Hora pico en la ciudad de Nueva York; las calles están llenas de automóviles y de personas que van de un lugar a otro. Se estima que en total hay 8.6 millones de humanos que llaman a esta urbe su hogar, y al menos 62.5 millones de turistas que cada año llenan de vida Manhattan, Brooklyn o Queens.
En este destino la gente nunca se acaba; incluso las banquetas están congestionadas. Las 24 horas del día, los siete días de la semana siempre hay algo, o alguien, o muchos. Resulta difícil encontrar un sitio para estar solo. Sin embargo, todo indica que estamos cerca de una gran cuarentena y de la posibilidad (casi onírica) de ver cómo lucen las grandes metrópolis sin un alma. ¿Cómo lucirían las arterias neoyorquinas sin nadie? ¿las cafeterías sin comensales? ¿los museos cerrados? ¿los asientos del tren vacíos? Aunque estos escenarios parecen parte de una novela de ciencia ficción, a principios del siglo XX, apareció en el horizonte creativo un hombre capaz de pintar toda la soledad que hay en las grandes ciudades: Edward Hopper.
El pintor de la vida americana
Edward Hopper fue un pintor estadounidense, famoso no sólo por ser uno de los principales exponentes del realismo del siglo XX, sino por representar el paradójico aislamiento que caracteriza a las concentraciones de personas. La mayoría de sus obras se caracterizan por mostrar espacios públicos (como estaciones, bares, moteles, gasolineras, restaurantes y cafés), totalmente vacíos salvo por la presencia de un par de personajes anónimos.
Nacido en el pueblo de Nyack, en el estado de Nueva York, Hopper se asentó definitivamente en la Gran Manzana en 1913 y vivió hasta su muerte en 1967. Durante esos años, la ciudad aumentó su población de manera constante, y pasó de tener 5.6 millones de habitantes en 1920, a 7,7 en 1960. El artista tuvo la sensibilidad de apreciar el vacío que había entre los restaurantes llenos, los rascacielos, y los edificios. Descubrió que el estilo vida estadounidense escondía un profundo sentimiento de soledad. A continuación presentamos algunos de los sitios que Hopper visitó (y retrató) durante su vida en Nueva York. Y aunque puedan parecer muy conocidos, son un recordatorio de que el silencio puede esconderse detrás del bullicio y que aún en un lugar con ocho millones de personas uno sede sentirse desamparado.
Greenwich Village
Aunque hizo numerosos viajes a Europa en la década de 1910, Edward Hopper regresó a los Estados Unidos en 1913 y se instaló permanentemente en Greenwich Village. Ahí, en el número 3 de la calle Washington Square North, puso su estudio y su residencia. No es de sorprender que entonces algunas de sus pinturas más emblemáticas estén inspiradas en escenarios reales de este barrio.
Su obra más famosa, Nighthawks (1942), está inspirada en un local comercial en Mulry Square, en la intersección de Greenwich Avenue y la Séptima Avenida. Mientras que las tiendas retratadas en Early Sunday Morning, parecen ser los negocios que están en 233 de Bleecker Street.
Central Park
Uno de los sitios más icónicos de Nueva York es Central Park, que se caracteriza por ser el espacio público más grande e importante de la ciudad. Hopper lo retrató como un parque pacífico, pero vacío, rodeado de edificios en los que viven personas que nunca vemos, y que tampoco se conocen entre sí.
Brooklyn y Williamsburg
Al otro lado del East River, el barrio de Brooklyn es famoso por sus edificios de ladrillo y espacios post-industriales. Fácilmente accesible desde el sur de Manhattan, Edward Hopper retrató algunos de sus elementos, con la misma melancolía que con la que trató otros espacios neoyorquinos.
Cape Cod
Si bien no se encuentra en el estado de Nueva York, sino en el de Massachussets, Cape Cod es una comunidad balnearia que Edward Hopper visitó por primera vez en 1930. En este destino, Hopper compró una casa para pasar las vacaciones en 1934. Pasó 40 veranos ahí, rodeado de la simplicidad del paisaje. Este apacible sitio protagonizó numerosas obras en las que se pueden contemplar las dunas, los altos pastos, la playa y los faros. Aquí la soledad se ve orgánica, casi voluntaria.
Edward Hopper sirve de recordatorio no sólo de la soledad que se puede esconder detrás de la fachada frenética de la vida moderna, sino de que, a veces, no hay mejor lugar para estar solo que una gran ciudad.
¿Te interesó esta nota? Suscríbete a nuestro newsletter aquí para tener acceso a todo el contenido de Travesías.
***
También te recomendamos:
México desde los ojos de la revolucionaria Tina Modotti
París desde los ojos de Cortázar
Conocer Londres desde los ojos de David Bowie