¿Qué cuenta Montreal?
En este recorrido por los nuevos barrios jóvenes de Montreal, las historias se cuentan a través de los restaurantes y galerías.
POR: Claudia Itzkowich
Un mural pintado recientemente sobre un muro de ladrillo frente a la estación de metro Beaubien podría bastar para entender lo que sucede en la zona más progresiva de la ciudad. Un pitbull terrier con cuerpo de humano, un aura alrededor de la cabeza, vestido de traje pero descalzo y con un corazón rojo en el pecho, deja ir una paloma de la paz, con una rama de olivo en el pico. Pero la mezcla zoológica no es una mera ocurrencia. El artista, Jean Labourdette, está protestando, quiere mandar un mensaje al mundo acerca de “lo que pasa en Montreal”. Y lo que pasa en Montreal (una de las cosas que pasan en Montreal) es que se está discutiendo un proyecto de ley que prohibiría adoptar nuevos pitbulls, que obligaría a los dueños que ya los tienen a llevarlos con bozal, entre otras medidas orientadas a evitar ataques violentos por parte de los miembros de esta raza considerada como agresiva. Labourdette ya hizo también camisetas para su causa. Su lucha es la de centenares de montrealenses que se han manifestado al respecto, igual que como lo hacen en contra del fracking en territorios de los pueblos originarios o de las medidas antiinmigrantes.
Porque hay tiempo de sobra. Porque se vive bien. Porque, además, desde ahí, parece que se puede vivir aún mejor. Ésa es al menos la convicción y la razón de ser de los bienintencionados estetas que pueblan departamentos, estudios, cafés, restaurantes, galerías y cervecerías artesanales de la Petite Italie y otros barrios del sector de Rosemont-Petite-Patrie —nombre, por cierto y para diversión de muchos de ellos, tomado de la serie homónima de los años setenta.
Esta zona, ubicada al norte de las vías del tren, es la que hay que recorrer para enterarse de lo que está pasando en Montreal, y lo que se piensa hacer al respecto. Ya sea que esas ideas se discutan durante un picnic en el parque, en un salón de belleza que osa llamarse Favela Chic o al son de un copioso brunch dominical.
El telón de fondo
Durante mucho tiempo, esa concentración de lo creativo que tiene lugar en buena parte de las ciudades —la que se suele anunciarse con la discreta apertura del estudio de un artista y se afianza con cafés third wave— sucedía en el área de la ciudad que se conoce por obvios motivos geográficos como el Plateau, y que incluye el barrio multicultural de Mile End. Pero de unos años a la fecha, el incremento de los alquileres llevó a esa población del otro lado de las vías del tren, hacia la Petite Italie y más allá, hasta la antigua zona industrial de Mile-Ex y el parque Jarry, que se construyó en los años veinte con el propósito de dotar de un área verde a la zona y cuyo estadio vio jugar al extinto equipo de béisbol de los Expos y es sede cada verano de la copa de tenis Rogers.
Así, los herederos de aquellos migrantes que llegaron a trabajar desde mediados del siglo xix y que cada verano siguen plantando en sus pequeñas terrazas tomates que luego preservan para consumirlos el resto del año, y que visitan iglesias como Notre-Dame-de-la-Défense, de donde cuelga un retrato de Benito Mussolini que nadie se ha tomado la molestia de sustituir, han visto cómo su fantástico mercado Jean-Talon —en funciones desde 1933— se adapta a los tiempos con negocios como el del Café St. Henri, que junto con locales como La brume dans mes lunnettes le hace la competencia a los queridos cafés de barrio, donde los televisores están siempre sintonizados con la liga de calcio y donde se puede conseguir lo que en el norte del continente se conoce como colas de langosta: exquisitos postres de pasta hojaldrada rellenos de ricotta.
Enterarse de la historia de la cultura ítalo-canadiense es una buena excusa para entrar al fantástico edificio art déco de la Casa d’Italia. Construido en 1936 como centro de reunión de la comunidad de trabajadores, hoy ofrece exposiciones, catas, cursos de acuarela, conciertos, lecturas o actividades “extremas” en lo que a italofilia local se refiere, como un torneo de biliardini (futbolito de mesa), una noche dedicada a la lectura de Dante o una conferencia en torno a Guido Nincheri, el artista nacido en Prato y elogiado por el papa Pío xi a quien se deben buena parte de los vitrales de las iglesias en Nueva Inglaterra y Canadá.
A propósito, los italianos son una comunidad católica en la provincia de Quebec, que también lo fue y mucho. A Montreal se le llamaba la ciudad de las mil campanas. Pero a raíz de su Revolución tranquila de los años sesenta del siglo xx, su rechazo de la religión fue tal, que ahora los franco-canadienses se sirven de la jerga eclesiástica como su mejor repertorio de insultos (câlice, hostie, tabarnak). Así, quizás el primer presagio de que a esta zona finalmente la alcanzaría la revolución varias décadas más tarde fue la transformación, a principios del siglo xxi, de la iglesia de Saint-Jean de la Croix, en el número 6655 de St. Laurent, en el condominio Place Delacroix. Hoy una de sus antiguas bancas recibe a los invitados en la recepción, su gran ventanal mira hacia espacios privados decorados con muebles vintage y su fachada está cuadriculada y dividida por balcones donde cabe apenas —pero cabe— una parrilla para el obligado asado veraniego. Porque la comida —y el café y el vino— parecen pilares más sólidos y longevos que la liturgia.
Los sagrados alimentos
Para que un restaurante funcione en este sector de Montreal, y compita con las viejas pizzerías y trattorias, no basta con que sirva alimentos de calidad. “Orgánico” y “local” ya se dan por hecho —tan obvio casi como decir que el pan es del día o que el café no es instantáneo—. Hoy los vinos son “naturales” (sin sulfitos ni azúcares), los cocteles se preparan con amargos caseros o, como en Santa Barbara, con shrubs, que son elíxires cuyas recetas pueden haberse conservado desde el siglo xviii. Uno de los muros interiores de este restaurante que optó por encomendarse a una santa de serie B fue pintado por la artista callejera local Miss Me, quien ya tuvo una exposición individual en el viejo puerto y ha sido elogiada por Vice como la principal artista vándala de Montreal: a Miss Me le encantó saber que Bárbara, la santa del siglo iii, había castigado a su padre y verdugo con un rayo.
Santa Barbara organiza noches temáticas, como “Spaghetti Western Sundays”, en las que se proyectan películas de este género cinematográfico sesentero del Lejano Oeste producidas en Europa mientras los comensales tienen acceso a cantidades ilimitadas de pasta, o los “Revelation Wednesdays”, miércoles en los que los vinos naturales se degustan con 20% de descuento.
Lo cierto es que aun sin toda esa energía creativa, si se reduce a su razón de ser, Santa Barbara es un restaurante delicioso, con cocteles fuera de este mundo —el “Tire Toi une bûche” lleva whiskies de maple y de centeno, jugo de limón y amargo de naranja— y un menú que a pesar de ser de temporada ha logrado instalar varios hits en el gusto de los comensales, quienes piden, por ejemplo, el retorno de las pierogies con papas de Yukón, col morada, champiñones, crema y manzana.
En el extremo opuesto, en materia de ambiente, está Montréal Plaza. Este inmenso restaurante ha logrado lo que muchos otros han intentado sin éxito: revitalizar la calle comercial de St. Hubert. Hoy, entre locales de zapatos chafas, de equipo de fotografía e incluso un McDonald’s, destaca, por ejemplo, la tienda de libros, tenis, sudaderas y cachuchas de Artgang, el colectivo que se encarga de pintar buena parte de los muros de la zona, al igual que su sala de eventos contigua.
Todo esto se presenta en un ruidoso local donde la mesera —una simpática joven andrógina tatuada hasta donde es visible— se sienta a tu lado en la banca acolchada para hacerte recomendaciones, y donde, si es tu cumpleaños, te rodeará una tropa de meseros disfrazados, uno como huevo estrellado, otro como un trozo tocino, o ataviado en cualquier disfraz de la fiesta del staff, un equipo decidido a hacer pública su camaradería y desparpajo.
–¿Y el cuarto lleno de plantas del fondo?
–“Ah, es que nosotros no vamos a hacer como que nuestras hierbas vienen de un huerto orgánico propio, apenas si tenemos espacio para estas macetas, pero pásale”.
Por su parte, Régine Café se especializa en desayunos. Eso, aquí, significa que reciben a los desmañanados con ganas de mostrarse en público con un caballito de algún jugo inspirado —una mezcla de frutas con hierbas, raíces, mieles—, que la nutella se hace en casa —avellanas y chocolate oscuro en su máxima expresión untable—, que se hornean en casa todos los panes y postres, y que el jamón, cocido en el hueso, no se rebana, sino que se desmenuza en el sentido de sus fibras naturales. Un exceso fantástico.
Otro signo de los tiempos es la Dinette Triple Crown, que se inauguró hace unos cuantos veranos a un lado del parque de la Petite Italie, y sirve las canastas de picnic más socorridas de la ciudad, retacadas de manjares del sur de Estados Unidos —pollo frito, brisket o pulled pork— para degustar sobre el césped, al igual que sus cocteles, con todos aquellos licores prohibidos en los años veinte, la época que el pequeño establecimiento busca recrear.
La lista de nuevos emprendimientos restauranteros podría no terminar nunca. Gus es ya casi un clásico, con su cuidada fusión tex-mex, californiana y francesa (el resultado es mucho mejor de lo que suena); al igual que Pastaga, de la estrella de la cocina local Martin Juneau, ideal para un aperitivo y una cena ligera; o Il Bazzali, una delicia italiana contemporánea. Sin embargo, La Récolte, Espace Local merece una mención especial. Se trata de un muy pequeño local atendido por un equipo de tres chefs, quienes se desviven en todos los rubros, menos el del artificio en la decoración: ni un toque de coquetería ni mucho menos lujo en un local donde toda la atención se pone en el menú de temporada y local, lo cual en una ciudad canadiense de inviernos largos puede ser una proeza. Pero estos apasionados de las técnicas orgánicas, biodinámicas, responsables hasta el exceso, no se contentan con lograr el requisito: cada cena o brunch ahí es una experiencia gustativa fuera de serie que en invierno, por ejemplo, puede incluir tataki de pechuga de pato con col asada y calabaza cabello de ángel; o risotto de avena con morillas, calabazas y tupinambo asado y arroz salvaje inflado.
Y con la cerveza sucede… lo que cabe imaginar. A este barrio de por sí bendecido por microbrasseries, como Vices & Versa e Isle de Garde, se sumó Yïsst (como un francófono pronunciaría levadura en francés). A las cervezas (no sólo locales, sino de productores pequeños y poco conocidos), licores y cocteles se suman líquidos como “Glutenberg” (sin gluten), Kombucha y botanas de Medio Oriente como labné o muhammara. Es más, hasta las tortillas de los nachos tienen pedigrí: vienen de la tortillería maya que nació a unas cuadras de ahí.
Artes visuales, muros vandalizados y buenas conciencias
En la zona de bodegas, fábricas y talleres que se conoce como Mile-Ex, en el oeste de la Petite Italie, se levantó hace poco un edificio sutilmente distinto a los demás, pero cuyo interior se ha convertido en uno de los polos culturales más interesantes de la zona. Never Apart es una organización sin fines de lucro que se propone, con su programación, traer “cambios sociales y una conciencia espiritual”. Su piscina (salada, por supuesto) y su jardín son sede de codiciadas fiestas y reuniones y sus actividades reúnen a excelentes DJs, curadores y artistas emergentes, quienes se distribuyen entre la sala de cine, el estudio de sonido con miles (literales) de vinilos y el espacio de exposiciones. Vale la pena revisar su calendario de eventos, o acudir un sábado, que es el día en que abren sin previa cita.
Otro emprendimiento extraordinario es Fripe Fabrique, donde se ofrecen sencillos talleres de bordado, costura y demás artes de la confección, de modo que los asistentes puedan personalizar sus prendas antes de echárselas a la bolsa.
Y galerías también han brotado muchas, la mayoría sobre la avenida St. Laurent. La vara para medir el fenómeno es Yves Laroche, una institución nacida del mundo del grafiti y del tatuaje que hoy es una de las referencias absolutas del arte canadiense contemporáneo —o, vista en el otro sentido, una referencia del arte internacional, desde el punto de vista canadiense—. Al lado está C.O.A., también de arte contemporáneo, ideal para conocer la escena del arte montrealense y, enfrente, Erga, un espacio abocado a la fotografía, la pintura y la escultura emergentes, que puede incluso alquilarse para exposiciones privadas, lo cual da acceso a una escena realmente alterativa. En todas, los vernissages son auspiciados por productores locales de alcohol, como la microdestilería Les Subversifs, donde se produce la codiciada ginebra Piger Henricus.
Sin embargo, buena parte de la expresión visual sucede a la intemperie. En unos casos con mayor espontaneidad —o nostalgia, o involucramiento político, o talento– que en otras—. Están, ubicuas, las intervenciones del colectivo Artgang, que tiene como cometido (acordado con el ayuntamiento de la ciudad) dotar al barrio de Rosemont-Petite-Patrie con 375 obras, para celebrar los 375 años de Montreal. Su primer objetivo, el callejón actualmente conocido como “galería efímera” a unos cuantos pasos del metro. Pero hay también proyectos singulares, como el que se realizó para la inauguración del callejón Beau Dommage, cerca del número 6760 de Saint-Vallier. Con el fin de hacerle honor a esta banda local de rock de los años setenta, se invitó al artista Jerôme Poirier a reproducir la portada de su primer álbum. Y destacan obras independientes, como la del artista francés Mateo, reconocido por su obra Más en contra del consumo masivo, quien ha llenado numerosos muros con los esténciles de su increíble serie “Azulejos”, inspirada en el mundo árabe, en España y Portugal. Uno de los más icónicos del sector es el que decora la pared exterior de la tienda Olive & Café Noir (1109 Beaubien Est), donde una tropa de niños monta a una manada de búfalos.
En buena parte del planeta, la mayoría nos despertamos a leer los periódicos, con resultados casi nunca alentadores. En Montreal, además, es posible hacer como en Montreal. Aunque sea en fin de semana. Salir a descubrir la imagen que se pintaba mientras dormíamos, tomarla como una nueva causa propia o, por lo menos, considerarla ante un café y un banquete preparados con el cuidado, el compromiso y el optimismo que, aquí, definen la razón de hacer.
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