Así exploré el desierto mexicano en una van
Un roadtrip desde Tijuana a Cajón del Diablo nos llevó a descubrir la belleza que esconde el desierto mexicano.
POR: Pablo Marquez
En un vuelo Ciudad de México-Los Ángeles, hace ya algunos años, descubrí desde la ventana del avión un sitio que —más tarde supe— era el Alto Golfo de California. Desde las alturas alcancé a ver el mar de Cortés llegando a su fin, en un estero de proporciones gigantescas, con ríos que parecen venas, desiertos de arena y playas alejadas de toda civilización.
Años después, planeando las vacaciones de fin de año con la intención de descubrir y conocer lugares poco explorados y escapar de los tumultos de las zonas turísticas, recordé este lugar. Fue en ese momento que inicié una investigación por internet para ver de qué se trataba y cómo podía llegar ahí. Conforme leía en blogs y sitios web, caí en cuenta de que era una joya y un secreto muy bien guardado. Un estado de la República que jamás pensé conocer: Sonora.
La verdad es que encontré muy poca información, pero sobre todo poca infraestructura turística para disfrutar los lugares que las redes sociales y Google Maps me mostraban.
Era evidente que, si quería conocer esta zona, tendría que hacerlo en un viaje por carretera para acampar. Invité a mis amigos más cercanos —algunos de ellos sin experiencia en camping— y fue así como comenzó esta aventura, con nueve personas confirmadas y un viaje por planear.
Rumbo al desierto
Tijuana fue el sitio perfecto para empezar debido a su cercanía con San Diego, donde compramos equipo para acampar. Y no sólo por eso, también por las facilidades para rentar un coche con la opción de drop off en Hermosillo y por ser una ciudad grande donde podíamos abastecernos con una gran selección gastronómica ideal para agasajar el paladar de cualquiera.
Rentamos la van: una sprinter con capacidad para 20 pasajeros. Compramos comida, bebidas, leña, hielo, tanques de gas, entre otras cosas, y armamos una alacena provisional en algunos de los asientos que quedaban vacíos. En la cajuela, mi amigo Snoopy, con precisión de arquitecto, colocó las maletas, las casas de campaña, las bosas para dormir y el resto del equipo, aprovechando hasta el último centímetro —o más bien milímetro— de espacio. Así fue como estuvimos listos para salir rumbo al primer punto de nuestro viaje: la ciénega de Santa Clara.
El viaje en carretera, por temas de seguridad, siempre tenía que ser de día. Entre todas las recomendaciones que nos dieron, la más importe y repetida fue: nunca viajar de noche. “En el día no tendrás ningún problema en moverte de un lugar a otro. Sin embargo, en la noche puedes encontrarte con algún enfrentamiento entre sicarios y estar en una situación de peligro”, nos mencionó don Jorge, el dueño de un puesto de mariscos y ceviches, mientras se reía al ver nuestra camioneta atiborrada de ventana a ventana.
El trayecto Tijuana-ciénega de Santa Clara fue uno de los más largos. Puedes lograrlo en cuatro horas, si no te detienes. Sin embargo, en el camino les recomiendo parar a comer en La Cabaña del Abuelo (y abastecerte de unas buenas tortillas de harina) y tomarse el tiempo para disfrutar La Rumorosa, una carretera muy célebre entre Mexicali y Tecate que cruza la sierra de Juárez, la cadena montañosa de la parte norte de Baja California.
Iniciamos el recorrido en la parte superior (Tecate) y bajamos pasando lentamente las curvas pronunciadas de la carretera, contemplando el paisaje rocoso y desértico de la cordillera. Tras el descenso se llega al páramo denominado Laguna Salada (Mexicali), que más adelante se convierte en una subregión del desierto de Sonora.
El recorrido por esta carretera, a pesar de ser peligroso por los vientos, las curvas y lo estrecho de los carriles, tiene una serie de miradores hacia las montañas y las partes bajas del valle que permiten contemplar las bellezas de este sitio hecho de roca rojiza y sepia. Créanme si les digo que este lugar parece Marte. Les recomiendo recorrerla con calma para mayor seguridad, para disfrutar el paisaje y para detenerse en todos los miradores que vas encontrando.
Ciénega de Santa Clara
Una vez cruzando la sierra y Laguna Salada, pasamos Mexicali y entramos a Sonora. Íbamos rumbo a un ejido donde encontré (con ayuda de Google Maps) un campamento ecoturístico llamado Ciénega de Santa Clara. Se trata de un lugar ubicado en una parte de la reserva del Alto Golfo de California y Delta del Río Colorado.
Es el humedal más importante en el desierto sonorense, con casi 10,000 hectáreas de extensión. Sirve como refugio para más de 200 especies de aves residentes y migratorias, además de ser un hábitat de fauna amenazada o en peligro de extinción, como la totoaba o la vaquita marina.
Al llegar al centro ecoturístico, ¡oh sorpresa!, el lugar estaba cerrado y, como era ya de noche, lo único que podíamos ver era un horizonte completamente negro. Nos encontrábamos en una planicie de arena que parecía no tener fin. Con cara de susto —sobre todo Julia, la novia alemana de mi mejor amigo—, decidimos montar el campamento ahí, prender una fogata, calmar el miedo con un vino y esperar a que el día siguiente el lugar nos sorprendiera. Y así fue.
Al despertar vimos que el centro ecoturístico, además de cerrado, estaba completamente abandonado. Pero eso no importó, pues la planicie donde nos encontrábamos era hermosa, rodeada de humedales y pastos. Aunque la infraestructura estaba abandonada, funcionaba perfectamente.
Pudimos subir a los miradores para ver el sitio desde arriba, caminar por el muelle para adentrarnos en las lagunas y recorrer el borde del pantano por senderos trazados para ver aves, lagunas y desiertos salados, y sentir lo vasto del lugar. Pero lo que más disfrutamos de estar en esta joya natural fue encontrarnos ahí, y por muchos kilómetros más, completamente solos. Algo que pasó la mayor parte del viaje.
Puerto Peñasco
Alrededor de la una de la tarde, después de haber recorrido el lugar, levantamos el campamento y salimos rumbo a Puerto Peñasco, en un trayecto de tres horas, aproximadamente. La mayor parte del recorrido fue por una carretera que va costeando el Gran Desierto de Altar y el golfo de California.
Los paisajes son espectaculares, pues en cada curva del camino se asoma una duna de arena o una ventana al mar. El pavimento se pierde bajo la arena que se cuela sobre él y la presencia de los cactus de más de tres metros de altura durante todo el recorrido mantiene un ritmo continuo a lo largo del viaje.
A mitad del camino tuvimos la suerte de ver llover en el desierto. Pasamos por nubes y salíamos de ellas. Por cinco minutos teníamos lluvia intensa y, los siguientes, un día muy soleado. Así durante una hora. Este fenómeno nos permitió ver una serie de arcoíris perfectos. Evidentemente, unos de los momentos más instagrameables del viaje y uno de los favoritos de Lucía y Tony (los más sensibles del grupo).
Llegamos a Puerto Peñasco, una ciudad turística, con grandes edificios, resorts y lugares de retiro para estadounidenses. Debido a que el sol ya estaba cayendo y había amenaza de tormenta, decidimos pasar la noche ahí. Ésta fue una buena decisión porque pudimos arreglar el equipo y prepararnos para el siguiente día de camping. Fue así como aprendimos que, para disfrutar más la experiencia, la mejor manera de llevar a cabo el viaje es haciendo una combinación entre acampar y dormir en algún hotel o Airbnb de la zona.
Acampando aprovecharás estar inmerso en la naturaleza, verás espectáculos naturales que te dejaran sin habla y sentirás la conexión con el desierto, las montañas y el mar en niveles espirituales. Pero dormir en un sitio cerrado y acondicionado en definitiva te permitirá descansar mejor, pasar al baño tranquilamente, reordenar todo, limpiar el equipo y recargar provisiones y energía para tu siguiente parada.
El Pinacate
Al día siguiente (31 de diciembre) nos dirigimos hacia El Pinacate. Queríamos encontrar un lugar digno para celebrar el Año Nuevo y no pudimos encontrar uno más especial. Se trata de la parte más oriental del Gran Desierto de Altar, justo al sur de la frontera con Arizona, Estados Unidos, y al norte de la ciudad de Puerto Peñasco.
Cuenta con un sistema volcánico de muchísimos cráteres, de todas formas y tamaños, algunos de los cuales puedes alcanzar en coche y otros caminando. También te puedes encontrar con ríos de lava y una gran biodiversidad. Es un lugar inmenso, que cuenta con 7,146 kilómetros cuadrados, una extensión mayor que la de estados como Aguascalientes, Colima, Morelos o Tlaxcala.
Llegar ahí fue más difícil de lo que pensábamos, debido a que el acceso turístico estaba cerrado por problemas entre los ejidatarios y el parque nacional. Eso ocasionó que tuviéramos que dar una vuelta mucho más larga de lo esperado, lo que nos obligó a pasar por una ciudad que, nos han comentado, es muy peligrosa por ser frontera con Estados Unidos, Sonoyta. Al pasarla, la carretera va paralela a “la línea”, como llaman en el norte a la frontera.
Recorrimos varios kilómetros junto a la barda de acero oxidado que separa los territorios mexicano y estadounidense, hasta llegar a una entrada que parecía el acceso de cualquier ranchería. Ahí giramos bruscamente y entramos a un camino de terracería que recorrimos como por una hora para llegar al camping site El Tecolote, dentro de la Reserva de la Biosfera El Pinacate.
Al llegar ahí estaba lloviendo. Según el pronóstico, la tormenta y el mal clima por el que habíamos pasado los últimos días terminaría en un par de horas más. Así que decidimos hacer un hike hacia el Cono Mayo, sin importar la lluvia. Entre impermeables y bolsas de basura, nos preparamos para caminar y subir al cráter de ese pequeño volcán.
El recorrido fue por un sendero muy bien marcado entre cactus, copales, plantas desérticas y montañas de ceniza que, con la lluvia, pasaron de ser de color gris a un negro muy intenso. Como un “regalo divino”, al llegar a la cima la lluvia paró, la neblina se disipó y alcanzamos a ver lo que Beca y yo concordamos que ha sido una de las mejores vistas. Toda la reserva ahí ante nosotros, con miles de volcanes, rocas negras y rojas, ríos de lava, arcillas y un atardecer que pintaba el cielo de miles de colores.
Al bajar, debido a la lluvia y por ser el último día de 2021, el lugar de camping estaba disponible para nosotros solos. Montamos las casas de campaña por un lado, la fogata en otro y el lugar de la cena de Año Nuevo en las mesas comunales.
Una reserva natural exclusivamente para mí y mis amigos, además de una noche estrellada, una fogata hasta al amanecer y una deliciosa cena al carbón, dio como resultado la celebración de fin de año más épica que he tenido.
Al día siguiente despertamos, desayunamos y partimos hacia Puerto Peñasco, para dormir y apaciguar la desvelada en una casa hecha y derecha junto a la playa y poder descansar como se debe. Sobre todo Bosch, quien, debido al sitio, su fascinación por el exterior y los vinos de celebración, quiso pasar la noche fuera de su tienda de campaña.
Las dunas
Salimos muy temprano hacia las dunas del Gran Desierto de Altar, lugar al que habíamos intentado ir antes, pero al que, por una u otra razón, no habíamos podido entrar. En el primer intento, el parque estaba cerrado por una contingencia: a un guardabosques lo había picado una araña violinista y tuvieron que llevarlo al hospital. El segundo intento se vio frustrado al ser primero de enero.
Para entrar a las dunas tienes que llegar al visitor center llamado Schuk Toak, que significa “montaña sagrada” en pápago. Ahí pagas tu entrada y puedes ver un museo de sitio impecable. Tienes que ingresar en auto y después caminar como 40 minutos para llegar a las dunas. Es increíble cómo la vegetación empieza a desaparecer y los cúmulos de arena comienzan a formar montañas.
Al adentrarte en uno de los sietes desiertos de dunas más grandes del mundo, lo único que puedes ver es arena, arena y más arena. Estás rodeado por montículos de diferentes tamaños que, gracias al aire, cambian de lugar en determinado tiempo. Es el lugar perfecto para correr, jugar, rodar, brincar y disfrutar el piso suave que la arena ofrece.
Puerto Lobos
El siguiente destino fue cerca de Puerto Lobos, en un lugar llamado Los Paredones. Tuvimos suerte porque llegamos unos minutos antes del atardecer para descubrir cómo estos acantilados que bordean el mar se pintaban de rojo y naranja.
Caminamos por la playa que queda atrapada entre las paredes de piedra y el mar de Cortés. Entramos a cuevas y recovecos que se hacían en las fisuras de los estratos para buscar el lugar perfecto donde montar el campamento. Nos instalamos y disfrutamos la noche estrellada, el sonido del mar, la fogata y, una vez más, estar aislados de toda civilización.
Esa hermosa playa fue el punto intermedio entre los parques nacionales del desierto y Bahía de Kino, donde íbamos a pasar los próximos dos días. Es un pequeño complejo turístico de casas californianas que dan hacia una playa muy extensa y plana. Debido a su cercanía con isla Tiburón y Punta Chueca, lo usamos como base para conocer las tierras seris.
Recorrimos esta zona a detalle debido a que Emmanuel es todo un amante de los pueblos ancestrales mexicanos. Nos contagió su emoción por conocer y convivir con esta comunidad que en español conocemos como seri, pero que en su lengua se llama comca’ac.
Además de caminar por sus calles, comprar sus amuletos de la suerte y tomar una lancha a isla Tiburón, se nos presentó la oportunidad de conocer y participar en una ceremonia a la orilla del mar, con una familia que practica un ritual con lo que llaman “medicina”: el extracto fumado del veneno de un sapo oriundo de la región.
Cajón del Diablo
Nuestro último destino antes de partir para Hermosillo, dejar el auto y volar de regreso a Ciudad de México fue la reserva Cajón del Diablo, una pequeña sierra que termina en el golfo de California. Lo que pasa ahí es que, literalmente, las montañas entran al mar, formando pequeñas bahías y playas a lo largo de esa costa. Algunas son accesibles en auto por terracerías, pero a otras solamente puedes llegar en kayak o lancha. La más conocida se llama Himalaya. Nosotros escogimos establecernos en una playa conocida como Venecia, porque estaba vacía y ya no queríamos mover la van por esas terracerías que parecían poco habilitadas para una sprinter como la nuestra.
Aun sin haber conocido las otras playas, por los buenos momentos que nos regaló puedo decirles que fue la mejor. Entre las buenas experiencias que este lugar nos dio está la de encontrarnos a unos pescadores que nos cambiaron seis langostas por una botella de refresco.
Vimos atardeceres de luna, caminamos por las montañas para apreciar de lejos otras bahías, admiramos el silencio del lugar, tuvimos un pícnic al estilo Moonrise Kingdom y nos despedimos de Sonora con un ritual a cargo de Angélica y su “pluma mágica” junto a la fogata, en la que quemamos unas ramas de copal: la manera perfecta de cerrar un viaje que a muchos, si no es que a todos, nos cambió la vida.
Pablo Márquez: @voortus – @pablo_mrqz
Especiales del mundo
Travesías Recomienda
También podría interesarte.