De La Habana a Baracoa, 900 kilómetros con sabor auténtico.
En una carta del menú de El Chanchullero, un genuino bar cercano a El Capitolio de La Habana, alguien ha escrito con letras titubeantes “Aquí no estuvo Hemingway”. En el local no tocan agrupaciones de son, ni pasan el sombrero después de actuar. Las paredes no están impolutas, la música que suena es moderna y los fogones desprenden el vapor que sueltan los camarones. Y, sin embargo, en las dos plantas de este pequeño local de genial ambiente y mejor precio, se respira Cuba más que en cualquier otro lugar.
Porque si alguien planea entrar a la isla por un cauce turístico organizado, es probable que continúe por ese camino hasta sus últimas consecuencias: comerá en los mismos restaurantes, le enseñarán a hacer el mismo coctel e incluso es probable que les toque la guitarra el mismo tipo. No hay que desesperar: hay alternativas. Y muchas.
En cierto modo, Cuba ha querido explotar su vena turística alrededor de un hecho: la Revolución de 1959, que deslumbró a América Latina. A ese turismo revolucionario se le unen otras ya clásicas rutas turísticas demasiado pobladas como para insistir en su peregrinaje. Quedarse ahí es limitar el horizonte de la visita. Por eso un viaje a la isla por la libre puede comenzar por obviar los grandes hoteles y alojarse en cualquiera de las cientos de casas particulares que a precios económicos rentan una habitación.
La belleza de la isla ha perdurado los mismos siglos en los que Cuba ha pasado en manos de España, Inglaterra y Estados Unidos, que aunque dejó de ondear su bandera del Castillo de El Morro, en la bocana del puerto de La Habana, en 1902, influyó de manera menos evidente –y mucho más sofisticada- hasta que triunfó la Revolución. Y la Revolución es el secreto del orgullo cubano y su sistema político: el eterno resistente, David contra Goliat, el símbolo que aguanta los huracanes políticos y climatológicos. Un pueblo, al fin, que sabría reponerse del mismísimo Apocalipsis.
“La Habana, quien no la ve no la ama y yo la veía tal vez demasiado, la ciudad entrándome no sólo por los ojos sino por los poros (que son los ojos del cuerpo) era fascinante”, escribió Guillermo Cabrera Infante en La Habana para un infante difunto, donde recuerda desde el exilio su vida en la isla en los años 40 y 50. Y nadie mejor que el autor para describir la ciudad de esos años: “Había luces dondequiera, no sólo útiles sino de adorno, atiborrada de luminosidad. Pero la fosforescencia de La Habana no era una luz ajena que venía del sol o reflejada como la luna: era una luz propia que surgía de la ciudad, creada por ella, para bañarse y purificarse de la oscuridad”.
Hoy, en las calles de esa misma ciudad reina la penumbra. Aquellos recuerdos en la memoria de una ciudad atestada de burdeles, cabarets, casinos y hoteles que hacían del Malecón el símbolo del esplendor, ahora asumen el papel de una nostálgica decadencia. La estampa de los viejos Cadillac, Ford o Chevrolet abriéndose paso entre el mar y los bajos edificios del Malecón es una de las escenas más universales de La Habana. Nada nuevo si sabemos que esos carros viejos y renqueantes, así como las edificaciones, son anteriores a 1960 y tan sólo están retocados por el ingenio cubano y las arrugas del tiempo. En la mayor de las Antillas hay mucho de disparate. La imaginación, en esta isla, no es anormal: es el modo de vida.
Los históricos hoteles Riviera, Nacional y Habana Libre se levantan sobre ese trazado clásico de ocho kilómetros donde las aguas del Atlántico revientan contra los muros, inundando en invierno buena parte de su trayecto. El primero de ellos fue levantado por Mayer Lansky, el gánster que dominó los negocios en la isla en los años cincuenta; el segundo fue la sede de la Conferencia de la Mafia en 1946; y desde la habitación 2324 del tercero Fidel Castro dirigió los primeros días de la Revolución. Toda una muestra de poder de un pequeño país a las inversiones norteamericanas, que poco tiempo después detendría. De no cambiar el curso de la historia, como se alude en Cuba al triunfo de los rebeldes, ese mismo paseo sería hoy un desfile de nuevos casinos y hoteles.
El Malecón comienza a las puertas de la ciudad colonial, totalmente restaurada, que ocupa una buena parte del municipio de Habana Vieja. Junto con el sistema defensivo de la ciudad, fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1982. El corazón de esta zona circundada por la muralla de la que apenas existe ya muestra, protegía la villa de los continuos ataques corsarios. El más sonado, el intento de Francis Drake de saquearla en 1586 después de hacer lo mismo en Santo Domingo. Esa colección de ataques hizo que en 1589 se iniciaran las obras para construir este complejo militar, gravemente dañado casi dos siglos después por los ingleses en su ataque por la toma de la ciudad, prolongada durante once meses.
Desde este complejo militar, situado al lado de la fortificación de La Cabaña, existe la mejor panorámica del perfil de la ciudad. Después de perderse entre sus bóvedas y rampas, se puede subir al faro para contemplar cómo el sol comienza a fugarse por el oeste de la ciudad alumbrando los edificios.
Pero la historia de La Habana comenzó a configurarse algo antes, cuando en 1519 se construyó la Plaza de Armas, sede colonial del gobierno de la isla. A los pies de este edificio, la calle Tacón está conformada por adoquines de madera. El atractivo de esta plaza cuadrilátera a la sombra de grandes árboles lo incrementan las decenas de libreros que venden ejemplares usados. En sintonía con el turismo dirigido, la variedad es escasa y los títulos giran en torno a ilustres simpatizantes, cuando no protagonistas, de la Revolución.
Desde los alrededores de la Plaza de Armas se accede a los demás puntos de interés en la histórica Habana. A la Plaza de la Catedral por un lado; a la plaza de San Francisco y la Plaza Vieja un poco más adelante; y a la calle Obispo por otra. Ésta última es una estrecha vía turística donde las cafeterías, los vendedores de cualquier cosa, las tiendas de souvenirs y las coloridas señoras disfrazadas con un puro habano entre los labios luchan por su salario. El turista, a veces, ignora que en las calles paralelas se respira La Habana desde adentro. Las calles mal asfaltadas, los carritos vendiendo fruta, las cafeterías donde el café —cuando lo hay, que no es siempre—se vende 25 veces más barato que en los lugares turísticos y los balcones, que amenazan con derrumbarse, trazan escenas de la verdadera rutina habanera. La mencionada vertiginosa diferencia de precios, es causa del uso de las dos monedas en curso, el peso nacional y el convertible. El turista, aunque tiene acceso a ambos, generalmente sólo acude a productos y servicios con el segundo, equivalente en valor al dólar.
La ciudad de La Habana es mucho más que Habana Vieja. Son 15 municipios de los que apenas tres, si acaso cuatro, despiertan interés por el visitante. Al lado de ese viejo imán turístico, se encuentra Centro Habana, el lugar donde se despliega con pureza la vida habanera. La frontera natural de estas dos partes de la ciudad es Parque Central, una amplia plaza donde una estatua del omnipresente y héroe José Martí alza un dedo al cielo.
En torno al parque se arremolinan hoteles, taxistas a la caza del turista, vendedores de habanos y de cuentos, un grupo de locales que, con espasmódicos movimientos y voz amplificada, discuten acerca del béisbol. “Aquí hablamos de todo, hasta de política”, me comentó un chico que se sentó a mi lado cuando me propuse descifrar aquellos gritos.
Unos pasos más allá están el Capitolio y el Barrio Chino, sin ya apenas población china. También el algún día glorioso paseo Prado, que conduce al Malecón.
Sin embargo, es hacia el oeste donde comienza Centro Habana. Hay avenidas anchísimas que atestiguan un pasado esplendoroso, casas de altos arcos, bodegones y tiendas donde se venden cervezas, arroz y películas en discos. Y, en fin, es aquí donde palpita la vida de los cubanos, unas personas que parece que algún día vendieron su alma al humor.
Algo más hacia el oeste, la vida en el amplio barrio de Vedado transcurre apacible y ya alejada del rumor turístico y sus reacciones. Este barrio delimitado por la Universidad de la Habana al este, el Malecón al norte, el cementerio Colón al sur y el Río Almendares al oeste, es una ciudad en sí misma. Además de la famosa Plaza de la Revolución, donde los ministerios de Información y de Interior sujetan los rostros de Camilo Cienfuegos y el Che Guevara, esta ciudad jardín esculpida por una magnífica planificación urbanística, fue impulsada a finales del sigloxix y primeros años del sigloxx.
En sus dos avenidas principales, la calle 23 y la calle Línea, se suceden los teatros, los cines y los cafés literarios, a veces sin café, otras sin libros. El Café Literario de G, donde todas las tardes prestan libros y organizan eventos literarios habitualmente, es una de esas señas. Las contradicciones de La Habana funcionan como la perfección de un reloj suizo, de modo que el aparente caos no altere el funcionamiento de la ciudad.
Entre las calles que atraviesan las bonitas y desconchadas casas de este barrio, los framboyanes estallan en flores rojas, las raíces destrozan la carretera, el tráfico es escaso y los parques se intercalan cada no muchas manzanas: por estas razones la burguesía cubana se asentó en esta tranquila y perfecta cuadrícula. Tras las leyes que están impulsando los negocios privados, los restaurantes particulares y los bares de copas proliferan para configurar una genial ruta de locales nocturnos en la ciudad.
Y precisamente esa ampliación de servicios está dando a luz —paradojas al margen— a la profesionalidad de este sector, que es el motor de la economía cubana. El paso supone una seriedad inusual y racionalidad en este tipo de negocios, una mejora en la maltrecha reputación de la gastronomía cubana y la multiplicación de la oferta en un país excepcionalmente turístico. Deambular por Vedado en busca de algún local es la mejor opción para descubrir nuevos lugares. El Café Madrigal o El Cocinero, una terraza de reciente apertura
situada en una antigua fábrica de aceite, son ejemplos de la proliferación de ofertas gastronómicas y nocturnas.
La realidad es que ese impulso, que viene sucediendo en los últimos años, está modificando el mapa turístico de la ciudad. Actualmente hay nuevos restaurantes y bares de copas que rompen con un turismo que hasta ahora, y de algún modo aún presente, se encontraba rígidamente dirigido.
Esto supone una novedad porque la Cuba material, la de los edificios e infraestructuras, se congeló hace muchos años. Por eso nada hace sospechar que entre las calles donde se asoman los yerbajos y las cicatrices del tiempo exista una vida cultural y social en perpetua ebullición. Los teatros Mella, Raquel Revuelta o el Bertolt Brecht; las salas de cine y espacios para celebrar conciertos que se arraciman en la calle 23, simbolizan las ansias por la cultura del país caribeño. El ballet de la universal Alicia Alonso, o los trovadores, o el rap que ha dado a luz esta tierra, también contribuyen a reforzar unos estereotipos que a veces son mito.
Cuba atrapa desde el primer momento. Hemingway vivió durante más de 20 años en La Habana. Primero en el hotel Ambos Mundos, el centro de operaciones donde se hizo grande en los bares aledaños, como El Floridita: aquí, entre daiquiris, inmortalizó para siempre el local. No es extraño que una figura del escritor, con el codo apoyado en la barra, sea una las atracciones de uno de los bares más famosos del mundo. Pero el lugar más conmovedor y que más fielmente representa el paso del autor de El Viejo y el mar por la isla es Finca Vigía, la casa que compró en el barrio de San Francisco de Paula. Hemingway volvió a su país y allí acabó con su vida, por lo que la casa quedó intacta. Hoy es un museo espléndido.
Graham Greene, Rafael Alberti o Federico García Lorca, quien en una carta desde la isla escribió a su madre “esta isla es un paraíso… si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba”, también fueron seducidos por las suaves brisas de la vida cultural habanera.
La Habana siempre ha sido codiciada. Si a unos los enamoró su ambiente, a otros lo hicieron las posibilidades económicas. De Cuba partió Hernán Cortés hacia México, los ingleses la asaltaron y los americanos tomaron el relevo en 1898. Sin embargo, la conquista más sofisticada se produjo en la década de los años 50 del siglo xx, cuando la mafia decidió hacer de La Habana la capital planetaria de la diversión.
No es un asunto que se haya explotado demasiado en Cuba, donde la legendaria banda criminal controló el esqueleto del Estado a través de su red de negocios y sobornos. Tan sólo algún libro —el más famoso, Nocturno de La Habana, de autoría estadounidense— da cuenta de la exagerada corrupción del sistema que la Revolución arrasó. El hotel Nacional mantiene una pequeña muestra de ilustres personajes; el hotel Sevilla también da cuenta explícita de aquella época. Pero la lista de hoteles, casinos, bancos, cabarés y locuras que se coleccionaron en las dos décadas anteriores a 1929 sólo se pueden percibir por los poros, “que son los ojos del cuerpo”.
Baracoa
A 900 kilómetros de La Habana, en el extremo oriental de la isla y encajado entre el mar y la montaña, los primeros colonos levantaron unas casas y se instalaron. Era 1511 y la ciudad se llamó Villa de Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa. Desde la altura, Baracoa es una ciudad pequeña, de no más de siete calles de ancho, a la orilla de dos medias lunas que forman la bahía.
Al caer el sol, en el espacio delimitado por tres fortificaciones defensivas, los pequeños calderos de combustible que llevan los carros de caballos comienzan a destellar. Entre casas de madera y un ligero rumor de mar, la vida discurre con serenidad. No puede ser otra cosa que tranquila la vida de un pueblo aislado del exterior hasta 1965, año en que finalizó la construcción del viaducto La Farola, que une Baracoa con Guantánamo. Hasta entonces, llegar por tierra allí era prácticamente imposible.
Si Cuba es un país diferente, Baracoa es única dentro del país. Por eso la visita a la ciudad comienza mucho antes de llegar a ella. Los 250 kilómetros que separan Santiago de Cuba hasta Baracoa conectan dos regiones, pero también dos mundos separados por siglos de aislamiento. Al llegar a la provincia de Guantánamo, los contrastes se harán más que evidentes hasta el punto de dudar que la carretera llegue, en no muchos kilómetros, a un paraíso tropical. Los parajes desérticos, de rectas mareantes y piedras de aspecto lunar son la norma en la carretera que bordea el mar Caribe.
Y, entonces, llega la Farola, con sus 30 kilómetros de curvas que atraviesa el macizo Sagua-Baracoa mientras se va adentrando en la exuberancia de la vegetación. Así, se desciende hasta la localidad de Baracoa (“existencia de agua” en lengua taína) para comenzar una aventura diferente al otro lado de las montañas.
En primer lugar porque éste fue el punto de inicio de la colonización de toda la isla, que después avanzó hacia el oeste. Su primer alcalde fue Hernán Cortés y en sus montes tuvo lugar la primera de las muchas resistencias que jalonan la historia de Cuba: en esta ocasión llevó a Huatey, “el primer rebelde de América”, a la hoguera. En estas mismas tierras desembarcó Antonio Maceo, héroe de la Guerra de Independencia de 1895. Y la historia oficial del país hace hincapié de un conato de invasión americana en esta costa, allá por 1960.
El recorrido de la ciudad comienza en el museo Municipal, ubicado en el antiguo fuerte de Matachín, cuyas salas hacen un recorrido desde la historia precolombina hasta hoy, pasando (naturalmente) por la Revolución. El edificio, como muchas cosas en Cuba, ha tenido una historia desigual. De fuerte defensivo pasó a matadero de vacas y de ahí a alojar a familias, hasta que en 1981 se decidió inaugurar el museo.
Como cuna de la colonización en la isla, no existe nada más simbólico que visitar la iglesia de la ciudad, donde se concentra el significado de Baracoa. En esta tarde calurosa el sacerdote ha congregado a 27 personas en la basílica. En su interior, además de esta pequeña muestra donde el catolicismo no tiene gran protagonismo, está la Cruz de la Parra, la única que se conserva de las 29 que Cristóbal Colón plantó en su primer viaje a América.
La colocó en la entrada del puerto de la ciudad, en cuyo centro se iniciaron los primeros ritos cristianos, las primeras procesiones y demás manifestaciones religiosas que los nuevos evangelizadores traían. Al cacique Huatey, que fue quemado en la hoguera tras sublevarse a la llegada de los españoles, le sugirieron convertirse antes de prender el fuego. Él, pensativo, preguntó si los cristianos iban al cielo. Fray Bartolomé de las Casas, quien emprendió la evangelización en Cuba cuenta que el rebelde dijo “que no quería él ir allá, sino al infierno, por no estar donde estuviesen y por no ver tan cruel gente”.
Nada entre las calles hace sospechar al visitante el arraigo histórico a la religión. Las casas bajas, muchas de madera, se concentran alrededor del templo, el área más cuidada -y más turística- de la ciudad. De las 80 000 personas que habitan la ciudad, la mitad lo hacen en zonas rurales.
Siguiendo por la playa de Baracoa, se llega a una de las comunidades donde desaparecen los caminos pavimentados, las tiendas de alimentación y el transporte motorizado, sustituidos por casas de techo de palma y caminos de tierra. El Río Miel separa la ciudad de la zona más rural del municipio.
El puente que conecta ambas orillas lleva dos años destruido por una crecida de las aguas, por lo que hay que esperar a que una pequeña barca regrese para llevarnos. Aunque la espera es breve, se acumulan escolares trajeados, pescadores que llevan ensartados los pulpos y las percas a la cintura, algún avispado que hace carambolas para sacarles unos pesos a los turistas que caen por aquí y, en fin, todo el que quiera llegar al otro lado del río.
Allí está la localidad de Majayara, donde existe todo un universo de galerías y cuevas subterráneas donde se hallan grabados que dan fe de los asentamientos aborígenes en la zona. Escarbadas en las terrazas de piedra caliza enfrente de playas salvajes, el sistema de cuevas se halla en las fincas privadas a las que se suele acceder al atravesar los campos de gallinas, cocoteros, cacao, plátanos y remolones puercos que deambulan libremente. En alguna de ellas uno puede sacudirse los sofocos del trópico en las lagunas de agua dulce del fondo de las cavidades.
“…Y un gran río, y de allí a un cuarto de legua otro río, y de allí a media legua otro río, y dende a media legua otro río, y dende a otra, otro río, y dende a otro cuarto, otro río, y dende a otra legua otro río grande”. El Diario de A Bordo de Cristóbal Colón no da lugar a dudas de la abundancia del agua: en Baracoa llueve casi la mitad de los días del año. Y esa fiesta del agua dibuja arroyos y ríos en cualquier sitio. El Toa es el más caudaloso, pero junto al Miel y el Yumurí son los principales de los 13 que surcan el territorio. La ruta que conduce a El Yunque, una planicie elevada a 560 metros sobre el nivel del mar, está plagada de estos riachuelos. Es una caminata exigente y durante el peregrinaje se repiten sin cesar las cascadas y los arroyos.
En la desembocadura del Yumurí, 35 kilómetros al este de la ciudad, se forma un impresionante cañón donde las montañas descienden verticalmente al agua. Desde las alturas, cuenta la leyenda, los aborígenes se lanzaban ante la presencia de los conquistadores exhalando a pleno pulmón “ya morí”. El río tomó ese nombre y ahora se puede alquilar un pequeño bote y adentrarse hasta una pequeña isla para bañarse en las aguas cristalinas. Al final, donde las aguas dulces y saladas se mezclan, los habitantes atracan sus barcas de pesca.
Si en La Habana apenas se come pescado, el mar configura la economía y el estilo de vida de esta región apartada. La desconexión histórica fraguó costumbres particulares, entre las que se incluye la dieta: una de las consecuencias es que Baracoa es un oasis gastronómico en mitad de un panorama —con las excepciones de La Habana—desolador. El tiburón, el pez espada, el pulpo o el marisco son platos habituales, casi siempre bañados en salsa de coco. El restaurante La Colonial, uno de los más populares de la ciudad, es un buen local donde disfrutar de esta comida a buenos precios. Otros platos típicos tampoco se escapan de las materias primas abundantes: el coco, el cacao, el plátano o la papaya dan lugar al bacán o el cucurucho.
Finca Duaba, un museo al aire libre donde se enseña la historia del cacao, también es un homenaje a los diferentes alimentos. Un amable guía con un machete se presenta y comienza el recorrido por un espacio donde se concentran cocoteros, plantas de café o de cacao, cuyas semillas da a probar constantemente.
No es extraño que esta especie de parque temático, donde la visita concluye con una taza de suave cacao con leche de coco, se presente de manera concentrada al turismo. Si Cuba fue una potencia azucarera, esta zona de la provincia de Guantánamo le debe al cacao y al coco su fama. La Casa del Chocolate de Baracoa, en la pequeña y renovada calle principal de la ciudad, también contribuye a recuperar la memoria y exhibir el presente, aunque probar una taza de cacao —esto es Cuba—no siempre sea factible.
Una mañana abandonamos Baracoa por la otra carretera que conecta la ciudad con el exterior, dejando atrás playa Managua y el Parque Humboldt, un parque natural de gran valor ecológico. Los 80 kilómetros hasta Moa mantienen al viajero al menos dos horas y medio entretenido entre sus fangosos, afilados, pedregosos y tortuosos tramos. Al ver de lejos las columnas de humo de la industria de níquel de Moa se empieza a extrañar el paraíso que acabamos de abandonar. Mientras, Radio Reloj suena en el carro y en toda Cuba anunciando cada segundo que pasa. Como si el tiempo importara en esta isla.