Las culturas prehispánicas de la Aridoamérica mexicana han sido dejadas al olvido, mientras que las grandes pirámides del mundo mesoamericano han sido inmortalizadas en postales. Solo hace falta visitar el Museo de Antropología en la Ciudad de México, donde las salas más llenas son las del centro y sur del país; en cambio, las vacías son las del norte. En su apogeo, Paquimé llevaba el estandarte de la ciudad más importante de la región; ahora, la insignia de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO busca honrar la importancia de esta ciudad.
Hay que olvidar todo lo que uno creía saber sobre las zonas arqueológicas mexicanas: aquí no hay pirámides, no hay piedras. Hay tierra, mucha tierra. Usándola como base, mezclada con agua y algunas ramas, los paquimenses construyeron más de 1,700 cuartos, plazas, centros ceremoniales y más. De esto, quedan los muros, unos más altos que otros, que forman un laberinto que antes tenía vestíbulos, rampas y corredores que conectaban las edificaciones, algunas de las cuales tenían más de tres pisos.
A distancia no se logra diferenciar muy bien qué es ciudad y qué es desierto, los muros de Paquimé se mimetizan en color y estructura con el fondo. Todo es armónico sin intentarlo, el único contraste es el que se hace con las sombras geométricas sobre los muros que avanzan conforme lo hace el día.
Cuando uno llega aquí hay que olvidar todo lo que uno creía saber sobre las zonas arqueológicas mexicanas: aquí no hay pirámides.
Los primeros arqueólogos llegaron a pensar que se trataba de una civilización de enanos por sus puertas de aproximadamente un metro de altura en forma de “T”; ahora se sabe que ese diseño obligaba a los forasteros a agacharse y mostrar primero la cabeza o la espalda. Una táctica de defensa desde la arquitectura, porque enemigos tenían, y también aliados. La presencia de dos juegos de pelota, como en la mayoría de las civilizaciones antiguas del sur, es prueba de que hubo contacto entre ambos Méxicos, quizá más de lo que hay ahora.