Apenas había pasado un año y medio después de que los Estados Unidos entraron a la Segunda Guerra Mundial pero sus efectos ya se estaban haciendo sentir. En 1943, una escasez generalizada de gasolina y un temor a que los submarinos alemanes bombardeasen las costas norteamericanas cambiaron la vida cotidiana de miles de estadounidenses, entre ellos la del pintor neoyorquino Edward Hopper, quien no pudo pasar ese verano, como lo hacía cada año, en la casa de playa que tenía en Cape Cod, Massachusetts.
De esta manera, e imposibilitados de usar su coche, el matrimonio compuesto por el artista y su esposa Josephine (a quien Edward se refería como Jo) decidieron hacer un viaje inusual. Se dirigieron a Penn Station, tomaron un tren y partieron rumbo a México. ¿Su destino? La Ciudad de México. Sin embargo, el ruido y el bullicio de una gran metrópoli era lo último que el pintor estaba buscando. De este modo, y desencantado con la capital mexicana, Hopper decidió seguir el consejo de su amiga, la curadora Katharine Kuh, con quien se había encontrado en la ciudad y a quien le había preguntado si conocía algún sitio “sin monumentos reconocidos, o atracciones turísticas pintorescas donde él pudiese sentirse más agusto”. La curadora tenía un lugar en mente: Saltillo.
Fundada con el nombre de Villa de Santiago del Saltillo en 1577, con el tiempo el pequeño asentamiento creció hasta consolidarse como la última gran ciudad al norte del virreinato de la Nueva España. La urbe tenía fuertes lazos con ciudades mineras como Zacatecas y Durango y, más importante, fungía como un centro de acopio y distribución para los pueblos, misiones y presidios que existían en los actuales territorios de Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas, Texas, Nuevo México, Chihuahua, Sonora y Sinaloa. Además, desde el siglo XVII comenzó a celebrarse una feria anual que, celebrada en septiembre y principios de octubre, atraía lo mismo a mercaderes de Tierra Adentro que a los misioneros tejanos de San Antonio, pues la gran mayoría de mercancías que se ofertaban en ella provenían de otras regiones del virreinato, o inclusive de España, Flandes, China y Filipinas.
Sin embargo, la suerte de la ciudad cambió en el siglo XIX. La construcción de las líneas de ferrocarril durante el Porfiriato hicieron de Torreón el nuevo nodo comercial en el norte del país, y poco a poco, Saltillo quedó relegada. No obstante, la ciudad experimentó un pequeño renacimiento cuando se inauguró el tramo mexicano de la carretera panamericana en 1936. La nueva autopista (que conectaba Laredo con la Ciudad de México) se convirtió en un imán de viajeros estadounidenses que buscaban hacer road trips y, con sus edificios coloniales y su oferta de artesanías textiles, Saltillo se posicionó rápidamente como una parada popular en la ruta.
A su llegada, el matrimonio Hopper se hospedó en la casa de la familia Guajardo, ubicada en la avenida Victoria en el centro saltillense, y el pintor desarrolló una curiosa relación de amor-odio con la ciudad. Inicialmente se quejó de que Saltillo era igualmente ruidosa y congestionada, además de que al no tener un coche, era prácticamente imposible moverse. Sin embargo, también disfrutaba muchísimo el clima, la luz y la presencia de las montañas cercanas, aunque llegó a decir que “estar entre montañas no significa que puedas ver ninguna de ellas. Rodean todo el lugar, pero siempre hay muros, torres o incluso señales eléctricas, que estorban la vista”.
No obstante, en los dos meses que duró su estadía pintó tres cuadros desde la azotea de la casa donde se hospedó: Palms at Saltillo, Sierra Madre at Saltillo y Saltillo Mansion. Además, una corta visita a la vecina ciudad de Monterrey en ese mismo viaje resultaría en otro cuadro: Monterrey Cathedral.
Tres años después, la pareja decidió regresar a la capital coahuilense a bordo de su Buick ‘39 en el verano de 1946. Ya habían comenzado a aprender español y, para hospedarse, en esta ocasión escogieron el Hotel Arizpe, un famoso establecimiento en el numero 216 de la calle Victoria (la misma en la que se habían quedado en su primera visita). Hopper insistió en que su habitación contase con un acceso al techo, y desde ahí realizó al menos cinco obras de las que se tiene registro: The Church of San Esteban, El Palacio, Roofs, Saltillo y Construction in Mexico.
Famoso por su aislacionismo, es bien sabido que Hopper no era ningún entusiasta de los viajes largos. Tras los tres viajes que hizo a Europa cuando era joven, el pintor raramente volvió a salir de Nueva York o de su casa de verano en Nueva inglaterra. Es por esto que es muy curioso que regresara repetidamente a Saltillo. Incluso, el matrimonio volvió una tercera vez, en diciembre de 1951, aunque no queda registro de que haya realizado nuevas pinturas en esta ocasión.
Finalmente, los Hoppers regresarían a México una vez más. En diciembre de 1953 volvieron a cruzar la frontera, pero en lugar de Saltillo, optaron en esa ocasión por visitar Durango, Guanajuato y Oaxaca. De ese último viaje quedaron dos nuevas obras como testigos: Mountains at Guanajuato y Cliffs near Mitla.
A diferencia de sus óleos neoyorquinos, famosos por su representación de la soledad que puede imperar en las grandes ciudades, las obras que Hopper realizó en Saltillo no cuentan con ninguna persona en ellas. Se ha dicho que reflejan el aislamiento y la melancolía provinciana, y más que representar el paisaje saltillense, hablan sobre las inquietudes del propio pintor. Además, todas las pinturas que hizo en México son acuarelas. A diferencia del óleo, esta técnica ofrece un mucho menor margen de planeación, y Hopper disfrutaba pintarlas al aire libre, aunque frecuentemente se frustraba porque tenía que esperar a que el cielo y la luz fuesen las “correctas” para poder terminar sus obras.
Hopper fallecería en 1967. Tras su muerte, su fama se incrementó rápidamente y su obra fue adquirida por algunos de los museos más reconocidos del mundo. Hoy en día, las acuarelas que realizó en Saltillo permanecen como una peculiaridad dentro de su producción pictórica, y si bien la casa en la que se hospedó en su primera visita fue demolida en 1972, el resto de los paisajes urbanos que retrató no han cambiado mucho. Entre ellos, y aunque ahora funciona como escuela, el edificio colonial californiano que alguna vez albergó al Hotel Arizpe, permanece como un silencioso testigo de cómo una inadvertida y quizá algo desgastada ciudad al norte de México, se convirtió en la inesperada musa de uno de los artistas más reconocidos dentro de la historia del arte del siglo XX.
La artista local Carolina Fuentes realizó un proyecto fotográfico en el cual buscó, y retrató, las vistas que Hopper pintó en sus visitas a Saltillo. El resultado es una serie de trece fotografías que muestran la manera en que estos sitios han cambiado, y las cuales pueden verse aquí.
Escrito por la historiadora del arte y especialista en la obra de Hopper, Gail Levin, el libro Hopper’s Places es un viaje por los lugares que el artista representó en sus obras, desde Maine y Cape Cod, hasta París y, por supuesto, Saltillo.