Nueva Zelanda a todo color

En Nueva Zelanda todo parece estar en alta definición.

05 Jul 2019
Nueva Zelanda a todo color

Enfoqué de nuevo el paisaje y me pareció que su observación no podría haber sido más atinada. Cada contorno de las montañas, cada árbol, cada uno de los patos que nadaba junto a la orilla, todo parecía más real de lo normal, como ver una película en hd. A todo color y a todo detalle. Era la última mañana, las últimas horas. Estábamos en Queenstown y acabábamos de bajar de la montaña. La última cerveza, mirando al horizonte, un domingo que no fue como los demás.

 

Nueva Zelanda suele asociarse con términos como lejano, mantequilla y ovejas. La asociación está justificada. A diez mil kilómetros del continente americano y a unos ocho mil de Asia, Nueva Zelanda es un pedacito de tierra aislado del mundo. El producto más exportado del país son los lácteos y por eso, tampoco sorprende encontrar mantequilla neozelandesa en los anaqueles de cualquier supermercado del mundo. Y las ovejas, bueno, ¿alguien no sabe que hay 14 ovejas por persona en este país?

 

Con todo y los lugares comunes, Nueva Zelanda es mucho más que lácteos, animalitos y un sitio remoto. Para darse cuenta de eso no hace falta más que recorrer las calles de Auckland, su mayor ciudad (aunque no la capital, ésa es Wellington, más al sur).

 

Auckland es una ciudad que se siente moderna, limpia, organizada, con un aire a San Francisco y a Seattle. La brisa fría del mar refresca las calles y las avenidas, más bien vacías, porque aquí el concepto de tráfico es muy relativo. Pero eso no es lo que me llama la atención de la ciudad. Lo que sorprende es el ritmo. Lento, sosegado y tranquilo. El ánimo general se siente en calma, algo que hace mucho no experimentaba en una gran ciudad.

 

La primera parada es para llenar el estómago, y la primera sorpresa, también. Depot es un restaurante fresco y sin pretensiones, con un guiño joven en los detalles: latas de metal que sirven como contenedores para los cubiertos, bancas altas de madera  y la cocina, al fondo, abierta hacia los comensales. La idea es compartir: unas hamburguesitas de rodaballo con mayonesa de limón y berros, linguini de tinta de calamar con almejas y chorizo en sauvignon blanc y unas ostras, tio point, que hicieron que se me olvidaran las más de 20 horas de viaje. Buena comida, buenos vinos y, muy importante, buen café. No lo esperaba pero se recibe con gusto (los kiwis presumen ser los mejores mezcladores de café del planeta y puede que estén en lo cierto).

 

En la tarde el paseo nos lleva a Auckland Domain, el parque más antiguo de la ciudad, que se extiende sobre los restos de un antiguo volcán. Toda la zona de la isla norte de Nueva Zelanda tiene un origen volcánico, algo que puede apreciarse desde el aire incluso. En el borde del cráter se encuentra el Museo Memorial de la Guerra pero nosotros nos decidimos por una visita a los Jardines de Invierno. El espacio de los invernaderos es pequeño, caluroso, repleto de diferentes flores que cuelgan y crecen por todos lados. En el centro, un patio con un estanque en el medio. Pero hoy hay concierto, y el patio está a reventar. Hay gente sentada en todos los rincones. Algunos sobre mantas, otros con sillas, algunos recostados, otros bailando. La escena es memorable. Nos sentamos en una esquina a observar. Hay quienes llegaron preparados: botella de vino y botanas en la hielera. Hay quienes llevaron a los niños, que corren a lo largo de la orilla del estanque. Están las mujeres que bailan, sólo porque pueden y les da la gana. A nadie parece importarle nada, más allá de estar ahí, escuchando la música de la banda —cuyo origen ecléctico sería difícil de descifrar. Cuando nos vamos estamos de buen humor. Como si todos nos hubiéramos contagiado un poco del ánimo inequívocamente hippy de la multitud.

 

En general, Auckland parece compartir este carácter. Al día siguiente me encuentro con Paulina, una chica mexicana que llegó a Nueva Zelanda por casualidades de la vida y terminó quedándose, por otras casualidades. Ella ve lo que veo yo, tiene los ojos de una chilanga. “Aquí todos son gente del campo. No existen las pretensiones, se nota por la manera en la que se visten. Todos se despiertan temprano. No les interesan los lujos materiales”. Tiene razón, aunque la descripción suene extraña. Si uno pone atención, es muy poco común ver un coche último modelo en la calle. ¿Para qué? No es algo que necesiten. Pero, ¿bicicletas de montaña? Las mejores del mundo. En Nueva Zelanda, de una o de otra manera, la vida está volcada a la naturaleza. Y eso, en Auckland se nota y mucho (aunque los kiwis piensen que es una selva de concreto). Sólo hace falta subir al Mount Eden al atardecer para darse cuenta, primero, que nadie más que los extranjeros suben en coche, segundo, que en este país el deporte es una cuestión de estado. 

 

Los grandes lagos

Nuestro recorrido nos lleva a dos gigantes, el lago Rotorua y el lago Taupo. Empiezo a entender un poco más de este país. Los paisajes son, casi siempre, dramáticos. Montañas, valles, volcanes, siempre con un toque final en la decoración: la ovejas. El mito de los lácteos también empieza a tomar forma, y no es ningún mito: quesos y mantequillas que dan ganas de llevar de recuerdo. Otra constante más, hay mexicanos por todas partes, cada pueblo o ciudad u hotel nos regala a un feliz expatriado que disfruta de vivir en el país que, concluyo, es oficialmente el más opuesto al nuestro.

 

Rotorua es un lago y una ciudad al mismo tiempo, es famoso por sus aguas termales, y dicen que huele a azufre. Yo no me doy cuenta o tal vez estoy distraída mirando al helicóptero que nos llevará de paseo. Volcanic Air, ya el nombre de la compañía invoca una aventura. Despegamos a la orilla del lago y no tardamos en bajar de nuevo a tierra, una escala para almorzar en Mokoia Island antes de seguir a nuestro destino final. Nos acomodamos en un espacio abierto y empezamos a montar el almuerzo sobre manteles. Parece una actividad normal, sentarnos a platicar alrededor de canastas llenas de comida en una isla desierta en el medio de un lago, pero claramente, no lo es. No es algo que haga todos los días.

 

Después del almuerzo despegamos de nuevo, vamos a White Island, el volcán más activo de Nueva Zelanda. Entramos por una orilla y el piloto se acerca al borde del cráter; el interior parece como una gigantesca caldera con vapor y gases que suben al cielo. Aterrizamos en un extremo de la isla, el cráter queda al otro lado. Pero ésta no es una isla cualquiera, cada centímetro está vivo: un hilo de agua que serpentea de un lado, la tierra que no es tierra, las rocas que están cubiertas de sulfuro. Caminamos con cuidado para acercarnos a esa abertura que hace las veces de respiradero. Mientras más cerca estamos, más cuesta respirar, pero el espectáculo es hermoso e impresionante. Parece, literalmente, como si estuviéramos en otro mundo, y lo irónico es que un volcán no tiene nada de raro en el nuestro. Tal vez los que vivimos en otro mundo somos nosotros.

 

Llegamos a Taupo al atardecer, a Huka Lodge, un lugar más adecuado para el príncipe William y Kate (que mientras escribo este texto posiblemente estén ahí mismo alojados), aunque después de un baño y un cambio de outfit me siento menos fuera de lugar. Louise y Tazio —otro mexikiwi— nos acompañan en la terraza para tomar un aperitivo. A la derecha, el río baja veloz, todo el resto del paisaje es un bosque cerrado, verdísimo. El lugar es perfecto, y el ambiente se siente casero aunque refinado. El hotel, que nació como el refugio de pesca de Alan Pye, es tal vez el más clásico lodge de Nueva Zelanda, con hermosas vistas del río, habitaciones amplias y con cuidada decoración y un súper servicio. No por nada, es cierto que hasta aquí llega la reina de Inglaterra y su familia cuando vienen de visita (no hay que olvidar que Nueva Zelanda sigue siendo parte de la corona inglesa).

 

Cenamos en el lodge, y la cena demuestra por qué la propiedad es un Relais & Chateaux. Pero tal vez la mejor parte sean los vinos y los quesos. Para empezar, siempre, un Sauvignon Blanc, seco y aromático (nunca hay que desperdiciar la oportunidad de tomarse uno viajando por este país) y después, un Pinot Noir para acompañar la gigantesca tabla de vinos que sirven a la hora del postre en una de las salas del lodge. La desconfianza que me producían las botellas sin corcho empieza a desaparecer, y la novedad de descubrir los vinos de Nueva Zelanda, me gusta. Una sorpresa más para mi baúl de recuerdos.

 

Después de cenar vuelvo a mi cabaña. En mi terraza, que mira hacia un extenso jardín y al río, un grupo de patos pasan a hacerme una visita nocturna. El aire está frío, limpio, transparente. Me siento a escuchar los ruidos del río y a llenarme los pulmones con ese aire medio helado. Regreso a mi cuarto, lista para dormir.

 

Antes de despedirnos del Huka Lodge pruebo su desayuno. Termino de enamorarme de este lugar cuando llega a la mesa una pequeña sartén de hierro con tres generosas rebanadas de tocino casero, dos rebanadas de pan y unos huevos revueltos. No puedo imaginarme una mejor manera de empezar el día. El chef sale de la cocina a preguntar cómo va todo y no puedo evitar decirle, que hasta ahora, el desayuno ha sido mi parte favorita. Nos despedimos de Louise y de Tazio y partimos a una hacer una visita a las cascadas de Huka, pequeñas pero de un azul brillante.

 

Veinte minutos más tarde llegamos al lago Taupo, el más grande del país, con más de 600 kilómetros cuadrados. El plan es hacer un pequeño recorrido por el lago y pescar. Nos enseñan a preparar las carnadas y a colocarlas en los anzuelos. Hay que saber manejar el hilo y los carretes, cosa que parece bastante complicada. Una vez preparado el asunto hay que esperar a que pique. Para algunos es aburrido, pero es una buena manera de disfrutar el paisaje. Finalmente, cuando el hilo comienza a moverse es hora de jalar, una vez más, con mucha calma y mano firme, para no perder al pez. Esa noche cenamos trucha, cuya pesca está regulada para evitar la sobreexplotación. 

 

La bahía que antes no estaba ahí

La última parada en la isla del norte es Hawkes Bay, una de las regiones con mayor producción de vino. Pero antes hacemos una parada en Napier, una ciudad que se hizo famosa después del terremoto de 7.9 grados que cambió su geografía. Reconstruida después del temblor, en los años treinta, la ciudad entera se levantó con el mismo estilo, art decó. Hoy, Napier presume su herencia arquitectónica ofreciendo tours por sus calles.

 

Pero lo que esta visita recuerda es que Nueva Zelanda es una nación joven, hasta 1832 fue algo así como “tierra de nadie”. Los maoris, los primeros en llegar aquí desde Polinesia, no guardaron una historia escrita, solamente oral y muchos de ellos murieron con la llegada de los europeos. Por eso, Napier, que para nosotros tendría una historia demasiado reciente para presumirse, es un sitio histórico. Aquí no hay antiguas pirámides, ni frescos en las iglesias. Pero, con una naturaleza intocada desde hace miles de años, tampoco se echa en falta el paseo cultural. La visita guiada por el distrito art decó la encabeza Tere, otra mexicana que por extrañas circunstancias se instaló aquí hace unos años. 

 

La siguiente escala es Cape Kidnappers, un resort que se extiende sobre las laderas de las montañas, con la bahía a lo lejos como telón de fondo. La propiedad es inmensa, 6000 hectáreas de naturaleza protegida. Cada habitación es una amplia cabaña de madera, con techos altos y paredes blancas, donde dan ganas de pasarse un día entero disfrutando la vista desde la terraza. Pero primero hay que cenar. Después de tomar el aperitivo en una de sus salas, nos sentamos a disfrutar un festín de platos que incluyen vegetales cultivados en la granja del hotel. El vino, de nuevo, hace que se nos pasen las horas entre pláticas y risas.

 

Pero todavía nos espera uno de los encuentros más emocionantes del viaje y al día siguiente nos adentramos en los bosques protegidos del hotel en la búsqueda de un kiwi, el famoso animalito que es insignia nacional y que da origen al apodo de todo un país, pero que la mayoría de los kiwis confiesa no haber visto nunca en su vida. La especie, en peligro de extinción, tiene muchos depredadores y sale solamente de noche, por eso es extraño ver uno, pero dentro de la propiedad funciona un programa de protección que ha ayudado a hacer crecer a la población. Cada animalito tiene un chip que transmite una señal, para poder localizarlo. 

 

Nos adentramos en el bosque con todo y antenas, para rastrear a uno de ellos que llegó aquí lastimado, de otro refugio. Cuando lo encontramos, en medio del bosque y en plena luz del día, todos quedamos boquiabiertos. Es una bolita de pelo pequeña, se llama Hippy. Se acerca sin miedo a nosotros aunque nos explican que no es común, Hippy está acostumbrado al contacto humano, por eso se deja acariciar.

 

La capital natural del mundo

Ya me lo había dicho Paulina en Auckland, “si no vas a la Isla Sur no vale la pena venir a Nueva Zelanda”. Y no exageraba. Mientras nuestro avión desciende entre las montañas, cada vez más estrechas, Queenstown yace en el fondo, y parece literalmente salido de un cuento. Unos minutos después ya estamos caminando por Arrowtown, una población que floreció durante la fiebre de oro y que hoy es un paseo turístico obligado. El río Kawaru corre paralelo al pueblo, donde llegó a haber asentamientos chinos, hoy reducidos a una casita de madera. 

 

Nuestra siguiente parada nos lleva al puente que cruza el río, famoso no por otra cosa sino porque éste fue el primer bungy comercial del mundo, otra sorpresa neozelandesa. Algunos entusiastas del grupo se animan a lanzarse al vacío, 43 metros desde el puente hasta el agua que corre abajo, de un azul turquesa imposible. Yo me quedo abajo, mirándolos. Es una de esas cosas que nunca me he cuestionado siquiera hacer, no me interesa. Triunfantes regresan tres aventureros del grupo: Bruna, Pedro y Rogelio. La emoción del salto nos la curamos en Amisfield Winery, una bodega que además de viñedos y vinos tiene una gran terraza al aire libre donde alimentar a los aventureros que recorren la zona. En la cocina, de nuevo, mexicanos. Pero este viernes, que empezó muy temprano en el aeropuerto de Niper, apenas comienza.

 

Dos helicópteros nos esperan para llevarnos a Milford Sound, uno de los fiordos que conforman el Parque Nacional Fiordland. Entonces no sabemos lo que nos espera. Despegamos y a los pocos minutos estamos todos con la boca abierta pero incapaces de decir nada. Primero cruzamos el lago Wakatipu, y los tonos de azul turquesa, que van cambiando con la luz del sol, me dejan helada. Seguimos por las montañas, cada vez más altas y escarpadas. Al mando de nuestra excursión está Choppy, dueña de la compañía de helicópteros y aventurera experta. Cada tanto la vemos hacer una maniobra que seguramente, a bordo, se siente igual de miedosa a como se ve.

 

Aterrizamos en un glaciar y vamos todos vestidos igual que cuando salimos de Niper en la mañana, pero no importa. Aquí no hace frío, al contrario, el sol hace que la temperatura sea agradable. Caminamos con cuidado, pues algunas aberturas en el hielo se extienden a las profundidades, sólo se alcanzan a ver las distintas tonalidades de azul que se perciben de entre las grietas. Venir aquí es un lujo, el gobierno regula la cantidad de visitantes que pueden llegar cada día para evitar que el glaciar sufra las consecuencias del turismo.

 

En el camino de vuelta disfruto el paisaje y me doy cuenta de que, a estas alturas, me estoy acostumbrando a que todo a mi alrededor sea naturalmente perfecto. El helicóptero desciende a las orillas del lago Wakatipu, en Blanket Bay, nuestro hotel para esta noche. Pero es muy temprano para acabar nuestro viernes especial: apenas llevamos avión, bungy, helicóptero y viñedos. Aprovechamos la hermosa vista desde los campos del hotel para sumergirnos en la alberca antes del atardecer. Esa noche, la cena, donde esta vez conocemos a una chilena, está plagada de risas. La mezcla entre el cansancio y el buen sabor de nuestras experiencias del día nos da a todos una contagiosa risa fácil.

 

A la mañana siguiente salimos a explorar los alrededores del lago y el río Dart, que nutre al lago trayendo agua desde los glaciares. Un jetboat nos espera en el muelle del hotel: parece bastante inocente pero en cuanto arranca sentimos la velocidad que alcanza. Se desliza sobre el agua, como volando… hasta que el conductor nos hace una indicación con el dedo índice, girándolo. Los que giramos somos nosotros, con todo y barco, a toda velocidad. La actividad termina por despertarnos a todos.

 

Nos adentramos en el río Dart, que más que un río parece un pequeño riachuelo que corre entre un río de piedras. Continuamos subiendo, el aire cada vez más frío, el paisaje cada vez más dramático, las cimas de las montañas escarpadas y los parches de nieve formando extrañas decoraciones. La carretera, que permite el paso de coches, acaba pronto, en adelante no hay otra manera de llegar aquí que por el río o a pie, cosa que para los kiwis es común, muchos se animan a hacer estas caminatas que duran varios días.

 

Hacemos una parada para estirar las piernas entre los árboles. Si no fuera porque hay gente a mi alrededor pensaría que soy el primer ser humano en caminar por aquí: todo es tal y como debería. Naturaleza en verdadero estado puro. Recuerdo entonces que en los últimos días, durante una plática, un local me soltó la maravillosa frase de “En Nueva Zelanda el mayor lujo de todos, es gratis.” Se refería a la naturaleza, desde luego, y efectivamente, sin importar qué tanto dinero ganes ni dónde vivas, todos en este país disfrutan como el más rico, pues su patio trasero es el jardín más envidiable.

 

Donde todos querríamos vivir

Las últimas horas en Queenstown se nos escurren, llegamos al final y estamos más convencidos que nunca de que no queremos que termine. Hay que exprimir el tiempo. Sentados en playa de rocas, mirando el atardecer, recordamos las experiencias de los últimos días. La parada final es la culminación perfecta, ya no nos resulta extraño que mientras unos corren por la calle otros esquíen en el agua y otros bajen por la montaña en bicicleta. De hecho, en este punto, querríamos ser como ellos. Si viviéramos aquí saldríamos mañana a hacer un trecking de tres días por el bosque, no tendríamos coche sino bicicleta de montaña. En Queenstown uno quiere ser neozelandés y olvidarse del resto del mundo.

 

Después de la cena, encabezada por Trevor, quien ha sido responsable de organizar todo este recorrido, no nos queda de otra que seguir la noche y brindar a la salud del organizador del viaje. Queenstown es una ciudad joven, llena de aventureros que llegan de todos los rincones del planeta para disfrutar de la capital mundial de la aventura y por eso, su vida nocturna, a diferencia de otras ciudades de Nueva Zelanda, es animada. Aquí se madruga también, pero muchos sufrirán la resaca. Dos bares son suficiente para mandarnos a la cama agotados, nos espera un largo camino de vuelta a casa.

 

La última mañana iba a llover. Eso decía el pronóstico. Pero amaneció sólo ligeramente nublado. Tenía una asignatura pendiente y había pensado que el clima decidiría por mí. La cita para desayunar fue en Fergburger, el local más popular de la ciudad, tanto así que la única hora para comerse una hamburguesa sin tener que hacer fila es a las diez de la mañana. Mientras disfrutábamos del “ligero” desayuno, con tocino y queso, le confesé a Rogelio mi preocupación: “Lo he estado pensando y creo que debería de saltar del bungy. Nunca me interesó siquiera intentarlo pero he estado pensado y no me gusta sentir que no puedo hacer cosas. Quiero demostrarme a mí misma que el miedo no es un límite.” Rogelio me escuchó silencioso. Justo delante de nosotros, en la cima de Bob’s Peak, otro bungy de la misma compañía me ofrecía una opción para resolver el tema. Terminamos de desayunar y nos encaminamos a la góndola que conduce a la cima de la montaña. Eran apenas las once y teníamos la mañana libre, sin ningún plan. Decidimos subir y considerar la opción del salto desde ahí.

 

Después de discutir el uso del término “procrastinar” durante el camino, expresión que no uso nunca pero muchas veces practico, llegamos a la cima de la montaña. Y para no aplazar lo inevitable fuimos directamente al bungy. Aunque el salto era de 47 metros, los 400 que separan la montaña del suelo hacen que la vista sea verdaderamente atemorizante. Pero yo me había convencido de que tenía que hacerlo: pagué, firmé y marcaron mi peso en el dorso de mi mano, luego intenté no pensar nada más.

 

El pánico se apoderó de mí cuando tenía el equipo puesto, puede ser que nunca haya sentido tanto miedo en mi vida. Pero cuando uno se convence de que tiene que hacer algo, o peor todavía, de que debe de demostrarse que puede hacerlo, no hay que dar vuelta atrás. Sacando fuerza de donde no la tenía salté al vacío. Y el pánico no se fue a ningún lado, sólo volví a sentir el cuerpo cuando volví a la plataforma desde donde había saltado. Después de bajar de la montaña Rogelio y yo nos sentamos a celebrar el triunfo bebiendo cerveza en la playa. “Aquí todo parece estar en alta definición”, dijo

 

Cuando aterrizamos en la Ciudad de México seguía siendo domingo, el domingo más largo y más fuera de lo común de mi vida. Todavía llevaba marcado, en el dorso de mi mano izquierda, las dos cifras que indicaban mi peso y el buen sabor de boca de haber vencido el miedo. ¿Volvería a hacerlo? No, nunca más. Bueno, tal vez, si viviera en Queenstown yo sería una persona diferente. Tal vez entonces lo haría de nuevo y después, me iría a caminar por la montaña. Porque en Nueva Zelanda todos seríamos otra persona. 

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