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Postales desde un tren

¿Recorrer Europa en tren? No es el típico recorrido mochilero, pero sí es igualmente fresco y divertido. 

POR: Redacción Travesías

Me despierta una voz en francés que sale de las bocinas del tren. Tras la ventanilla, el pasto es una mancha verde que nos va siguiendo el paso; devorando postes, casitas, vacas. Sigo adormilado, de modo que tardo unos minutos en comprender que aquello no es un sueño. Llevo así, en estado de continua duermevela, ocho días; una semana en la que he recorrido diez ciudades, entre Francia, Suiza y España, siempre en tren: saltando de un andén a una caminata encendida por una callecita empedrada y de ahí a tres horas de siesta en otro tren.

El viaje es vertiginoso, por fortuna: viajar en tren permite utilizar todo el tiempo para conocer, caminar y comer; además, correr de un lado a otro para alcanzar al menos dos trenes cada día es una forma de equilibrar la parsimonia entre catedrales y boulangeries de las ciudades pequeñas de Alsacia y Lorena, o incluso en Lyon o Basel.

Primera postal: París
Mi vuelo de México llega a París un viernes poco antes del anochecer. Ya conozco la ciudad y debería dormir para llegar a tiempo a mi tren rumbo a Metz, que sale el sábado a las siete de la mañana; pero es París, y anochece, y quiero aprovechar para ver a mi amigo Jesús, que vive aquí desde hace mucho. Así que caminamos entre los bares medio bohemios y medio hipsters de la rue Montorgueil, muchos de los cuales ya están cerrando.

Alcanzamos todavía una copa de vino en una mesita sobre la banqueta, pero pronto nos parece un desperdicio pasar así el tiempo. Hacia las diez echamos a andar al sur, por calles apagándose. Es septiembre y el clima sigue siendo amable, pero las hojas ya crujen en el piso.

Cruzamos la Île de la Cité, silenciosa y vacía; Jesús señala un punto de noche al que yo no le había encontrado nada especial: “Mira, ahora sí estás en París”. Junto a nosotros, la catedral de Notre Dame, el núcleo del cliché parisino, evidencia inequívoca de que estoy en París otra vez, sí, pero también de que mañana tomo el tren rumbo a ciudades en las que nunca he estado y en las que quizá nunca más estaré.

Un par de copas después, vuelvo a mi hotel, el Hilton Ópera, que está a espaldas de la Gare Saint-Lazare, la estación de tren por la que muchos inmigrantes llegaban a París hace un siglo. El hall, donde todavía se intuye algún art nouveau, estaba conectado directo a la estación en aquellas épocas de migraciones recias. Pienso que no deja de ser curioso pasar ahí, justo ahí, mi primera noche. “Ahora sí estoy en París”, me digo, y subo a la que será mi primera alegre noche de poco dormir en este viaje.

Segunda postal: Metz
El camino de la estación al Centre Pompidou-Metz es algo más que una caminata de diez minutos: la llovizna encendida por el viento es más bien una batalla. La capital de la provincia de Lorena hoy es gala, pero algunas veces fue germana, y otras fue escenario de guerras entre imperios; este clima parece herencia de esos tiempos caóticos. Por fin, húmedo, me refugio bajo techo del Centre Pompidou-Metz. Su arquitecto, el japonés Shigeru Ban, se inspiró en un sombrero chino que encontró tirado en París; por eso la estructura es un tejido de tablones cubiertos, perfectos contra esta lluvia matutina.

Paso junto al estanque: en él flotan artefactos de madera que hacen ruidos al azar que, de vez en cuando, logran una melodía efímera. Aún húmedo, recorro la planta baja: la exhibición de piezas monumentales de la colección Pompidou es como una jungla de plantas jurásicas cuyos depredadores se llaman Pablo Picasso, Anish Kapoor, Sam Francis, Joseph Beuys, Dan Flavin.

Conforme recorro otros pisos y otras exhibiciones (la de Warhol, la de los amigos de Michel Leiris…), noto que los enormes ventanales son la exposición permanente del museo: cada uno de ellos expone un gran monumento de Metz (la catedral gótica, el parque Seille, la estación, que desde arriba se ve tan pacífica). Sigo húmedo cuando entro a la exhibición de Tania Mouraud: me pierdo un rato en sus deconstrucciones del lenguaje, me refugio unos minutos en ese cuarto blanco con escalones que ella llama “espacio de extensión del alma”. Termino de secarme mientras leo una frase suya escrita en un muro del museo: “Me voy a construir un mundo en el que pueda morir en paz”.

Tercera postal: Nancy
La plaza Stanislas, en Nancy, es considerada una de las más bellas de Europa; esta tarde está llena de andamios. Se ve, sin embargo, la escultura de Estanislao Leczinski, a la mitad de la plaza y, por tanto, a la mitad de la ciudad: la figura del regente de Nancy durante la primera mitad del siglo XVIII marca el final de la ciudad vieja (hacia la que él ve, llena de calles de serpenteo medieval e iglesias de aquella época, que hoy son cafés y bares de veraneo) y el inicio de la nueva (a espaldas de Estanislao, con sus calles cuadriculadas salpicadas de bellos edificios art nouveau, obra de la esporádica escuela artística de Nancy, que desapareció con el inicio de la Primera Guerra Mundial).

Estanislao está en toda la ciudad: su nombre es el de calles, plazas, comercios; hay varias esculturas suyas. Y todo es un poco por frágil casualidad: fue expulsado del trono de Polonia (dos veces); esto era una vergüenza para Luis XV, rey de Francia, porque Estanislao era su suegro. ¿El rey de Francia con un suegro sin trono? Así que Luis XV le dio a Estanislao la regencia de Lorena, cuya capital entonces era Nancy, siempre que a su muerte la provincia pasara a formar parte de Francia. Luis XV pensaba que su suegro, que ya sobrepasaba los 60 años, iba a morir pronto; sin embargo, Estanislao gobernó Nancy 30 años.

Todo en la vida de Estanislao, para bien y para mal, parece ser un culto a la fragilidad; igual que Nancy, que a pesar de ser una ciudad bellísima, tiene en cada esquina un recordatorio de tiempos mejores. Inclusive, debajo de la plaza, en el museo local, hay un enorme salón en el que paso el resto de la tarde viendo cientos de piezas de la artesanía más preciada de Nancy: la cristalería.

Cuarta postal: Colmar
Tengo desde el primer momento un problema con Colmar: nunca sé qué foto tomar. Camino detrás de Joan, un octogenario que me guía veloz, un poco malhumorado, por las callejuelas empedradas de la ciudad, soltando datos sobre cada inmueble y cada personaje.

Intento aprovechar cuando nos detenemos frente a una iglesia con reloj de sol, o junto a una patisserie con panes de colores, que parecen escenografía de obra de teatro infantil; pero todo es tan perfecto esta mañana, que me parece caprichoso fotografiarlo.

Las vigas expuestas, las casas que se vuelven más anchas con la altura, los techos a dos aguas recuerdan a los Alpes suizos, a pesar de que Colmar es parte de la provincia francesa de Alsacia (que hasta antes de la Segunda Guerra Mundial pasó tandas de 50 años repartida entre Francia y Alemania) y la ciudad-maqueta turística que todo país respetable debe tener; como Brujas es a Bélgica.

Sigo a Joan tan de cerca como puedo, a través de patios, por bellos escaparates; a veces, se molesta: “¡Primero escucha y luego haces fotos!”, me grita; no sabe que al buscar la foto ideal del riachuelo bordeado por casitas de cuento, no puedo evitar observar al acordeonista espontáneo que, sentado junto a esa pared, con esa boina, es tan típicamente francés.

Antes de correr a la estación, le pido a Joan una foto con él para tratar de apaciguar su humor. Ya en el tren, miro la imagen: como si fuera otro encantador inmueble, Joan sonríe sincero, como si no llevara toda la mañana gritando información, como si no estuviera jorobado, como si fuera joven. Creo que, al final, ésa fue mi mejor foto de Colmar.

Quinta postal: Basilea
El tram parte del nuevo centro de convenciones, un edificio de Herzog & de Meuron lo suficientemente grande como para albergar Art Basel (uno de los eventos de arte más importantes en el planeta) y Baselworld (uno de los más relevantes en cuanto a relojería).

Cruzo el río Rin por el puente Mittlere (que en su momento fue el único que cruzaba el enorme río); bajo para caminar por la calle Rittergasse (donde fotografío dos o tres hermosas puertas que albergaron algunas de las primeras imprentas de Europa) hasta la catedral; me aterro con el gesto burlón de las esculturas de la fachada (los benefactores Enrique II y Cunegunda, que reconstruyeron el edificio con gótica majestuosidad tras el terremoto que lo derrumbó en el siglo XIII, parecen niños haciendo calladas travesuras).

Paso a los salones de la catedral, llenos de lápidas; entre ellas veo la de Bernoulli, pensador fundamental de la hidrodinámica. Salgo a los patios superiores; veo el techo a dos aguas, de dos colores, símbolo de riqueza en la Edad Media. Observo desde ahí toda la ciudad: la universidad más antigua de Suiza, la mayor concentración de empresas farmacéuticas, un centro natural de negocios entre los países europeos; pensándolo bien, no entiendo por qué Basilea no es directamente la capital de Europa.

Bajo hasta llegar a un pequeño muelle. Espero ahí un barquito que me llevará a la otra orilla. Lo conduce un hombre barbado, descalzo, callado: va y viene de un lado al otro del río, todo el día; no sonríe; no se mueve más que para hacer tierra y tocar la campana que lo anuncia. La balsa se mueve por una suerte de tirolesa que va sobre el río, a la que se ata con una cuerda que lleva colgada la bandera de Suiza.

Al llegar al otro lado, me doy cuenta: Basilea está demasiado ocupada dominando Europa y el mundo como para preocuparse por hacérnoslo saber.

Sexta postal: Dijon
No me malentiendan: Dijon sí es una ciudad preciosa en la que se pueden hacer muchas cosas. Tienes iglesias hermosas, el set donde Gérard Depardieu filmó Cyrano de Bergerac, callecitas divinas. Pero lo que me mantiene ocupado durante la mañana es la mostaza (porque hay clichés que hacen una extraordinaria postal). Paso un par de horas en la tienda de Edmond Fallot probando todas las que puedo: la de siempre, con vino blanco, la que viene en grano, la que pica, la que tiene vino tino, la que lleva pan de especias.

Cuando he comprado la mitad de la tienda, me doy cuenta de que mi tren está a 15 minutos de partir. Así que corro por las calles del centro de Dijon: paso veloz junto al mercado (que los fines de semana vende artesanías y cuyo techo fue diseñado por Gustave Eiffel), vuelo junto a dos iglesias magníficas, alcanzo a oler de prisa dos restaurantes, diviso a lo lejos tres o cuatro callejones, cruzo una plaza, intuyo las bellezas decorativas de algunas tiendas.

Logro subir al tren jadeando, con las rueditas de mi maleta todavía rodando furiosas; agradezco que esto de llegar justo a la hora de partir sea posible al viajar en tren. Me debo ver muy mal, puesto que el señor junto a mí me observa extrañado antes de sonreírme: “Casi pierdes el tren”, me dice paternal. “Sí”, contesto, “me distraje con tanta iglesia, tanta calle, tanto restaurante…”, y abrazo mi bolsa con decenas de frascos de mostaza, esperando con toda mi fe que ninguno se haya roto en la carrera.

Séptima postal: Lyon
Apenas doy un paso rumbo a esas delicias variadas, cuando un intenso color rosa casi me derriba: esa panadería del mercado de Les Halles de Lyon tiene un mostrador repleto de panes salpicados de una extraña sustancia que parece Pepto Bismol. Paso de largo, no sin dedicarles una mirada inquisidora: éste es el mercado de alimentos locales apadrinado por Paul Bocuse, el mismísimo inventor de la nouvelle cuisine, por dios.

Estamos en Lyon, una de las capitales culinarias del mundo, probablemente la ciudad con más estrellas Michelin per cápita… ¿y una de sus panaderías se atreve a vender eso que parece basca de cariñosito radiactivo? Lo bueno es que de inmediato empiezan los puestos serios. Las charolas de quesos; los mariscos; los chocolates y los macarrones; las flores casi tan coloridas como las fruterías; la charcutería, que va escalando hasta coronarse en la hogaza rellena que preparan en Maison Sibilia, el proveedor de embutidos que le surte al mismísimo Paul Bocuse, el semidios local.

Paseo como gordo volador: Lyon es una ciudad hermosa, con su parte renacentista y sus edificios majestuosos a la orilla de los dos ríos que la cruzan; sin embargo, nada en esta ciudad es más conmovedor que estos puestos de manjares exquisitos. Salvo por las panaderías, claro, que insisten en exponer esos adefesios de puntos rosados. Me los encuentro una y otra vez, hasta que la mordida certera de una señora que devora uno de esos panes con ilusión infantil me convence de probar uno también. En ese instante, Lyon se vuelve mi ciudad favorita en el mundo: ya nada malo existe en ella.

Octava postal: Nimes
La garganta me está matando. Estoy en Nimes, una de las ciudades francesas de mayor influencia romana, y la garganta me está matando. Miro el único templo romano que conserva su base original, y sólo puedo pensar en mi garganta. Está nublado; salvo por eso, Nimes debe ser una ciudad espectacular para vivir: las casas tienen aire de campo, persianas de madera sombreadas por árboles de follaje amplio. ¿Podría mudarme aquí? ¿En qué trabajaría?

La garganta me latiguea para recordarme el primer principio del viajero: nunca ningún lugar es tan bueno como su turibús promete. No estoy en un turibús; no importa: me entiendes. Pero es que como bacalao y bebo vino rosado en una terraza que ve al templo romano. ¿Podría ser guía de turistas? No: el guía al que sigo es buenísimo; experto en historia. Explica la razón de que las ventanas hayan dejado de tener marco interior (un impuesto napoleónico); que la mezclilla es originaria de Nimes, y que por eso se llama “de-nim”.

Pero sobre todo es experto en Roma antigua, lo cual se agradece en una ciudad como ésta: cuenta que en el coliseo local se amuralló en algún momento toda la ciudad; que el símbolo de Nimes es un cocodrilo encadenado para representar la victoria de César Augusto sobre Marco Antonio (o más bien: de Roma sobre Cleopatra); deja lo mejor para el final: en el templo romano cuenta cómo los candidatos a gobernante hacían sacrificios espectaculares y regalaban carne, y narra muchas cosas interesantísimas sobre Roma.

Novena postal: Barcelona
Paso un día primoroso en Barcelona: subo a pie al Montjuic, como mariscos en la Boquería, bebo una caña en el Barrio Gótico, camino por la Rambla y por Paseo de Gracia, abordo el turibús muchas veces. Pero nada de eso importa, porque me hospedo en un hotel que en la planta baja es una panadería. Se llama Praktik Bakery, y el lobby es un mostrador con toda clase de brioches, croissants y baguettes.

Cuando pido un pan con crema de almendras, la chica que atiende me lo da con una sonrisa, guiña el ojo y me dice: “Que aproveche, guapo”. Así que me parece que no vale la pena hablar de toda Barcelona, si de las horas que pasé allí lo mejor fue esto: por la noche cuando llego a dormir y por la mañana al despertar y cuando hago el triste, triste check out, el hotel huele a pan recién hecho, como huele el principio de los días de verdad primorosos.

Décima postal: Madrid
Ya es casi medianoche, y el lobby del hotel está vacío. Es uno de esos lugares con alfombra de alcurnia, en el que da pena estar sin corbata. Hemos terminado de cenar a todo lujo: la mejor sommelier de España sirvió los vinos y hubo cinco tiempos. Ya medio bizcos, caminamos al bar.

Somos los que quedan de un grupo grande de viajeros; cuatro o cinco, nada más. El bar del hotel Ritz Madrid es lo que se esperaría de ese lobby con detalles de latón y mesas de cristal: un bar pequeño, de hombres rudos de hace varias décadas. De las paredes cuelgan fotos de celebridades que se han sentado ahí, ahí mismito. Ahora estoy un paso más cerca de Hemingway, supongo.

Nos van a dar un trago de casa: el Dalitini. Se trata de un martini seco, normal salvo por un último detalle: dos gotas de granadina. El Ritz de hoy usa granadina porque asume que sus huéspedes son civilizados; el original fue culpa de Salvador Dalí, que una noche, al beber su martini en esta misma barra, se cortó un dedo.

Las gotas de sangre en su bebida, dirían los españoles, lo hicieron flipar. Le pareció una cosa tan, pues, tan Dalí, que se acostumbró a cortarse antes de beber. Con el tiempo, se volvió una insignia de la casa, sobre todo, porque sirve para empezar una larga serie de anécdotas, podría decirse que de postales, sobre los huéspedes célebres que han pernoctado aquí.

Yo quisiera referir varias de ésas, pero no puedo: mañana parto de regreso a México, y como voy en avión y no en tren, tengo que estar en el aeropuerto tres horas antes de que salga mi vuelo. Además, estoy en Madrid: tengo que salir, ver algo, la noche madrileña. Equilibrar con algo de caos la calma de este hotel tan silencioso.

 
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