Oaxaca

Una guía (des)centralizada de Oaxaca

De Oaxaca se ha hablado hasta el cansancio, también se ha llenado de lugares invadidos por el turismo. Esta es una guía alternativa a todo eso.

POR: Mariana Camacho \ FOTO: Andrea Cinta

Caminar andador arriba y andador abajo en el centro de la ciudad de Oaxaca tiene su encanto, eso ya lo sabemos. Aquí nadie tiene nada en contra de un recorrido por el Jardín Etnobotánico de Santo Domingo o de hacer una parada en el Mercado Sánchez Pascuas para desayunar memelitas o salsa de queso en La Merced. Pero el centro de Oaxaca, el del estado, es una fotografía mucho más completa: esa que conforman los Valles Centrales, una fotografía con más monte y caminos de tierra, con más días de plaza y puestos de mercado, más textiles, más alfarería, más olor a leña y, definitivamente, más pueblo.

La cosa bonita de este plan por los valles es que uno puede hospedarse en el más céntrico de todos los hoteles en la ciudad y, de preferencia en auto, visitar la mayoría de estos destinos el mismo día.

Entonces…, temprano, hay que ir al monte.

La reserva ecológica de La Mesita tiene más de 3,000 hectáreas de naturaleza protegida.

Empecemos por algo cercano (a sólo 15 kilómetros del centro de la ciudad, que equivalen a un trayecto de unos 25 minutos), como el Centro de Conservación y Educación Ecológica de La Mesita, en San Pablo Etla (que no hay que confundir con los otros santos ni con los otros Etlas, San José, San Sebastián, San Agustín, Nazareno, et al.). La Mesita es una reserva ecológica de 3,000 hectáreas de bosque. 

Si ya están en esa etapa de la vida en la que se maravillan con el avistamiento de aves, ésta es una buena opción, con especies endémicas como el zacatonero oaxaqueño, que anda entre los bosques espinosos y pastizales. Hay un mariposario también, pensado originalmente para niñas y niños, pero donde cualquier otra persona puede aprender. 

Además de los espacios para la contemplación de la naturaleza, algunos artistas han hecho contribuciones al paisaje de la montaña eteca (parte del macizo montañoso de la Cordillera Norte o sierra de San Felipe), para toparse por el camino con Los gigantes gentiles o La princesa del maíz, una pieza de barro que hace referencia al verano, la abundancia y la cosecha, de los artesanos José García Antonio y Reyna Teresita Mendoza. 

Pero La Mesita es conocida en la comunidad por ser un proyecto de recuperación de suelos degradados y un espacio donde se busca compartir con los visitantes prácticas que son responsables con el entorno, como la captación de agua de lluvia, el uso de paneles solares o de estufas ecológicas. 

Después hay que desayunar, como se desayuna en Oaxaca: un almuerzo generoso. 

Un profundo tazón de chocolate (de agua, si me siguen los pasos, o de leche, si se van por otro lado). Unas entomatadas, con tasajo, mejor. O unas quesadillas hechas con tortillas gigantes al comal, rellenas de hebras de quesillo y flor de calabaza (entre otras cosas). Este menester puede ser tachado de la lista en Cuatro Caminos (Camino al Seminario 4), un modesto comedor de cocina casera en una intersección neural del pueblo. 

Con el estómago lleno, el llamado de Oaxaca inclina a los viajeros hacia el mezcal y los campos de agave. Pero no en esta ocasión. En esta ruta, la propuesta es detenerse por un whisky, no escocés sino oaxaqueño, no de malta sino de maíz.

Eso nos lleva a la “puerta” de Maíz Nation y a la historia de Jonathan Barbieri, un extranjero afincado en Oaxaca a quien tal vez recuerden como el fundador de Pierde Almas y que ha estado siempre maravillado por eso que él llama “los guardianes del maíz”, quienes intercambian semillas de maíces nativos en las comunidades indígenas de Oaxaca. Después de conocerlos, de observar sus dinámicas, Barbieri empezó a indagar sobre la destilación de maíces para hacer whisky en 2014, en mancuerna con su esposa, Yira Vallejo. 

La fase experimental derivó en Maíz Nation, un proyecto que desde sus inicios busca reflejar (y respetar y, ya entrados en gastos, celebrar) la diversidad, los métodos de cultivo tradicionales y la soberanía alimentaria de los pueblos. 

Por eso, la materia prima para los whiskies son maíces –de variedades como el chalqueño, el tepecintle, el olotillo y el bolita– que se obtienen sin intermediarios de diferentes zonas de Oaxaca, como la Chinantla, la Mixteca y la sierra Juárez, que luego se transforman con procesos manuales y finalmente se destilan en alambiques de ollas de cobre. Todo en una destilería que es alimentada por la energía de paneles solares. 

Los resultados, por ahora, son pequeñas producciones de whiskies: una familia en la que algunos ejemplares fueron hechos sólo con maíz y un par más que echan mano de otros granos, como un whisky de centeno y la “selección Barbieri”, elaborada con una mezcla de maíz, centeno y trigo. 

Maíz Nation es el proyecto de Jonathan Barbieri, quien a partir de su investigación dio con la posibilidad de producir whisky con maíces nativos de Oaxaca.

Si queda algún espacio en la agenda y, sobre todo, en el estómago, un buen cierre puede llevarlos de vuelta a la ciudad de Oaxaca. Pero no al centro, sino a la colonia Reforma, un barrio medio comercial, medio residencial, donde hay una oferta variada de restaurantes, cafeterías y cenadurías. 

La recomendación de los locales encuestados para esta guía es Doña Flavia, un lugar que reconocerán por los humos del carbón y la parrilla, donde las cenas son el capítulo que les sigue a los almuerzos oaxaqueños: igual de copiosos y satisfactorios. En Doña Flavia hay dos cosas que no tienen revés: los molotes, una suerte de croqueta de masa rellena de papas con chorizo, que se fríe en un perol con aceite hirviendo y que, si se sirve al minuto, queda crujiente y perfecta para bañar con queso fresco espolvoreado y una salsa de guacachile. Eso, para la entrada. Quizá con un vaso de agua de Jamaica. Quizá con algo más tentador, como un agua de horchata. Luego hay tostadas. Circunferencias crujientes del tamaño de una tortilla oaxaqueña (o sea, grandes, de casi 15 centímetros de diámetro), las cuales también pueden hacerla de entremés, espolvoreadas con quesito o chapulines. 

Pero el plato de resistencia son siempre las tlayudas: de chapulines con tasajo, mis favoritas, o solo de chapulines, o solo de tasajo, o de cecina enchilada o chorizo, para llevarse un bocado de grasas que se deshacen en la boca, en una mezcla con asiento (manteca de cerdo) y frijoles con la salsa de preferencia; con un rabanito y chepiche, un quelite de sabor casi tan protagónico como el pápalo. 

Y luego, nada. Buenas noches. 

Ligeros como la masa

Desayunar es casi un deporte en Oaxaca. Se puede ir de mercado en mercado. De puesto a puesto. De comal a comal. 

Y también se puede ir del tazón de chocolate a otras tazas (o jícaras), como el tejate, una bebida que se puede probar en distintos puntos de Oaxaca (porque las tejateras son viajeras también, van con sus herramientas y ollas de barro a donde la gente las busca, de la Central de Abasto a mercados más turísticos, a calles específicas de pueblos, en determinados días de la semana).

Si bien podríamos seguir su itinerancia, hay un punto fijo en el mapa del estado donde el tejate es orgullo, historia y bandera, y donde la figura de la tejatera es inspiración para los murales del centro del pueblo: San Andrés Huayapam, a sólo 13 kilómetros del centro de la ciudad (20 minutos, aproximadamente). En Huayapam hay amplios y verdes espacios para los días de campo (como la presa del Estudiante), mientras que el centro del pueblo vale también una visita: por el tejate, por la comida y por la iglesia de San Andrés, que lo celebra a lo grande el 30 de noviembre. 

La Casa de la Abuela, en San Andrés Huayapam, se especializa en desayunos a base de masa y salseados, además de que se puede probar tejate, el orgullo del pueblo.

En ambos casos, un buen punto de entrada es La Casa de la Abuela, un lugar rústico pero acogedor para desayunar a la sombra de los rositales, el árbol que da la flor que se utiliza en la receta del tejate, la rosita de cacao. Éste es un buen lugar para probar todo lo hecho con masa (tortillas, memelitas, tetelas), pero les recomendaría mirar el apartado de todo lo que va salseado: salsa de queso, salsa de huevo, salsa de chicharrón (o sea, queso en salsa, huevo en salsa, chicharrón en salsa, pero en oaxaqueño). Su apetito será recompensado con platos burbujeantes de salsa de tomate, donde nadan y se ahogan las proteínas de su preferencia, y llegan a la mesa flanqueadas por una orden de tortillas y frijolitos de la olla. 

Respiren profundo. Sobre todo si es primavera. Y recuerden ese aroma a flor de mayo y rosita de cacao. 

Ahora, si su visita es más tarde y lo que buscan es una comida, vayan a Luz de Luna, un lugar con un letrero discreto y espacios amplios a cargo de la chef Mica Ruiz. Aquí el menú es bastante amplio y oscila entre platos tradicionales, con un pie firme en el comal, y creaciones más contemporáneas que echan mano de productos del mar. 

Si es su primea vuelta, prueben la sopa de guías con tasajo. Un combo básico en el recetario de los valles que, sobre todo en los días de lluvia o en los más frescos del año, es todo un levantamuertos reconfortante. La sopa de guías se prepara, como su nombre lo anticipa, con guías de calabaza, elotes tiernos y chochoyotes (esas bolitas de masa con ombligo que son irresistibles). Si hay segundos, aprovechen para probar el mole de rosita de cacao (un plato casi de fiesta) y la costilla en salsa de hormiga.

Hechas a la medida

Para el tercer día en Oaxaca seguramente tendrán muchas preguntas. Sobre la despensa, sobre la alimentación, sobre historias e ingredientes. 

Para atender esa curiosidad y seguir alimentando el apetito, pueden dirigirse a Mesa Temporal y depositar sus dudas en el anfitrión de esta casa, José Antonio Sada, arquitecto, investigador y food designer

Aquí, el plan (sólo con reservación) está diseñado a partir de experiencias que apuntan a estimular los sentidos o a explorar ciertos gestos e ingredientes de la despensa local. Pueden hacer un ejercicio alrededor de las espumas de cacao, un recorrido completo por la vida de las semillas o, en temporada de Día de Muertos, vivir la experiencia de “comer con ellos”, enfocada en los rituales que se sirven durante estas fiestas. 

En este punto habrán notado ya que no todo lo que se pone sobre la mesa es comestible. También hay arte, artesanías que son arte, arte que es textiles, alfarería.

Para mirar más de cerca los oficios que convergen mientras transcurre una comida, los Valles Centrales tienen mucho que ofrecer. Si quieren aprender sobre los textiles, cualquiera les daría las coordenadas de Teotitlán del Valle. Lo mismo si quieren visitar el taller de una artesana. 

Y aquí presentamos a Rufina Ruiz. 

Ella vive en Atzompa. Un pueblo que sentirán todavía más cercano por la huella que la mancha urbana ha dejado a su paso, pero donde maestras como Rufina conservan sus talleres y, con ellas, un conocimiento que ha pasado de generación en generación por 200 años (desde que se introdujeron las técnicas para darle un efecto vidriado al barro en el siglo XVI). 

Rufina Ruiz es parte del Taller Ruiz López, una cooperativa familiar que se ha especializado en confeccionar (a unos niveles altísimos, hemos de agregar) utensilios para la mesa. Ingresar al Taller Ruiz López es como entrar en un mundo de ensoñación. A un gran patio con hornos para cocer los materiales, cuartos de techos altos y anaqueles con piezas de cerámica de barro que cubren desde el piso hasta el techo. Platos de barro, de colores (naturales, amarillos, azules), tazas, piezas para decoración, piezas que se están perfeccionando. La taza donde la maestra Rufina toma su café. La taza donde ahora tú quieres tomar tu café. Y etcétera. 

“Me tardo como cuatro meses en entregar un pedido”, específica Rufina, autora de piezas que están sobre las mesas de restaurantes de altísimos vuelos. Porque lo suyo es el oficio de la paciencia. 

Días de mercado

Hay distintas dinámicas en los mercados. Hay mercados zonales, los que son itinerantes y, en Oaxaca, aquellos que congregan a productores de diferentes comunidades en un solo punto. 

Un ejemplo es Zaachila, todos los jueves, cuando la actividad mañanera bulle para montar sobre las calles puestos de frutas, vegetales, hortalizas o de algunos animales (sobre todo aves, como gallinas y pollos), que la gente de pueblos cercanos cultiva y cría en pequeñas parcelas o en los traspatios de sus casas. 

Estos mercados se pueden visitar con un ojo gastronómico, pero sobre todo con uno antropológico, para observar una dinámica que lleva ocurriendo por generaciones y que es el sustento de decenas de familias en las cercanías. 

No crean que iba a dejarlos con el estómago vacío. 

Una visita a Zaachila es también sinónimo de biuses, porque en Zaachila hay familias que se dedican a la crianza del cerdo. Los biuses se obtienen al freír pequeños trozos de carne y grasa en una “ollada” (de unos 90 litros) con manteca, donde también se fríen otras partes del cerdo, como la tripa y la nana. Algunas familias de Zaachila todavía usan leña de encino para atizar el fuego en el que se prepara esta botana, a la que sólo le hace falta colocarla sobre una tortilla blanda y hacerla taquito con unas gotas de salsa. 

Y una despedida 

Nos diremos adiós ya muy cerca del aeropuerto (aunque, si van por carretera, tal vez quieran considerar hacer este recorrido a la inversa y empezar por aquí, por “el final”). 

Podríamos encontrarnos para comer en Alfonsina, la casa de Jorge y Elvia, donde muchos de esos productos del mercado de Zaachila (sobre todo vegetales) cobran otra forma en un menú de cinco tiempos.

Empezaremos con un chupito de pulque. Y seguiremos con un taco, o con un tamal de masa de maíz o de yuca. Seguiremos con una sopita o una tostada (eso mejor lo dejamos en manos de la cocina). Y en algún momento llegaremos a un mole (un almendrado o un coloradito), con una pieza de pescado y tortillas (nunca serán suficientes). Ojalá que ese día haya nieve de garrafa para el postre, o de tuna con trocitos de melón y unas hojitas de menta.

También podemos despedirnos temprano, en la cocina de Portozuelo, un lugar que también es un huerto. Las tías del chef Alejandro Ruiz harán su alquimia para extender masa y revolver guisos que llegarán humeantes a la mesa. Tal vez diremos adiós con una empanada de amarillo. O con una copita de mezcal, como dirían los oaxaqueños, “pal desempance”.

Buen regreso.

 
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