Celestún, un tesoro en la península
Muy cerca de Mérida se disfruta del silencio, del olor a sal y del rosado de sus aguas.
POR: Redacción Travesías
Celestún, vestido de rosa
Uno de los ecosistemas más ricos de México es, al mismo tiempo, uno de los menos conocidos. Esta reserva de la biosfera en la península de Yucatán lucha por su preservación, y un hotel es uno de sus principales voceros.
Lo primero que se aprende de este destino es que hace calor. Calor de verdad, de 34 grados a la sombra y con una humedad tan intensa que promete vegetación tupida y fauna exótica. Eso, y un fuerte olor a mar en el aire. El destino: Celestún, una reserva que se divide entre Campeche y Yucatán, en el Golfo de México.
Para llegar, primero hay que volar a Mérida y de ahí hacer un viaje en coche. El camino desde la capital yucateca es un preludio que va minimizando sorpresas y aumentando expectativas: palmas enanas a cada lado de la carretera, pequeños pueblos de pescadores, matorrales espesos y ligeros vistazos del mar verde; cada vez menos coches y vegetación que a ratos es rala, a ratos densa.
En la Península de Yucatán, colindando con Campeche, se encuentra la Reserva Especial de la Biosfera de Celestún, 59 mil 130 hectáreas de selva baja caducifolia: esto quiere decir que la vegetación, siempre extendida, nunca alcanza grandes altitudes y que su flora puede secarse durante los meses que no llueve, a diferencia de la selva tropical a la que estamos acostumbrados a ver en el sureste mexicano.
Llegamos aquí con la excusa de visitar uno –¿o el único?– de los hoteles de cinco estrellas de la zona: Xixim. Para llegar hay que avanzar por un camino que cruza la selva, terracería intocable por maquinaria pesada gracias a su calidad de Reserva. Toma tiempo, y a veces pareciera que el camino se cierra un poco a nuestro alrededor, pero la paciencia tiene su recompensa, y al final aparece una enorme palapa en medio de la selva. Hemos llegado.
La reserva
No tiene tanto tiempo que Celestún fue decretada Reserva Especial de la Biósfera, a lo mucho unos 25 años. Antes de eso, el terreno que ocupa se dividía en varias rancherías, la mayoría de cocos. Fue como una ranchería que la dueña actual del Xixim Unique Mayan Hotel, Verena Gerber, encontró este terreno, mientras buscaba un espacio para abrir un hotel eco-friendly “como debe de ser.” Verena tenía un proyecto en Playa del Carmen, sitio al que vio convertirse poco a poco en lo que ella llama “una jungla de asfalto”. Esa playa y su hotel ya no eran lo que ella quería, y se fue. Se lanzó a crear un proyecto ecoturístico cuando el término aún no se había acuñado en el mundo del turismo mexicano.
Ella hace hincapié en el hecho de que su hotel es uno “ecológicamente, socialmente y económicamente sustentable”. Hoy, cuando el término “hotel eco” no sólo ya está acuñado, sino que está de moda, Verena trata de reforzar la diferencia entre un proyecto realmente sustentable por sí mismo, y uno que tiene iniciativas ecológicas. Xixim, en medio de la selva y con vista al mar, es completamente sustentable, además de que cada parte del hotel es mexicana. El hotel tiene unos veinte años de existir, pero hace tres, más o menos, se realizó una gran remodelación que lo elevó de categoría.
Hay que dejar algo claro desde el principio: Xixim no es para cualquier tipo de viajero. Las habitaciones no tienen aire acondicionado ni televisión, y está en medio de la selva, por lo que es casi seguro que habrá algunos insectos. Es posible ver, también, iguanas tomando el sol en los caminos, y distintas especies de aves que viven en el hotel (más de diez son endémicas de la región). Si para algunos su lejanía con alguna ciudad podría ser una desventaja, justo eso es lo que permite tener una espectacular vista al mar desde todas las cabañas (cada una con su propia hamaca y su baño al aire libre), café fresco y pan recién horneado esperando cuando uno despierta, una playa virgen de cinco kilómetros, espectacular gastronomía yucateca, un spa, un salón de yoga enorme que mira al mar, cocos y frutas que se dan ahí mismo, y peces que se pescan el mismo día que se sirven en su restaurante.
Tal vez la playa no se ve perfecta, con su arena blanca impecable, pero eso es porque el hotel no se ha metido con ella. Todas las habitaciones se encuentran a partir de la segunda duna: la primera se respetó por completo, no se tocó, no se le quitó ninguna de las plantas que ahí crecen, y de esta forma el hotel no le robó espacio al mar. El propósito de Xixim es alterar lo menos posible el entorno natural que lo aloja, no invadir el terreno y mucho menos destruirlo. Ése es su atractivo número uno: su fauna, su vegetación, su playa virgen y casi deshabitada, donde uno puede nadar completamente solo en el mar tranquilo y tibio del Golfo de México, casi un chapoteadero, sin competir por espacio con nadie más que con los pelícanos que se acercan en busca de comida cuando la tarde comienza a pintarse de noche. Xixim es un hotel de calma, de tranquilidad y de tratar de recordar, porque a veces lo olvidamos, lo que realmente importa.
El pueblo
Hogar de unos seis mil quinientos habitantes, Celestún es un pueblo de pescadores y salineros. El mar aquí tiene una concentración de sal más alta de lo normal, y se siente al meterse a nadar. Cómo el propio mar trata de expulsarnos, y cómo el intenso olor salado cubre toda la atmófera. Cuando no llueve, las plantas botan las flores y las semillas para reservar minerales, ésa es su forma de supervivencia en zonas híper salinas. Cuando la tarde comienza a caer, no hay nada mejor que sentarse en una mesa en la playa, y dejar pasar el tiempo con una cerveza y los pies en la arena.
Los flamencos
Los visitantes llegan a Celestún, sobre todo, por una razón: los flamencos. Estas extraordinarias aves de color rosado vuelan cada año a los manglares que están en la zona a reproducirse, alimentarse, e incluso vivir. Ver a más de 500 flamencos juntos es todo un espectáculo, y si uno llega en época de apareamiento se puede encontrar con hasta tres mil. Todos juntos, como una mancha rosa que se esparce contra el verde que los resguarda.
Para verlos, tenemos que rentar una lancha y un guía certificado –pues están protegidos– en el puerto del pueblo, y andar lentamente por la ría, ese sitio donde el agua de mar se junta con el agua del río. Los flamencos, que por muchos años han llegado a esta zona del país, estuvieron a punto de desaparecer, pues había tráfico de crías y los huevos eran robados para consumo humano. En 1979 se declararon como especie protegida, y desde entonces se han hecho grandes esfuerzos para su conservación y monitoreo.
Para ver flamencos, la mejor temporada es entre mayo y julio, cuando llegan a reproducirse. Sin embargo, en Celestún es posible ver flamencos durante todo el año, ya que son aves residentes, y la península es su hogar. Durante el día los flamencos se encuentran en la ría, junto a los manglares, pero al caer la noche se van al estero. Este impresionante terreno es conocido como el Humedal de Pilares (aunque se ve seco, si uno intentara caminar por ahí, se hundiría hasta la cintura).
Es casi un oasis, un terreno extenso rodeado de manglares y un bosque petrificado por la sal de la tierra. Este lugar es una pequeña entrada subterránea al Golfo, y el agua de aquí se combina con filtraciones de agua dulce, provenientes de cenotes subterráneos. El estero tiene un pequeño kiosko de madera a la mitad, una arena rojiza que refleja la luz del mediodía con intensidad, y un verde intensísimo alrededor. A ratos podría parecer que uno está en otro planeta, una tierra de calor implacable, de sal en el aire, de silencio absoluto que se rompe sólo por el movimiento discreto de las hojas cuando llega a soplar una brisa marina.
Las salinas
Ese rojo en la arena y en la tierra es la sal, o la señal de su presencia. Una artemia (un crustáceo miniatura) es la que le da la coloración roja a la tierra, y es también la responsable del color rosado de los flamencos. Este pequeño bicho es muy común en zonas salinas. La sal en esta zona es una consecuencia de la evolución, del paso del tiempo, de cómo se fueron formando las dunas costeras en la península y cómo ese terreno se le fue ganando al mar. Cuando el mar va y el mar viene, durante años, deja montículos que eventualmente forman las dunas. Sin embargo, debajo de ellas se filtra el agua de mar, tan necia, y es ahí cuando se forman las charcas salinas. Antes de la época de lluvias, y gracias a la presencia de las artemias, las charcas se vuelven rojizas, casi púrpuras, y se secan casi por completo.
Es ahí cuando están preparadas para sacar la sal. Los salineros, cooperativas de trabajadores apuntados por la semarnat, trabajan duras jornadas bajo el sol que se refleja en la sal, primero sacando lo que se conoce como sal de espuma, la que sola llega hasta la orilla de los charcos, y que no necesita ningún tipo de refinamiento. Después, con carretillas, sacan la sal de las charcas, grandes granos de un color rosado que se dejan secando al sol y que con el calor toman su tonalidad blancuzca, casi transparente. Esta sal se venderá, después, a Sudamérica, a Estados Unidos y Canadá. En el pueblo de Celestún es posible comprar sal de grano de la región, casi sin refinamiento, en su estado más puro. En la primera mitad del año, antes de las lluvias, también es posible ver a los salineros sacando enormes montículos de sal, que ciegan al reflejo con la luz.
Los manglares
En la ría, donde se va a ver los flamencos, hay otro gran atractivo: los manglares. Estas formaciones que se ven en zonas pantanosas son, en realidad, un conjunto de una sola especie de árbol, el mangle. Estos árboles sirven como barrera de protección para la mayoría de las especies que viven ahí, sobre todo en época de huracanes. La lancha que nos lleva a ver los flamencos es la misma lancha que se interna entre el bosque de manglares, túneles verdes que nacen de la ría.
El clima y la vegetación cambian, y es posible ver ahí los nacimientos de agua dulce en medio de tanta vegetación, como una pequeña fuente. La lancha para en un pequeño muelle y, ahí, en medio de los manglares, aparece un ojo de agua que invita a calmar el calor en sus cristalinas aguas. Durante la temporada en la que visitamos, el agua es verde, pero ya que el mangle que lo rodea es rojo, en unos meses esta misma agua será roja. “Como un vino”, nos dice Henry, el biólogo que es nuestro guía del día. Y sí, exactamente como un vino, ya que el rojo que pinta tan dramáticamente el agua son taninos procedentes de los árboles. Si uno siente tentación, puede entrar y nadar un rato, aunque no más de cinco minutos, y siempre y cuando no traiga bloqueador solar o repelente de insectos que pueda contaminar el agua.
Lo que viene
¿Qué es lo que ha pasado con Celestún?, ¿qué va a pasar? Esta parte de la península de Yucatán, como el resto de las áreas verdes del país, están en peligro de desaparecer. La duda es en cuánto tiempo. Hay lugareños que dicen que en diez años el nivel del agua subirá tanto que ésta y otras zonas, como Cancún y Tulum, desaparecerán.
Hay quienes dicen –entre ellos Verena Gerber– que los esfuerzos que se están haciendo para mantener la zona, y los cuidados que hay actualmente, garantizan que la zona se conserve por muchos, muchos más años. Lo que sí es cierto es que la explotación de la selva y de las especies endémicas de la región han causado daños irreparables, y no únicamente aquí. Es por eso que un esfuerzo como el que hace Xixim, de no invadir la naturaleza, es tan importante. Pero además, trabajan por no sobreexplotar su playa, por educar a sus huéspedes y enseñarles a ser lo menos invasivos posible. Llegar a Celestún es un viaje de reconocimiento con la naturaleza, de observar de primera mano y experimentar un proyecto que demuestra que las cosas se pueden hacer bien sin causarle daño al entorno.
El futuro de esta reserva puede ser incierto para todos en este punto, pero lo que es innegable, es que su belleza y su importancia para las especies que aquí habitan, vale la pena el esfuerzo de conservarla.
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