Centro y Golfo, México, Micrositio Mexico, Personajes, Tonahuixtla

Fernando Laposse: 
maíz, diseño y transformación

Todo comenzó con el totomoxtle, las hojas secas que envuelven las mazorcas, y la idea de rescatar variedades nativas de maíz criollo.

POR: Mario Ballesteros \ FOTO: Fernando Laposse

Fernando Laposse es un joven diseñador mexicano que se mudó a Londres para estudiar en la prestigiosa Central Saint Martins, pero encontró su vocación en un pequeño pueblo de 700 habitantes en la sierra mixteca. Todo comenzó con el totomoxtle, las hojas secas que envuelven las mazorcas, y la idea de rescatar variedades nativas de maíz criollo, transformando este humilde producto secundario en una fuente de trabajo, creatividad e identidad para una comunidad golpeada por la pobreza, la emigración y la crisis climática.

Cuéntanos de Tonahuixtla. ¿Dónde está y cómo llegaste ahí?

Tonahuixtla es un pequeño ejido que está en la Sierra Negra, en la Mixteca poblana, casi en la frontera con el Estado de Oaxaca y muy cerca de Guerrero. Es un pueblo muy aislado, metido en la sierra. Fui por primera vez a los seis años, porque había un señor que entonces trabajaba en la panadería de mi papá, Delfino Martínez, que le ayudaba con recados. Su esposa cuidaba a mi hermana y ayudaba en la cocina. Entonces había una relación muy cercana con ellos y nuestra familia. A mi papá le encantaba ir a Tonahuixtla, le parecía muy bonito por lo aislado y por la amabilidad de la gente de ahí. Cuando éramos niños, íbamos casi todos los veranos. A pesar de que es un lugar muy árido, para nosotros era como un oasis. Era increíble ver cómo la gente había transformado lo que era casi un desierto en un lugar productivo.

 

Tonahuixtla es un pequeño ejido en la Mixteca poblana, casi en la frontera con Oaxaca.

Después de estudiar y vivir en Londres, ¿cómo te empezaste a interesar en el tema del maíz nativo? ¿Cuál fue la semilla de tu proyecto Totomoxtle?

Totomoxtle empezó por una residencia que hice en el casa, el Centro de las Artes de San Agustín, en Oaxaca, un espacio cultural que fundó Francisco Toledo. Buena parte del enfoque de Toledo en la creación del casa estaba en la lucha por la conservación cultural, incluyendo la defensa del maíz mexicano y otras especies nativas. Cuando hice la residencia, en 2015, había una discusión muy importante sobre el tema de la prohibición de los alimentos transgénicos. Es una discusión compleja, pero, en mi opinión, las desventajas de los transgénicos son mayores que los beneficios. No creo que sea buena idea volvernos dependientes de una sola semilla que produce un número muy reducido de compañías, con ganancias enormes a costa del patrimonio cultural y gastronómico de los maíces nativos.

En esa coyuntura, me invitaron a participar en esta residencia del British Council y el casa, organizada por Anna
y Antonia Bruce, que se llamaba First
Food Residency. En esos tres meses me concentré en hacer una contribución al tema del maíz, pero no política, sino de diseño y de economía. Al final es un tema económico: no hay manera de que los maíces nativos puedan competir en el mercado con los transgénicos; su diversidad y variedad en este caso los han puesto en desventaja, en un contexto donde se prioriza la estandarización, el rendimiento, etcétera.

Fernando Laposse encontró su vocación en un pequeño pueblo de 700 habitantes en la sierra mixteca

¿Cómo fueron tus primeras exploraciones al trabajar con el maíz como material de diseño?

Me interesaba convertir esa “desventaja” de la diversidad en una ventaja tangible. Empecé a concentrarme en las hojas de la mazorca, lo que se conoce como totomoxtle, las cuales, igual que los granos, llevan esos colores que distinguen a los maíces autóctonos. Cuando trabajo, me gusta mucho concentrarme en las propiedades físicas de los materiales, no sólo de
forma directa, sino con la sensación que transmiten, el sentimiento que provocan. Viendo estas texturas y estos colores, pensé que sería genial introducirlos
a un interior; estos colores vivos y al mismo tiempo tan naturales que dan una sensación de calma.

Y  la hoja, que normalmente se tira, se usa para composta o se da de comer a los animales, se vuelve el elemento central de tu diseño.

Exacto. No me tomó mucho llegar a esa idea de dominar esta materia, que es muy humilde, y cómo se podía elevar a algo que te da una sensación
de lujo. Ése siempre ha sido uno de los pilares de mi práctica. Nunca he trabajado con materiales que de entrada dan esa sensación, sino lo contrario, me gusta trabajar con elementos que se perciben como “pobres” (azúcar, desechos de comida, estropajo) y elevarlos.

Pensé en los contrachapados de madera, un material que se usa para recubrir muebles y paneles interiores,
e investigué un poco sobre técnicas de marquetería, en las que se trabaja con maderas que no son muy grandes, y ahí me hizo clic. Trabajar con la hoja de maíz como un contrachapado, en pequeñas piezas, a manera de marquetería.

Fernando comenzó el proyecto con la idea de rescatar variedades nativas de maíz criollo.

¿Cómo brincaste de Oaxaca de vuelta a Tonahuixtla y de una exploración artística a un proyecto integral de gran alcance en esa comunidad?

Al principio me sorprendió que, incluso en Oaxaca —un lugar donde se defiende tanto la tradición como la diversidad— ya era muy difícil encontrar maíces nativos y estas hojas de colores en los mercados. Ésa fue la primera alarma. Entonces pensé en Tonahuixtla, donde ya tenía un vínculo y conocía a los agricultores; pensé que podrían estar más dispuestos a trabajar conmigo. Así, después de alrededor de 10 años, volví a Tonahuixtla luego de la residencia, a reencontrarme con Delfino.

Cuando llegué, me encontré con un escenario muy triste. El pueblo estaba vacío. Las milpas estaban abandonadas. Fue un gran choque para mí ver el pueblo así. Delfino me contó que, al no poder sostenerse con la agricultura tradicional, mucha gente del ejido tuvo que emigrar.

¿Cómo fue que esas condiciones difíciles te marcaron el camino a seguir?

De lo
que hemos hablado mucho es del cambio climático. Tras el cambio en las prácticas de agricultura, también las condiciones climáticas han empeorado. Este año, por ejemplo, es el tercero de sequía extrema: no ha llovido nada. Esos cambios drásticos en el clima dificultan todavía más que sobrevivan los cultivos tradicionales. Muchos de los que emigraron son de alguna manera refugiados del cambio climático. Para mí, ver cómo había sido afectada esta comunidad y soñar que podía generar un cambio positivo a través del proyecto Totomoxtle se volvió mi motivación principal. Tenía que ser algo sustentable, no sólo en la producción del material, sino en el sentido de negocio, en el tiempo, que pudiera sobrevivir y crecer y mejorar la calidad de vida de los involucrados.

Eso me parece muy importante, y algo difícil de encontrar en el diseño en México. Muy pocos diseñadores se preocupan por lograr, a partir de sus proyectos, arraigo y continuidad.

Es raro en México y en todas partes. Con la obsesión por la novedad
en el diseño, si vives pensando qué vas
a exponer año con año en Milán o en la Semana del Diseño en México, estás como en una rueda para hámster y se vuelve imposible desarrollar algo de manera más profunda.

Totomoxtle es una forma de empoderar a la comunidad y contribuir a ese orgullo de su labor como agricultores.

¿De qué manera es distinto tu acercamiento al trabajo con artesanos?

Yo, a propósito, quise implementar este proyecto en un lugar sin una tradición artesanal. Tengo mis reservas respecto
a los diseñadores que vienen de un contexto más privilegiado y se sitúan en comunidades que ya tienen una artesanía exitosa, donde se producen objetos muy bellos, y llegan y hacen modificaciones menores a un trabajo que ya existe. En este esquema, los diseñadores acaban como poco más que revendedores, perpetuando el modelo del intermediario. Obviamente, soy la cara del proyecto, tengo la posibilidad de posicionar estas piezas en Europa, pero también estamos desarrollando habilidades manuales que no existían, creando inversión en la comunidad. Es un proyecto que es un negocio, no una caridad; es una forma de empoderar a la comunidad y contribuir a ese orgullo de su labor como agricultores.

¿Qué hacen con el maíz que “les sobra”?

Pues se consume ahí mismo,
en la comunidad. En el proyecto no hay desperdicio. Hemos invertido mucho en reintroducir las semillas, encontrar las variedades correctas para que las hojas tengan color, que pudieran arraigarse
bien. Trabajamos con el CIMMYT (Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo), un banco de semillas muy importante, para introducir primero 16 variedades,
pero acabamos concentrándonos
en tres. Pensamos que el producto secundario, lo que podría describirse como “desperdicio”, es en realidad alimento para las comunidades. Creo que es una forma revolucionaria de concebir un proyecto.

Tonahuixtla es un pueblo muy aislado, metido en la sierra, pero donde la gente ha sido capaz de transformar lo que era casi un desierto en un lugar productivo.

¿Cómo crees que ha cambiado el interés por las variedades nativas de maíz durante este tiempo que has trabajado en el proyecto?

Me parece que ese interés en los maíces nativos es una pieza pequeña de un cambio más grande, con el cual, como país y como sociedad, estamos volteando más hacia adentro, en lugar de estar tan obsesionados con lo que sucede fuera
de México. Mi proyecto ha crecido en paralelo con un movimiento gastronómico y cultural más amplio, en el que los mejores restaurantes del país ya no están sirviendo platillos franceses, sino maíz criollo. Lo importante es estar muy pendientes de quién se está beneficiando con este cambio, con esta nueva identidad. Hoy es más probable que pruebes maíz criollo en Pujol que en un pueblito. Eso puede ser problemático. Es un paso importante, pero hay que ir más allá, hay que regresar ese poder y esa riqueza a las comunidades que generaron esta cultura en primera instancia.

¿Qué te gustaría del proyecto en el futuro?

Mi visión a largo plazo es darles el control de todo el proyecto: que se vuelva un proyecto de la comunidad. Una de las tres semillas que tenemos, la más exitosa, de hecho, no vino del banco de semillas, sino de una señora de 90 años que las tenía guardadas en un calcetín. Una de las personas que trabaja con nosotros tuvo un accidente hace algunos años y debía ir a su terapia física a un pueblo como a hora y media de Tonahuixtla. En la carretera, siempre pasaba por una milpa muy pequeñita con maíz de hojas de color. Así fue como la descubrió. Habló con la señora y ella le regaló un puñito de sus semillas. De ahí salió casi toda la producción de este año. Eso para mí es muy importante, porque refleja un cambio en la mentalidad de la comunidad, con el que ellos ya son proactivos para continuar y hacer crecer el proyecto. Para allá vamos.

Conoce más del trabajo de Fernando Laposse aquí.

 

Fernando Laposse (1988) estudió diseño de producto en la Central Saint Martins de Londres, ciudad donde reside desde 2008. Conoce más de su trabajo aquí.

Array
  • Compartir

Especiales del mundo

Las Vegas Stylemap

Una guía para conocedores