Sabíamos sólo de oídos de la existencia del Rickys Bar, en la carretera de Rosarito a Ensenada, en Baja California Norte. No tiene redes sociales y su locación no es exacta en Google Maps. Es famoso porque ahí iba a echar trago Leonardo Di Caprio durante la filmación de Titanic, y también Russell Crowe cuando hizo Master and Commander; ambas películas producidas en los Baja Studios de Twentieth Century Fox.
Llegamos a medio día. Lo ubicamos por el letrero exterior. Parecía cerrado, pero en la puerta decía Open. Entramos inseguros porque estaba algo oscuro, solo la tele del fondo brillaba con una película de Cantinflas. De pronto, entre las paredes tapizadas con billetes de un dólar, descubrimos a Ricky sentado detrás de la barra. Levantó la mirada, se alzó el sombrero y nos dijo con una voz ronca, casi afónica: “Bienvenidos, ¿qué les sirvo? Pasen, ahorita pongo música y prendo todo”. Éramos los únicos en el bar, así que tuvimos una conversación larga y tendida con él. De fondo puso un popurrí de cumbias.
Por dentro, el bar tiene una personalidad inigualable. Cada objeto parece contar una historia y uno puede pasar horas viendo cada detalle (e imaginar el nivel de fiesta detrás): un sillón reclinable al fondo, polaroids de mujeres topless, un tubo de baile y brassieres colgados como trofeos. También están los cables sueltos, las sillas y mesas de plástico, la marquesina de una pareja (hombre y mujer) hawaiana para colocar el rostro y tomarse la foto del recuerdo, y el lavabo compartido afuera de los baños )con jabón en polvo en una bandejita para lavarte las manos).
Luego de destaparnos unas cervezas “bien frías, como nalga de Pingüino”, Ricky nos contó que el bar está por cumplir 30 años desde que lo inauguró, y él empieza a considerar retirarse. “Retirarme a tiempo como un buen boxeador”, dice con una risa particular que jala aire en vez de exhalarlo y rechina de una forma tan graciosa que contagia. Nos enteramos también que, durante sus visitas a Rickys Bar, Leo tomaba Buchanan’s, y Russell, “su cheve y su tequila; su seicito de Tecate y Corralejo”.
Ricky no para de contar anécdotas. Se toma su tiempo para narrar cada detalle, hacer bromas y albures. La conversación continúa en la terraza abierta al fondo, que tiene una vista privilegiada al mar. Ahí nos prepara unas margaritas a su estilo: las bautiza al final con unas gotas extra directo de la botella de tequila Tradicional. Pasamos más horas de las que pensamos, disfrutando el momento y el hallazgo. Al final, hasta intentamos subir por el tubo de baile. Ricky lo trepa con la habilidad de una ardilla y toca la campana para celebrarlo. Tuvimos que irnos antes del atardecer (que debe ser una vista magnífica), pero con un shot de Don Julio de despedida. Así de bien atendidos.
El bar es una cápsula del tiempo, y Ricky, un cantinero de vocación. Gran cabildeador con las autoridades y el mercado negro, de esos valientes carismáticos para ambos bandos, en peligro de extinción, que además atiende a diario su negocio y sabe gozar con su clientela.
Rickys Bar es una parada obligada para cualquier viajero que disfruta del encuentro genuino con la vida local y honra a los pequeños bares de antaño en el mundo.
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