Espumas de Oaxaca: una tradición en auge

Hace más de 500 años, las mujeres mesoamericanas le dieron sabor al aire y forjaron una tradición que se ha modificado y enriquecido con el tiempo.

29 Jul 2022
Espumas de Oaxaca: una tradición en auge

Foto: Andrea Cinta

Todavía no me respondo si la espuma es una textura, una técnica, un verbo, aire saborizado o perfumado, o todas las anteriores. Un estado de la materia que navega con pies ligeros entre el mundo de los sólidos y los líquidos, y que ha sido por años, cientos de ellos, una obsesión culinaria por su carácter liviano, incluso lúdico, pero sustancial.

Y no hablo de las espumas que llegaron a las mesas de los restaurantes de altos vuelos en el siglo pasado, gracias a la escuela de la cocina molecular o las técnicas tan reseñadas que Ferran Adrià puso en boca de todos. Para levantar estas espumas no es imprescindible el uso de un sifón ni de la lecitina de soya, sino ingredientes precisos de la despensa del sureste de México, destreza y un molinillo de madera.

Porque estas espumas pertenecen a otras latitudes, otras tradiciones, y se corresponden más con las historias –y los mitos, romances y narrativas– contadas sobre las bebidas de cacao y maíz mesoamericanas. Esas que el franciscano Diego de Landa descubrió y documentó hace 500 años en sus misiones por la península de Yucatán y de las que se enteró que tenían un lugar precioso y preciado en las fiestas y ceremonias.

Esas que aparecen referidas en el Códice Tudela, con una mujer larga y erguida vertiendo líquido de un recipiente a otro. Esas que en ritos de paso y dedicatorias a la fertilidad eran ofrecidas como un honor, como un agasajo.

Representaciones de lo inasible

“Las representaciones no hablaban de una espumita baja, hablaban de recipientes o jícaras grandes con espuma desbordante”, describe José Antonio Sada, investigador y food designer oaxaqueño, que ha encontrado en estas espumas una fascinación y un camino hacia la innovación.

Aunque hay muchos huecos e incógnitas sobre las bebidas de cacao, su preparación y su consumo, hay certeza en cuanto a su significado y su valor: para el pueblo zapoteca, por ejemplo, “la espuma representa el alma de la bebida”, dice Judith Strupp Green en su ensayo Feasting with Foam, y lo es no sólo por su textura tentadora y rica, sino porque obtenerla requiere procesos que implican tiempo y esfuerzo físico. Piensen en una mujer moliendo granos en un metate, generalmente de rodillas, y tendrán una postal bastante clara de lo que me refiero.

La apreciación hacia las espumas también quedó plasmada en las pinturas de las vasijas que se utilizaban para servir los alimentos.

“Los artistas que pintaron escenas de banquetes cortesanos en las cerámicas representaron la comida servida en vasijas de cacao, cuencos de atole, vasijas globulares y platos de tamales. Algunos incluso muestran la espuma de color chocolate que burbujea sobre el borde del jarrón de cacao, dirigiendo la atención del espectador hacia esta valiosa característica”, detalla Green.

Otras certezas apuntan también a los ingredientes en la despensa que son indispensables para conseguir la textura abundante, correcta y brillante de estos copetes perlados que se sostienen con delicadeza y garbo, cuando se les sirve solos o sobre líquidos calientes: flores, enredaderas, granos y un primo hermano del cacao que nos trae de regreso al presente, a una calle de terracería en un pueblo de los Valles Centrales de Oaxaca, donde la tradición de preparar bebidas de cacao con espuma persiste.

El pataxte es el pataxte, es el pataxte

Por la carretera principal que entra al pueblo de Teotitlán del Valle, ahí “por la tortillería Mendoza y una papelería”, se llega a la puerta de la casa de Amelia Martínez, quien nos recibe junto a su esposo y sus dos hijos.

Aunque nos saluda tímidamente, sólo le toma unos minutos sonreírnos y darnos entrada al gran patio de su casa, donde ha dispuesto un par de sillas y palanganas con los ingredientes que usa para el chocolate atole, una bebida que, asegura, han preparado las mujeres de su casa por cuatro generaciones.

Uno de esos ingredientes es el pataxte, un primo hermano cercanísimo del cacao (alias pataste, alias mocambo, alias nombre científico Theobroma bicolor) que funciona como un efectivo agente espumante. “Durante mucho tiempo se pensó que era un cacao menor, pero no necesariamente, sólo es un cacao distinto”, apunta José Antonio.

Sobre la historia de este grano, Amelia dice que el pataxte es originario de Brasil –aunque hay fuentes que señalan hacia América Central y que también se cultiva en los bosques pantanosos de Perú y México–. El que ocupan en su casa, subraya, específicamente para sus recetas, “viene de Chiapas”.

¿Se acuerdan de que el factor del tiempo influía en el valor de las espumas? La manipulación del pataxte, para transformarlo de un grano a un polvo con el color de la cal, es un buen ejemplo del porqué. Amelia, que sigue con fidelidad las enseñanzas de las mujeres que la precedieron, invierte meses en el proceso.

En el patio de una propiedad cercana a su casa, donde vive también la más longeva de sus tías, Amelia recibe el pataxte verde y lo entierra en hoyos rectangulares, no demasiado profundos, bajo la tierra, una tierra oscura y húmeda, resguardada por algunos árboles frutales y en la que crecen, salvajes y desordenadas, algunas hierbas.

El pataxte “dura ocho o nueves meses bajo la tierra y hay que echarle agua a diario, en la mañana y en la tarde”, Amelia describe este proceso con el que, gracias a las condiciones de humedad y las bacterias del aire, se inicia la fermentación de los granos. “Y luego, a los cuatro meses, se saca a lavar la mitad y se regresa, y de ahí se pone en rejas para que escurra el agua y lo ponemos a secar”.

Este camino no sólo implica atención y paciencia, sino una merma considerable. De los 100 kilos –la capacidad que Amelia estima para cada costal que llega a su casa–, al menos 40 % es desechado.

Cuando el pataxte está seco, Amelia separa y escoge los granos que servirán para las espumas. “El grano revienta mucho, así que escojo el que está más cerrado”, explica.

Ese pataxte, que ha pasado los criterios de calidad bajo el ojo experto de Amelia, se tuesta con otros ingredientes de la receta del chocolate atole: “Con cacao para chocolate, trigo o maíz, según el gusto”, que después se muelen en un metate.

El resultado es una suerte de pasta que se hidrata con agua fría y se agita vigorosamente con un molinillo de madera para obtener, finalmente, la preciada espuma.

“A veces se sirve la pura espuma. Nosotros lo servimos con atole dulce y endulzamos la espuma. Así se sirve en una fiesta, en una mayordomía, en bautizos y cumpleaños”.

Con un poco de más confianza, Amelia nos dirá después que las proporciones de los ingredientes de la receta son un elemento clave –un exceso de pataxte roba protagonismo al sabor del cacao y muy poco impide que se forme una espuma estable y consistente–.

Además, confiesa, ella prefiere usar trigo, porque el maíz y el arroz dan un resultado “que deja una sensación rasposa en la garganta”. Para dar más complejidad al sabor, Amelia es también muy enfática sobre el uso de la canela.

“Una espuma tiene que ser sólida de alguna manera, tiene que tener cuerpo y estructura para que aguante la manipulación –recalca José Antonio–, y eso depende del equilibrio de los ácidos grasos de los ingredientes involucrados. Si la espuma no tiene estructura, se va bajando.”

Aunque no hemos llegado a Teotitlán del Valle en un día de fiesta –para una boda, bautizo o mayordomía–, Amelia ha dispuesto lo necesario para mostrarnos cómo prepara el chocolate atole y servirnos una porción generosa. No hay muchos adornos sobre la mesa del patio de su casa; ella no está ajuarada con el traje tradicional de su pueblo, pero aquello que nos muestra no tarda en tomar un aire ceremonioso.

Los hijos de Amelia la asisten en silencio y le ayudan a disponer un par de ollas de barro y una jarra de atole en el suelo, luego tienden un tapete verde de lana y van a pararse al lado de su papá, quien no ha perdido de vista los movimientos de su esposa.

Casi en automático, sin que nadie nos lo indique, hacemos un semicírculo alrededor de Amelia, que se ha sentado de rodillas en el tapete del piso, apoyando el peso de su cuerpo sobre sus caderas.

Se ve concentrada y de buen ánimo, agregando un poco de azúcar con una jícara y batiendo el molinillo que sostiene y gira entre las palmas de sus manos, con vigor pero sin demasiado esfuerzo.

La espuma no tarda mucho en aparecer en la olla, brillante y altiva, y, justo cuando amenaza con desbordar los límites de su recipiente, se le traslada a otra vacía y de igual tamaño.

Cuando la olla está llena, Amelia dispone en platos hondos –esos que en Oaxaca se usan para servir bebidas calientes– una porción de atole de elote y un jicarazo de espuma que hay que llevarse a la boca, intercalando los sorbos, con una cuchara.

El tiempo y el esfuerzo han valido la pena: el atole es liviano y la espuma es dulce (pero no empalagosa), y desaparece en la lengua en segundos, dejando una sensación un poco terrosa y un ligero retrogusto amargo. Todos repetimos el plato.

Amelia dice que tenemos que volver en un día de fiesta, cuando las espumas se sirven para el desayuno o el almuerzo y acompañan los “higaditos”, un guiso copioso de hígados y carne de pollo con huevo, cuya preparación también ha pasado de generación en generación.

Mantener las tradiciones de su pueblo vivas es importante para su familia. Se hincha de orgullo cuando habla de ellas. Por eso los varones de la casa, su esposo y sus hijos, se dedican a los textiles, por eso ella hace espumas que sale a vender los días de mercado –un sábado tal vez se la puedan topar en la Central de Abasto o un jueves en Zaachila–, por eso dedica meses al cuidado y mimo del pataxte, por eso confía en que sus nueras aprendan la receta y la destreza del chocolate atole y de su espuma, por eso espera que una generación de mujeres, igual de orgullosa de sus raíces, venga a reclamarla como suya.

Viejos los árboles… y florecen

Don Fausto, el cronista del pueblo de Huayapam, otro pueblo relativamente cercano a Teotitlán y que también forma parte de los Valles Centrales de Oaxaca, tiene 85 años y todavía anda trepado entre las ramas de los árboles, recogiendo en un canasto las primeras flores de la temporada.

Los árboles son longevos, vitales y con un toque de exotismo como él: un par de “rositales” en el que florecen las rositas de cacao, una flor blanca, hiperfragante, también conocida como cacahuaxóchitl y que, a pesar de su nombre, no tiene ninguna relación con el cacao.

En los caminos de la espuma, dice José Antonio, además de los ingredientes que son espumantes hay otros que se usan para aportar complejidad al sabor de las espumas; ése es el caso de especias pungentes como la canela, de hierbas como la hoja santa y de algunas flores, como la flor de mayo, la magnolia y la rosita de cacao, famosa por bebidas tradicionales como el tejate.

Cuando don Fausto desciende de las alturas de los árboles –que pueden llegar a medir entre 25 y 30 metros de altura–, nos cuenta que este par de ejemplares tienen más de 140 años y que los plantaron sus bisabuelos.

Nos dice, también, que en su papel de cronista del pueblo ha investigado y escrito –para un libro que espera develar pronto– sobre la historia y los usos y costumbres de San Andrés Huayapam, una investigación que lo llevó a preguntarse cómo es que el tejate y la rosita de cacao se convirtieron en una bebida y en una flor que los representa.

“Pues me interesó escribir y hacer una historia de mi pueblo, y para hacerlo tuve que investigar de todo, entonces, cuando llegué al capítulo del Tejate, tuve que informarme cómo fue que llegó el árbol acá”, dice don Fausto.

Su historia, como todas las que responden a la tradición oral, abarca tantas tinturas de mito como de verdad, y ha sido recogida de los relatos que le han contado sus abuelos y otras familias que fundaron el pueblo.

“Lo que yo sé es que empezaron a plantar los árboles en 1800. Me dijeron que en el monte alto encontraron un árbol, porque en esos tiempos todos los del pueblo trabajaban en el monte, y vieron que tenía una florecita y por curiosidad le sacaron la semilla y trajeron la semilla al pueblo. Mucha gente hizo lo mismo y comenzaron a sembrarlo”.

Gracias a la lluvia abundante y la tierra fértil, en Huayapam también proliferaron los cultivos de maíz y de árboles frutales como limoneros y aguacates.

“En esos tiempos, los bisabuelos buscaron cómo ocupar el maíz, no solamente en tortilla; buscaron la forma de hacerlo bebida y hacerlo comida”, o una bebida que fuera rica y, al mismo tiempo, que sacia.

“Cocían el maíz y lo molían en el metate, y ya un poquito quebrajado lo batían en una jícara de esas blancas que hubo antes y ya lo tomaban, como agua de masa, y después lo quebrajaron grueso, no bien molido, y le echaron picante, lo revolvieron y tomaron el agua de masa pero picosa”.

Hoy, el tejate es una bebida que se encuentra en los mercados de distintos puntos de la ciudad y su origen prehispánico ha sido ampliamente difundido. Una “agua harinada”, con una “espuma” de textura grumosa y grasa que en la actualidad se prepara con cacao, hueso de mamey, maíz y las flores de la rosita de cacao, un ingrediente que mantiene intacto su perfume durante meses cuando está seco y que es perceptible a varios metros.

Aunque los árboles crecen sanos con poco más que abono y agua, y dan varias floraciones en el año, cosechar la rosita de cacao aún es un oficio que don Fausto describe como “latoso”.

Como él, hay que trepar por las ramas de los árboles y, “rama por rama, ir volteando las hojas” para prensar ese verso del canto al cenzontle sobre “el enervante perfume de las flores”.

Viejas costumbres, nuevas aproximaciones

El chocolate atole y el tejate no son las únicas bebidas de cacao de Oaxaca, hay al menos otras seis en la región de los Valles Centrales (como el chocolate, el champurrado, el bitsin, el slabb gez, el cuuhb nehip y el chone) y otras más divididas entre las zonas de la Sierra Norte y la Sierra Sur, la costa, el istmo –donde se prepara el famoso bu’pu– y el Papaloapan, donde se preparan las espumas “popo” de la Chinantla, un territorio fértil para la siembra del cacao y el beneficio de la vainilla. 

“La fundación Harp ha hecho mucha investigación alrededor de las bebidas de cacao y ha documentado que la mayoría se concentra en los Valles Centrales, y eso es interesante porque habla del dominio zapoteca” .

Son “estos enclaves geográficos y estos climas diversos los que te permiten encontrar ingredientes de muy buena calidad” para hacer espumas, afirma José Antonio, quien se ha dedicado a documentar no sólo el origen, sino las propiedades organolépticas de los ingredientes involucrados en estas bebidas.

Además de su sentido ritual y de su historia, para José Antonio promover el consumo de las espumas es relevante porque está anclado a prácticas agrícolas y sociales; su mejor ejemplo está justamente en la Chinantla, “que es muy interesante, se están recuperando las plantaciones de cacao por una iniciativa de una asociación campesina y civil que está promoviendo plantar cacao en montaña, en lugar de tener ganado para mantener el territorio”.

Para él, indagar en los caminos de las espumas lo ha llevado no sólo a estudiar cómo y por qué se mantienen estables, sino a pensar en formas nuevas de presentarlas, de introducirlas a la mesa y a las conversaciones.

“¿Por qué no usarlas con sal u otros elementos? ¿Qué pasarían si se popularizan más allá de las festividades o ferias de bebidas prehispánicas, no a una escala masiva, pero si mucho más popular? ¿Qué alternativas puede crear este tipo de demandas?”.

Las respuestas nos llevan al final de este viaje. Literalmente, a su cocina, convertida en un laboratorio y donde José Antonio se dedica a “jugar”: a veces con las proporciones de los ingredientes, a veces con las texturas, con los gestos para consumirlos o, apelando a su formación como curador y arquitecto, con los objetos que se usan para llevarlos a la mesa.

“Los objetos que diseñé parten de la forma de las jícaras, pero las dimensiones son muy precisas para ofrecer porciones que no son extremadamente grandes, para poder manipularlas de forma cómoda, para consumirla sin que la espuma se desborde”, dice mientras me muestra una colección de instrumentos transparentes, con curvaturas y recovecos que invitan a la interacción.

“La idea es jugar con lo que tienes en la mano y trascender un poco la manera en que nuestra boca y nuestra lengua se comportan”, añade. ¿Lamer un alcahuete o un molinillo en miniatura con antojo y un gesto casi infantiles? Cuando se trata de espumas, se vale.

Pasé una mañana entera con José Antonio, como testigo de sus ensayos. Llenándome la boca, literalmente, de aire. Grabando los movimientos y giros del molinillo –aunque no el único, quizá es uno de los elementos más indispensables para espumar–, reconociendo los niveles de astringencia y amargor del cacao –que en este caso proviene, precisamente, de la Chinantla–, la potencia aromática de la magnolia o la inconfundible y escandalosa presencia de la mecaxóchitl (o yerba santa), convertida en un polvo que da a la espuma no sólo una fragancia, sino un carácter picante.

Aunque la mayoría de las bebidas y espumas tradicionales tienen el color achocolatado pálido del cacao, la propuesta de José Antonio también indaga las posibilidades colorantes de ingredientes tradicionales de la despensa oaxaqueña, así que revisitamos espumas hechas con maíz rojo “sangre de Cristo”, “que además es un poco más dulce”, con achiote o con hojuelas de chile pasilla mixe.

Su objetivo es el diálogo con el pasado y las tradiciones que mujeres como Amelia Martínez mantienen vigentes, así como con el presente: con otras disciplinas, con proyectos que dan visibilidad y promueven mejores prácticas –de producción o de comercio justo, como las mieles de A de Abeja, que se usan para endulzar ciertas espumas–.

Este verano, a partir de julio, las espumas serán las protagonistas de Mesa Temporal ([email protected]), una iniciativa –la cual gira en torno a una degustación– para compartir estos hallazgos y llevar el diálogo a cualquiera que atienda el llamado de la curiosidad, del espíritu lúdico y ligero de este camino de espumas.

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