El sureste de México: repensar las postales de siempre
Claudia Itzkowich recorre el Sureste de México para descubrir historias desconocidas detrás de las postales de siempre, para replantearnos nosotros mismos a través de su historia y su cultura.
POR: Claudia Itzkowich \ FOTO: Jordan Rodríguez, Luis Perez, Óscar Turco
Hasta no desembarcar por primera vez en Yaxchilán, en la ribera izquierda del río Usumacinta, la palabra dintel dice poco, o poco que tenga que ver con las máscaras, los collares, vestidos y tocados que llevan los gobernantes cincelados en piedra que enmarcan los accesos de los edificios de este sitio arqueológico, habitado hace más de 2,000 años.
La historia y el arte, en los viajes, acechan necios como herramientas indispensables para entender cualquier cosa. Incluso las mentes más impermeables tienen que hacer espacio a categorías que puedan dar razón del templo, el vestido o el manjar recién descubierto.
En el sureste de México, una región que ocuparon los mayas desde el año 1500 antes de Cristo, estas categorías indispensables incluyen en efecto conceptos como dintel o estela, o la capacidad de reconocer la efigie de Chaac en incensarios, vasijas y fachadas de sitios arqueológicos. Pero lo mismo sucede con las iglesias que se construyeron a partir del siglo XVI o los textiles con que se visten más las mujeres que los hombres; lo que se come, se canta y se crea en esa zona que se extiende desde las islas del Caribe hasta las montañas de Los Altos de Chiapas.
Las respuestas que ofrece esa punta del país, que se parece más a Centroamérica y el Caribe que al valle de México, Monterrey o Chihuahua, son fascinantes historias de genio, ignominia y resistencia que se descubren con sólo darle vuelta a la postal.
En este siglo XXI —y más en este 2020 tan aleccionador—, cuando la pausa mundial ha permitido a toda una generación detenerse a pensar, establecer un diálogo crítico con los monumentos y preguntarse si todos merecen su lugar, admirar con los sentidos no parece suficiente. Ni decente. Ni inteligente. Quizá ni siquiera factible.
Ante la imagen de un cautivo decapitado (por ejemplo, en uno de los murales de Toniná); un gobernante enterrado con una máscara de jade, concha y obsidiana (en Calakmul); un bulevar que lleva el apellido de los conquistadores de la península (Paseo Montejo), o un edificio que se autodenomina impúdicamente “colonial” (casi todos) no queda más que plantearse preguntas.
Las respuestas que ofrece esa punta del país, que se parece más a Centroamérica y el Caribe que al valle de México, Monterrey o Chihuahua, son fascinantes historias de genio, ignominia y resistencia que se descubren con sólo darle vuelta a la postal.
El Tulum de los cruzoob
El único sitio arqueológico de la República mexicana donde las ruinas se admiran en bikini y de espaldas (incluso después de haberse tomado la selfie) fue también uno de los puntos clave de la rebelión de la población indígena en la península de Yucatán, en lo que se conoce como la Guerra de Castas. Este lugar, donde los antiguos mayas construyeron una espléndida estructura con vista al mar y decoraron los muros interiores con pinturas al fresco, fue refugio de los rebeldes que se levantaron en contra de la explotación de los hacendados en el siglo XIX. De hecho, existe una célebre imagen del arqueólogo estadounidense Sylvanus Morley con un grupo de estos cruzoob al pie de la estructura que se conoce como El Castillo.
Hoy, los descendientes de estos luchadores, quienes viven principalmente en el sur de Quintana Roo, siguen comunicándose en maya, estudiando en universidades bilingües y manteniendo vivas muchas de sus tradiciones, incluida la de “la cruz parlante”, símbolo de la lucha que preside un templo en la localidad de Carrillo Puerto, muy cerca de la espectacular reserva de Sian Ka’an, donde ellos mismos gestionan actividades de ecoturismo y cuidado del medio ambiente.
El poblado de Tihosuco tiene un museo dedicado a la Guerra de Castas, pero, más que su modesta colección, llama la atención la alucinante iglesia que quedó sin techo después de que se usara como una bodega de pólvora.
A unos cuantos kilómetros de Tulum, pero a años luz de sus noches de fiesta.
Maní: historias quemadas, mitos vivientes
La explanada del espectacular convento de San Miguel Arcángel, en Maní, es un lugar tristemente célebre porque fue ahí donde el fraile Diego de Landa (1524-1579) quemó los códices mayas, en lo que debió ser un insoportablemente espectacular auto de fe.
Es probable que el acto haya cumplido buena parte de su cometido de dejar claro quién había vencido. Sin embargo, De Landa, que se había dado a la tarea de descifrar y anotar algunos de los glifos del maya antiguo, décadas después escribió Relación de las cosas de Yucatán. Sus páginas son una fuente indispensable para cualquiera que quiera imaginar la vida en la península antes del encuentro, cuando tuvo que reconocer que “hay muy buenos pulpos en la costa de Campeche”, que “hay muchas iguanas que espanta” o que los mayas “se bañaban mucho…, eran amigos de buenos olores y que por eso usaban ramilletes de flores y yerbas olorosas…”.
Además, la evangelización dista mucho de haber sido homogénea o arrasadora. Los traviesos aluxes, que se aparecen en las noches (o por lo menos en todas las conversaciones en que se intenta explicar un hecho misterioso); la bella y temible Xtabay, que seduce a los hombres desde lo alto de una ceiba, o el hermano malo y el bueno, que reencarnaron en árboles que crecen siempre juntos, sólo que uno quema la piel y el otro la cura (el chechén y el chacá), permiten casi reconciliarse con la historia, la cual, lejos de imponerse sobre un lienzo en blanco, se mezcla de maneras fantásticamente caprichosas.
Un paseo que se sigue llamando Montejo
Francisco de Montejo, su hijo y su sobrino lideraron la larga y accidentada guerra de conquista de Yucatán. Su estatua reina sobre el bulevar de referencia en Mérida, que lleva su apellido, al igual que la cerveza local por antonomasia. Nada parecido sucede con la memoria de Hernán Cortés en Cuernavaca, Oaxaca o la Ciudad de México, en donde yacen, discretísimos (casi abandonados), sus restos en la parroquia de Jesús Nazareno y los intentos por exhibir un busto suyo han terminado en disturbios.
En el Paseo Montejo, entre ramones, tamarindos y flamboyanes, se erigen algunos de los edificios más opulentos de México.
Para los mestizos, identificarse como descendientes de los vencedores o de los vencidos parece una opción abierta. Y siempre se puede seguir el consejo del artista contemporáneo Jimmie Durham tras describir la estatua de sir Henry Havelock, general británico que peleó en India, en Trafalgar Square: “Como turista o extranjero, lo mejor que puede hacer uno es seguirse de largo y fingir que no la vio”. El caso es que en el amplio Paseo Montejo, entre ramones, tamarindos y flamboyanes, se erigen algunos de los edificios más opulentos de México, transformados en museos, concept stores, bares, bancos, hoteles o restaurantes. Muchos fueron construidos entre los siglos XIX y XX con las fortunas que trajo a la zona la invención de la desfibradora de henequén, obra orgullosamente yucateca de José Esteban Solís, en 1857. Hay quien dice, de hecho, que por esos tiempos Mérida llegó a ser la ciudad con más millonarios de América.
En una de esas coincidencias involuntarias que sólo el paso del tiempo es capaz de permitir, el Palacio Cantón —otrora residencia del general Francisco Cantón Rosado, quien luchó contra los mayas rebeldes— alberga desde 1980 una importante colección de piezas de los antiguos mayas y aloja excelentes exposiciones temporales sobre las mujeres yucatecas, la arquitectura o los glifos mayas.
La heladería tradicional de Mérida (abierta en 1907, en los portales de la Plaza Grande del centro histórico), por cierto, tiene una agradable sucursal con mesas dispuestas sobre este paseo. Se llama Sorbetería Colón y ofrece lo mismo “piononos” (por el papa Pío IX) que sorbetes de guayaba o mamey, los cuales, por sí mismos, podrían explicar la atracción de navegantes como el genovés por estas tierras lejanas.
Almas feministas para recordar
Las mujeres mayas han sido las guardianas de saberes como la medicina, el bordado, la lengua y el pensamiento de los ancestros. Su liderazgo ha sido indispensable en la economía, por medio de cooperativas, así como en la política, como lo confirma el caso de la sacerdotisa María Uicab durante la Guerra de Castas.
En Yucatán, los gobiernos liberales de los siglos XIX y XX promovieron la educación de las mujeres, quizá sin imaginar que el estado terminaría por ser la referencia del feminismo en el continente, como sede del Primer Congreso Feminista de América Latina en 1916.
Entre tallas de todos los estilos y materiales imaginables, que envejecen a merced del clima tropical de la península, el Cementerio Central de Mérida resguarda los restos de Elvia Carrillo Puerto, la “Monja Roja” (Motul, 1878-Ciudad de México, 1968), sufragista, luchadora por los derechos de las campesinas y la igualdad en la educación que llegó a ser diputada municipal en 1923, tres décadas antes de lograr al fin el voto para las mujeres en todo el país.
Ahí yace también su hermano, el político Felipe Carrillo Puerto (Motul, 1874-Mérida, 1924), el primero en integrar en su gobierno a mujeres electas por voto popular. En su mausoleo, de estilo maya déco, se resguardan también los restos de tres de sus hermanos y otros ocho colaboradores que fueron fusilados junto con él durante el golpe huertista, después de que su gobierno decretara la expropiación de las haciendas henequeneras de la región en desuso.
Justo enfrente descansa, según sus deseos, Alma Reed (San Francisco, 1889-Ciudad de México, 1966), quien llegó a Mérida como corresponsal de The New York Times para cubrir la expedición de los arqueólogos y antropólogos comisionados por el Instituto Carnegie para estudiar algunos sitios mayas. Alma terminó denunciando al diplomático estadounidense E. M. Thompson, saqueador de piezas mayas del cenote sagrado de Chichén Itzá, las cuales vendió al Museo Peabody, y fue inmortalizada como la “Peregrina” que enamoró a Carrillo Puerto en la canción del trovador Ricardo Palmerín, con letra del poeta Luis Rosado Vega.
Cabezas olmecas sembradas en Villahermosa, la testarudez de transportar piedras monumentales
Mover piedras nunca ha sido tarea fácil. Mucho menos cuando se trata de monolitos gigantescos desenterrados casi 3 000 años después de haber sido labrados y que pesan, cada uno, entre seis y 40 toneladas. Pues bien, en 1958, con el único fin de que la población pudiese convivir con las inmensas cabezas olmecas halladas en el noroeste del estado, en el remoto sitio arqueológico de La Venta, el activista y poeta Carlos Pellicer logró que estas esculturas se transportaran hasta la capital tabasqueña para crear lo que denominaría “un poema de siete hectáreas con versos milenarios y encuadernado en misterio”.
En efecto, el Parque Museo La Venta abarca una inmensa extensión de selva donde se distribuyen las colosales cabezas de piedra y otras tallas de la cultura olmeca, la más antigua de Mesoamérica, para garantizar su conservación, estudio y exhibición. “Cuando ya hace cinco años pensé en la chingamusa esta, me dije: ¡a ver qué sale! Y claro, lo que ha salido es una cosa tremenda, pero deliciosa. Y es la obra de mi vida”, le escribiría el poeta a su amigo Alfonso Reyes.
Autonomía e hilos en Los Altos de Chiapas
El año pasado murió Walter F. (Chip) Morris, uno de los más inteligentes y activos admiradores y divulgadores de los textiles mayas. En 1972, este joven estadounidense viajó a Chiapas para aprender tzotzil y terminó aprendiendo, además, a leer los textiles mayas como si en efecto se tratara de textos. Autor de libros como Living Maya o Guía textil de Los Altos de Chiapas, entre muchas otras obras sobre el tema, fue director del centro cultural Na Bolom y uno de los curadores de la colección del Centro de Textiles del Mundo Maya.
La mirada de Chip Morris se apartaba de la nostalgia boba (podría decirse condescendiente) de quienes aspiran a detener (anquilosar) la tradición. De hecho, la moda y las maneras en que desde hace unos años se interactúa con los textiles mayas fueron uno de sus principales temas de estudio.
El mercado dominical de Zinacantán (Lugar de Murciélagos, en náhuatl), donde se venden hilos de todas las gamas de rosa, fucsia, violeta y morado a mujeres que tejen, visten y presumen brocados fuera de este mundo, es un lugar ideal para entender su fascinación, al igual que las figuras y los patrones sutiles que se tejen en telares de cintura en Magdalena, Tenejapa o San Andrés Larráinzar. Hasta hace poco, las jóvenes se vestían igual que sus abuelas, pero ahora han incorporado nuevos hilos, fibras y colores, algo que Morris celebró como el auténtico resurgimiento de la cultura maya chiapaneca.
* Con frecuencia se cita a Walter Benjamin, al decir que no hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie. Imposible refutarlo. Escrutados con atención, sin embargo, esos mismos “documentos” también son capaces de narrar muchas otras versiones.
Claudia Itzkowich @claudia.itzkowich
Editora, traductora y periodista. Fue parte del equipo fundador de Travesías. Su primer podcast, “Acapulco sí hay dos”, se transmitió en Así como Suena en 2018. Su traducción más reciente, Una historia nacional de la infamia, de Pablo Piccato, está por publicarse por parte de Grano de Sal. En 2020 empezó a traducir al autor francés Antonin Artaud, un reto que ha servido como faro en medio de la extrañeza global compartida.
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