar—. Todos estamos ya más relajados, como si el ritmo lento y pausado nos atrapara poco a poco.
La cena transcurre así, en calma. Las porciones, que me resultan en un principio demasiado pequeñas para el tamaño de mi apetito, se dejan comer también con tranquilidad; tal vez es por la música suave y la conversación en voz baja; o tal vez por la brisa, que llega perfumada desde la montaña. Y, al final, cuando termino de comer, no muero de hambre como pronosticaba. Con el té de manzana que nos sirven después de la cena voy cerrando el capítulo del día y, para cuando llego a mi cuarto, estoy más que lista para dormir.
Me despierto con la luz natural y no me cuesta nada salir de la cama y prepararme para la caminata en grupo. Cuando llego al lobby están todos listos: los panameños, la francesa, los árabes y un brasileño, que es la envidia del grupo porque es el único con condición y cuerpo para subir la montaña corriendo.
No se me ocurre una mejor manera de empezar el día que mirando al Mediterráneo, caminando entre campos que huelen a lavanda y a pino. Todas las mañanas se repite el mismo paseo, unos días al faro, otros días a la playa. Cuando llegamos a desayunar, a menos de 24 horas desde que aterricé, siento como si llevara aquí una vida. Estoy absolutamente desconectada.
Mi primera parada es con mi organizadora de horario. Juntas revisamos las citas que tengo programadas, las que me interesaría agregar y las que ella me sugiere según mis necesidades. “Me parece que la cura hidroenergética detox puede ser un buen complemento al hidromasaje manual y al masaje circulatorio”, me dice. Yo asiento a todo lo que ella me sugiere. Completamos mi agenda con alguna consulta de reflexología, algo de acupuntura y un facial personalizado.
Mi segunda cita es con la iridóloga, Jennifer, quien está aquí sólo por unos días para dar consultas como especialista invitada. Estadounidense afincada en Tel Aviv, los últimos años, esta mujer aprendió a leer los ojos en Hong Kong. Y, a decir del club de fans que tiene —después de estar una semana en el hotel—, es muy buena en lo que hace.
Cuando me toca pasar a mí, Jennifer se toma unos minutos para explicarme cómo funciona y por qué no se trata de una opinión médica. Después me mira los iris, no más de diez minutos, y a partir de ahí consigue suficiente información de mí como para mantenerme entretenida el resto de la sesión de una hora. Lo bueno es que la graba y después la envía por mail, pues me dice tantas cosas que acordarme de todo sería imposible. Jennifer sabe que mi abuelita es una persona muy longeva, que en mi familia ha habido problemas de anemia y que yo tengo falta de magnesio. Además de leer el iris se especializa en jugos desintoxicantes y piensa en irse a vivir a Portugal.
No es ni mediodía y ya tengo la cabeza llena. Me falta todavía mi consulta médica y mi consulta nutricional. Subo a la terraza para el almuerzo y me encuentro con el resto del grupo con el que he venido.
Todos hemos pasado la mañana muy movida entre citas y ajustando nuestro calendario para los próximos días. Hay tres opciones en el menú: la dieta kushi, recomendada para quien busca bajar de peso; la dieta bio light, más sustanciosa pero bastante ligera; y la dieta sha, la versión más gourmet. Ni siquiera esta última es realmente grande.
Aquí uno se acostumbra a comer porciones pequeñas y hasta los que no están a dieta terminan estándolo de alguna manera. Intercambiamos experiencias y recomendaciones mientras comemos, esta vez, dentro del salón, porque a estas horas el calor del verano es poco tolerable. Y, después, cada quien vuelve a sus actividades como si se tratara del trabajo o de la escuela. Es hora de seguir encargándonos de nuestro cuerpo.
Después de platicar con la nutrióloga, quien me explica los preceptos básicos de la dieta macrobiótica y me hace algunas sugerencias para mi régimen, es hora de mi primera sesión de acupuntura. Recostada sobre una camita, con agujas clavadas en todo el cuerpo, me pongo a pensar en las últimas horas. Llevo un día entero analizando y hablando de mi cuerpo, algo que no había hecho nunca antes. Tal vez no está mal dedicarle unos días, escucharlo, tratarlo y consentirlo. Empieza a gustarme la idea.
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