Un viaje a Tahití, para soñar con islas

Un recorrido por tres islas de la Polinesia Francesa, el lugar ideal para relajarse y conectar con la naturaleza.

11 Apr 2025

La Polinesia Francesa es un vasto paraíso compuesto por más de cien islas y cinco archipiélagos, con una extensión similar a la de Europa. Viajar hasta allá desde México es como embarcarse en una travesía eterna, cruzando el globo hacia un rincón del mapa dominado por el océano: un vuelo a Los Ángeles para hacer una escala y salir casi a medianoche rumbo a Tahití, con el famoso red eye, que llega al amanecer del siguiente día. Y durante el vuelo, aunque intentes ubicarte en el mapa de la pantalla, no podrás ver más que mar. Nunca tienes referencia de algún tipo de tierra debajo de ti. Todo para alcanzar esa imagen de ensueño que vemos en los salvapantallas de oficina, de playas e islas idílicas que cobran vida.

Hay dos tipos de islas: las continentales, que se desprenden lentamente de los continentes, y aquellas que emergen desde el corazón de la Tierra, impulsadas por una energía volcánica inimaginable. Las islas de la Polinesia Francesa pertenecen a este segundo grupo, al ser volcánicas y coralinas, lo que les otorga una magia única. Por un lado, la imponente presencia de sus montañas; por otro, el fascinante gradiente de colores que el coral, formado durante milenios, ha pintado alrededor de estas islas.

Desde el avión, los colores se vuelven vibrantes: verdes turquesa, amarillos, azules y hasta un techo morado. No sé si es el jetlag o el cansancio del viaje, pero entre sueños y despertares me encuentro rodeado de un espectáculo de tonalidades que parecen salidas de un cuadro de Gauguin.

Tahití, además de ser el destino de luna de miel por excelencia, ofrece todo lo necesario para desconectarse de la rutina y regresar renovado. Soñar con islas es imaginarse alejado, separado, en soledad, pero también es pensar en un nuevo comienzo, en la oportunidad de reinventarse. Tan pronto como el ser humano pisa una isla se siente apartado del resto del mundo.

Bora Bora

Todo lo que hayas escuchado sobre la idílica isla de Bora Bora se queda corto cuando la contemplas por primera vez.

En la Polinesia, los trayectos entre islas se hacen en aviones pequeños o en ferries. Desde el Aeropuerto Internacional Tahiti-Faa tomamos una avioneta que en menos de 40 minutos nos transportó hasta nuestro destino final. Dependiendo del lado que te toque en el avión, puedes ver Bora Bora desde el aire y entender la dimensión de la montaña y la escala frente a toda la isla: una composición perfecta, una figura única, lo que seguramente atrajo desde siempre a exploradores a esta irreal tierra.

Desde la avioneta, la composición de la isla te deja sin aliento. A pesar de su limitada superficie, de apenas 29.3 kilómetros cuadrados, Bora Bora tiene su propio aeropuerto, Motu Mute, construido en 1943 por el ejército estadounidense –un recordatorio de su presencia en prácticamente todos los rincones del mundo–. Nunca me había tocado esperar las maletas casi al aire libre, viendo nuestra lancha a unos metros. Aquí no hay filas para los taxis. Sales directo al mar y en menos de 25 minutos llegarás a tu hotel. En mi opinión, ese es el tiempo perfecto que uno necesita para darse cuenta de a dónde está llegando. Nuestra pequeña embarcación nos llevó a Le Bora Bora by Pearl Resorts, donde a lo lejos se pueden ver las curvas de unos impresionantes búngalos sobre el agua.

La particularidad de este hotel es que cuenta con la mayor extensión de tierra en la isla, favorecida con playas más amplias que en cualquier otra propiedad, pero también hay suficiente espacio para crear uno de los jardines más impresionantes que he visto. Aquí te das cuenta de que las miles de variedades de plantas en esta parte del mundo brillan con un verde más intenso, son un poco más grandes y exóticas, formando algo así como una versión amigable de Jurassic Park. Ahí mismo se encuentra Tāvai Spa, que tiene su propio jardín secreto con enormes piedras de la isla y ofrece una extensa variedad de tratamientos basados en elementos locales, incluyendo un increíble masaje con exfoliante de pulpa de coco.

Otro atractivo de la isla es su laguna turquesa. Al sumergirte por primera vez en estas aguas, quedas enganchado y realmente comprendes que todo el viaje ha valido la pena. No estoy seguro de si tiene que ver con la temperatura o con los colores intensos, pero lo cierto es que todo el sueño del coral está aquí: hacer esnórquel y nadar con tiburones de punta negra o ver ocho mantarrayas semidormidas bailando en sincronía debajo de ti. No hay ningún tratamiento de spa que pueda superarlo. Recorrer la isla en lancha, con un par de cervezas Hinano, completa un día perfecto en Bora Bora.

Raiatea y Taha’a

Las dimensiones de la Polinesia Francesa y la disposición de las más de cien islas que la conforman sólo cobran sentido a medida que te desplazas por el archipiélago. Para llegar a nuestro siguiente destino tomamos un vuelo desde el diminuto aeropuerto de Motu Mute hacia Raiatea, una isla que ofrece un vistazo a la vida diaria de sus habitantes: hay un puerto muy chiquito, en cuyo centro tienen supermercados, tiendas, un par de plazas, cabinas telefónicas en desuso, escuelas y coches que andan por la carretera que bordea la isla.

Nuestra primera parada fue en un marae, complejos sagrados para las sociedades polinesias. El nombre hace referencia a “un claro, libre de malezas y árboles”, un espacio que hace posible la reunión comunitaria en medio de lo indómito de la naturaleza. El marae de Raiatea precisamente es un gran rectángulo empedrado, rodeado de unas piedras enormes, de más de tres metros de altura, que bien podrían parecer una instalación artística milenaria, una iglesia o un deshuesadero de coches; una extraña configuración para marcar un límite imposible entre el orden artificial y lo caótico de la naturaleza, que subraya la repulsión inevitable entre mar y tierra, con todo el peso de la historia de la isla y la mística de su fe.

Más tarde nos adentramos en el hermoso valle de Tepuhapa, una selva salvaje entre las montañas. En este entorno verde y exuberante, lejos de cualquier rastro de civilización, pudimos disfrutar un masaje perfecto, acompañado por el sonido real de un río y no de una playlist de elevador, típico de los spas convencionales. La relajación es total durante los 60 minutos del tratamiento en este lugar idóneo. La combinación de montaña y mar es simplemente increíble. Después, una zambullida en el río nos termina de revitalizar por completo.

Aún tenemos tiempo para dar un vistazo rápido a la plaza y algunos edificios de la ciudad antes de partir hacia la vecina isla de Taha’a, en un trayecto de 40 minutos en lancha. Siempre está presente esa sensación de lejanía cada vez que te mueves entre islas: sabes que, para volver al punto inicial del viaje, tendrás que sumar cada trayecto en lancha. Es como irse moviendo por escalas.

Taha’a es famosa por su cultivo de vainilla, de calidad excepcional, pero también por su producción de ron, que conocimos al visitar la destilería Mana’O, donde fabrican un ron blanco fuerte pero muy bueno. Ahí mismo también producen ron añejo y un muy aceptable intento de ginebra.

Toda la Polinesia es famosa por su producción de perlas, así que nosotros visitamos una granja donde a los ostiones les insertan una pequeña “basura” para que, al tratar de expulsarla, vaya haciendo la propia perla. Hay una señora con una lupa abriendo ostiones e insertando esta “basura”, para después regresarlos al mar. Al pasar unos cinco años, los sacan para ver el tipo de perla que se logró.

Nos hospedamos en Le Taha’a Island Resort & Spa, un complejo de lujosos búngalos que, como la mayoría de los hoteles en el archipiélago, se suspenden por encima del agua turquesa, soportados por unos pilotes de madera. Una vez más, una propiedad tranquila que ofrece el lugar perfecto para desconectarse y, simplemente, no hacer nada.

Moorea

Moorea, otra joya del archipiélago de la Polinesia Francesa, es nuestro último destino. Llegamos desde Tahití en un ferry exprés y nos reciben con un delicioso mango, ligeramente más agrio que el mexicano, pero igualmente irresistible, incluso con un toque de falso Tajín polinesio. Es esa sensación familiar de probar algo conocido, pero con un giro sutilmente diferente.

Precisamente exploramos Moorea a partir de su gastronomía, desde snacks callejeros hasta algunos locales recomendados. El plato más emblemático de la Polinesia es el poisson cru, pescado crudo en leche de coco. Aunque recuerda al ceviche que conocemos, se asemeja más a la versión peruana, con menos acidez que el mexicano. Es el platillo perfecto para este clima, este mar, estas islas. Cada lugar ofrece su propia versión, con un toque único.

Pasamos por Snack Didier, un pequeño restaurante bar donde la mezcla cultural marca la diferencia, especialmente por la deliciosa influencia china en su cocina. La última parada en este tour culinario es Snack Rotui, una mini tienda/cafetería con vistas impresionantes de la montaña y el mar. Desde el momento en que llegas sabes que es un lugar frecuentado por locales, donde la gente simplemente viene a ponerse al día.

Después del paseo gastronómico es momento del santuario tortuguero de Capitán Taina. La terapia natural en Moorea es el agua cristalina de este lugar, perfecta para buscar tortugas y, si tienes suerte, presenciar el momento en que suben a respirar. Sería difícil encontrar otro lugar en el mundo donde tener una experiencia tan íntima con estos animales. Además hay una gran variedad de peces y las majestuosas mantarrayas leopardo. Todo culmina con un almuerzo en una pequeña isla de ensueño, como sacada de una caricatura. Es la isla más chiquita que he pisado en mi vida, tan pequeña que parece artificial. Tiene la escala perfecta para poder hacer un asado, reposar bajo la sombra con una chelas y, obvio, nadar y esnorquelear.

Lo único que faltó en este viaje por la Polinesia Francesa fue tiempo. Me quedo con ganas de escalar cada montaña de cada isla, de recorrer todos los picos y terminar con un chapuzón en cada bahía. Me quedo con ganas de explorar las islas Marquesas, al norte de la Polinesia, y de ver la naturaleza que dejó sin aliento a Gauguin. Me quedo con ganas de hacer recorridos en catamarán, saltando a una isla diferente todos los días.

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