1963, Baden-Baden. Con 30 votos a favor, y tras haber vencido a Detroit, Lyon y Buenos Aires, la Ciudad de México fue elegida como sede de los juegos olímpicos de 1968. Se trataba de la primera vez que una ciudad latinoamericana acogería el evento deportivo más grande del mundo, y el honor no podría ser más grande.
Tras décadas de crecimiento económico sostenido, México estaba listo para aprovechar la justa olímpica para poner su mejor cara, hacer una gran entrada en el escenario mundial y reafirmar su lugar como un país rico y moderno.
Los preparativos comenzaron en seguida. Se proyectó construir una alberca, varios gimnasios y hasta una pista de canotaje, pero también embellecer la ciudad remodelando plazas e instalando obras de arte público —de hecho, Pedro Ramírez Vázquez crearía todo un programa cultural paralelo a los Juegos.
Sin embargo, y ante el enorme flujo de visitantes internacionales que se proyectaba llegarían la ciudad con ocasión del evento, hacia falta otra cosa: lugares donde hospedarlos.
Un hotel para la Olimpiada
Tan pronto y como se supo la noticia de las olimpiadas, algunos de los principales hoteles de la ciudad iniciaron obras de remodelación y expansión, pero pronto surgió la idea entre un grupo de inversionistas de construir uno nuevo, especialmente hecho para hospedar a los reporteros extranjeros que cubrirían los juegos.
El hotel sería parte de un gran complejo de usos mixtos, compuesto por dos modernas torres de vidrio y acero, que además albergarían oficinas y negocios.
Para semejante proyecto, se escogió entonces un enorme terreno de 31,000 metros cuadrados en la avenida Mariano Escobedo, a pocos pasos del comienzo del Paseo de la Reforma y a un costado del Bosque de Chapultepec, que para esas épocas se había convertido ya en un referente turístico y cultural gracias a la inauguración de los museos de Antropología y de Arte Moderno en 1964.
Sin embargo, el arquitecto del proyecto, un joven Ricardo Legorreta, estaba consideraba de que los hoteles convencionales que se encontraban en rascacielos eran lugares genéricos, fríos y poco amigables.
Legorreta estaba convencido de que este nuevo hotel era una oportunidad única para construir un edificio que proyectara modernidad, pero sin dejar de lado las raíces y el contexto mexicano, así que con esto en mente, y tras una intensa labor de convencimiento, el arquitecto logró persuadir al equipo de inversionistas de construir el hotel en la totalidad del terreno.
El director de orquesta
Nacido en la Ciudad de México en 1931, Ricardo Legorreta había estudiado en la Universidad Nacional Autónoma de México en los años 50, cuando la Facultad de Arquitectura aún se encontraba en la Academia de San Carlos detrás del Palacio Nacional.
Alumno de José Villagrán y amigo personal de Luis Barragán, Legorreta no era ajeno al nuevo tipo de arquitectura moderna que se estaba realizando en México por aquellos años. De este modo, e inspirado en buena manera por la Escuela Tapatía, proyectó construir entonces un hotel con una personalidad mexicana fuerte y marcada.
Una vez definido el objetivo, el arquitecto buscó rodearse con el mejor equipo posible. Consciente de la envergadura y la importancia del proyecto, Legorreta se vio a sí mismo como un director de orquesta, encargado de coordinar diferentes tareas.
Para los jardines y la estética, convocó a Mathias Goeritz y a Luis Barragán; para la cimentación, al Dr. Leonardo Zeevaert; y para el diseño estructural, a los arquitectos Bernardo y José Luis Calderón.
Para los muebles, Legorreta decidió asociarse con Knoll y contratar a Charles Sevigny como consultor, mientras que para el tema de las telas, la elegida fue Barbara Rodes, y finalmente en el diseño gráfico, no hubo elección más lógica que la de Lance Wyman —que ya había sido contratado por el equipo organizador de las Olimpiadas para encargarse de la identidad de México ’68.
Internacional sí, pero no demasiado
Para los años 50 y 60, el llamado estilo internacional (caracterizado por edificios revestidos de cristal, como los que Mies van der Rohe había construido en Chicago) estaba de moda. No obstante, Legorreta usó su posición como “director de orquesta” para coordinar un proyecto que se inspiraba directamente en la arquitectura vernácula mexicana.
El arquitecto retomó el carácter íntimo de las propuestas domésticas de Barragán y lo combinó con las necesidades hoteleras a gran escala.
Para empezar a adecuar al hotel al contexto local de la Ciudad de México (incluyendo sus naturaleza sísmica), la primera decisión de Legorreta fue la de bajar la altura del hotel.
La segunda, fue diseñar una serie de bloques que permitieran separar su área pública (donde se encontraban los restaurantes, la recepción, el bar y los salones de eventos sociales), de la privada, donde están las habitaciones.
De este modo, el proyecto de las torres se convirtió en un anchísimo desfile de espacios horizontales, patios, pasillos y jardines, que creaban un oasis dentro de la bulliciosa Ciudad de México que, para finales de los años 60, contaba ya con unos 6 millones de personas.
El hotel-museo
Mientras la construcción del hotel iba en marcha, en 1967, Legorreta, Goeritz y Barragán subieron en el coche de este último y partieron listos para recorrer los poco más de cuatro mil kilómetros hasta New Haven, Connecticut. ¿La razón? Pedirle a Anni Albers en persona que diseñase y confeccionase un tapiz para colgar en el nuevo bar del Camino Real. Amiga de éstos, Anni aceptó encantada, y su nombre se unió entonces al otros artistas comisionados para realizar obra para el nuevo hotel.
El diseño principalmente horizontal del Camino Real Polanco dio como resultado un edificio en el que los huéspedes tenían que recorrer largas distancias a pie para poder llegar de un lugar a otro, algo singular en una época en la que las escaleras eléctricas y los ascensores triunfaban por doquier. Así que para evitar cualquier sensación de tedio al caminar, Barragán propuso algo: llenar el hotel con arte.
Estratégicamente situadas, estas obras de arte podrían despertar la curiosidad y el asombro de los huéspedes, y luego motivarlos a explorar y recorrer los espacios del hotel.
De este modo, y en adición al tapiz de Anni (objetivamente titulado Camino Real), una escultura de Calder, un mural de Pedro Friedeberg y obras de Mathias Goeritz, además de numerosas antigüedades, se agregaron a la incipiente colección del hotel, cuyo tamaño (y calidad) era tal, que incluso el mismo Legorreta comenzó a decir que el Camino Real era un hotel-museo.
Estilo mexicano a prueba de todo
El nuevo y flamante Camino Real Polanco fue oficialmente inaugurado el 25 de julio de 1968 por el presidente Díaz Ordaz en persona, justo a tiempo para los Juegos Olímpicos de México ’68. El éxito fue inmediato y el hotel, con su estilo mexicano, se convirtió en un ícono de la nueva y moderna Ciudad de México.
El edificio apareció en numerosas revistas especializadas, un nuevo mural de Rufino Tamayo y dos pinturas de Rodolfo Morales se unieron a la colección en los años 70, y Legorreta incluso recibió la comisión para construir dos hoteles más para la nueva cadena: el Camino Real Cancún en 1975, y el Camino Real Ixtapa en 1981.
La decisión de Legorreta de bajar la altura original del edificio resultó también adecuada cuando un fuerte terremoto sacudió la ciudad el 19 de septiembre de 1986. El histórico hotel Regis, el Continental Hilton de Reforma (donde Marilyn Monroe se había hospedado en sus visitas al DF) y el hotel del Prado, con su mural de Diego Rivera, resultaron severamente dañados y tuvieron que ser demolidos.
Poco más de 50 años después desde su inauguración, el Camino Real de Polanco y sus anchos muros, han sobrevivido así no sólo el embate de terremotos, sino también de varias (no tan afortunadas) remodelaciones, la pérdida de mucho del mobiliario original y la llegada de nuevos hoteles de lujo a la Ciudad. Incluso el tapiz de Anni Albers estuvo perdido por décadas hasta que fue descubierto literalmente por accidente en las bodegas del hotel en 2018.
No obstante, y detrás de esa celosía rosa mexicano que capta la atención de cada persona que transita por la avenida Mariano Escobedo, permanece este hotel, no sólo como una icono arquitectónico, sino también como el símbolo del entusiasmo de un gran equipo por proyectar un México moderno que, anclado en sus raíces, construiría una modernidad que sería reconocida por el resto del mundo.