Ciudad de México

Sabores errantes: comida sobre ruedas en la Ciudad de México

La buena comida puede encontrarse muy fácilmente en la Ciudad de México. Incluso llega sin buscarla, hasta donde sea que estemos, a través de los comercios ambulantes.

POR: Iker Jáuregui \ FOTO: Ritta Trejo

Las nieves ambulantes se guardan en unos tambos metálicos que mantienen su temperatura helada durante toda la ruta.

Sería un error pensar que esto es obra del destino. Aunque también es difícil explicar cómo alguien nos adivina el hambre o la sed en el momento preciso y no confundirlo con un acto de magia. Pero, detrás de la materialización exacta del deseo, que llega en triciclos o bicicletas justo adonde lo necesitamos, está la marcha de quienes pedalean por una ciudad imposible.

Hay quien sigue una ruta probada por el éxito de las ventas, poniendo rumbo a los destinos certeros: distritos financieros, zonas residenciales o la entrada y salida de escuelas. Algunos llegan a esquinas, semáforos o cruces y se asientan durante el día. Otros, los menos, me contaron que dejan que el camino los vaya llevando y no cuentan los kilómetros que recorren.

Refrescos preparados, delicadeza de las horas más calurosas de la Ciudad.

Mucho depende también del producto que cada quien haya escogido como vocación. Que a unos los hizo eloteros o tamaleros y a otros camoteros o heladeros. Porque la diversidad de esta gastronomía sobre ruedas tiene un orden que no pertenece al caos de Ciudad de México, con tiempos y lugares específicos. Atole por las mañanas, raspados en los parques y camotes al capricho de su propio silbido.

No es coincidencia, y mucho menos instinto, que sepamos dónde y cuándo encontrar cada cosa sin importar el lugar de la ciudad, por más desconocido y lejano que nos resulte.

Ganarle al primer antojo

El ritual empieza desde horas imperdonables, para adelantarse al primer antojo del día. Los triciclos del pan y los carritos de tamales salen aún cubiertos por la madrugada. Así, cuando un oficinista piensa en un café para sacudirse el sueño, ya hay una taza caliente con su nombre esperándolo en el camino.

Victoria y Cristina son hermanas que todos los días se levantan a las dos de la mañana para salir a vender. Primero preparan las tortas, después recogen el pan dulce en una panadería vecina y hacen el café de olla, lo que mejor se vende durante las primeras horas. Dan largos paseos por la Nápoles, Tacubaya y San Pedro de los Pinos. Peinan Patriotismo y la avenida 11 de Abril, pobladas por trajeados hambrientos de panadería y conversación.

Cuando me las encuentro, casi al mediodía, la canasta de pan de cada una ya está prácticamente vacía, sólo quedan unas pocas piezas a las que no les tienen mucha fe. Podrían empezar el viaje de regreso y terminar la jornada que las deja agotadas, pero alrededor de sus triciclos se ha formado una pequeña multitud. “Ah, yo vengo por el chacoteo”, me dice uno de los parroquianos, que ni siquiera les ha comprado algo.

El fenómeno se repite con un vendedor vecino que hasta hace pocas horas llevaba tamales en su triciclo, pero que a esas altura de la mañana sólo puede ofrecer café soluble a quien llega. Casi todos conocidos, clientes regulares que se ha ganado de una modesta fama territorial, por la que ya ni siquiera tiene que anunciarse con el legendario pregón grabado de “pida sus ricos y deliciosos…”.

Triciclo de pan frente al Palacio de Bellas Artes, en el Centro de Ciudad de México.

Mensajeros del trópico

Lo que en otras grandes ciudades sería un capricho imposible, de precios inaccesibles o sabores artificiales, en Ciudad de México está a disposición del antojo. Hay una diversidad de frutas y verduras que, si bien crecen lejos de aquí, podemos disfrutar como si sólo hubiera que bajarlas del árbol.

Se les encuentra en las zonas residenciales de la ciudad, para conveniencia de los clientes habituales que saben que siempre pueden buscar el mandado cerca de casa. La señora Leticia, que tiene su camión de fruta en la Escandón, me cuenta que, de hecho, casi la mitad de su producto está comprometido antes de que llegue a venderlo, con los pedidos usuales que se ha ido memorizando para cada día de la semana desde hace seis años.

Su emprendimiento es relativamente joven, sobre todo en comparación con otros ambulantes que llevan décadas recorriendo la colonia. Lo cambió por un negocio de corbatas en el Centro, que comenzó a ir a la baja porque “la gente ya no se viste bien”. Pero me dice, con cierto orgullo, que se ha ganado rápido a los vecinos. Yo sospecho que algo tiene que ver que deja caer dos o tres mandarinas extra en todos los pedidos.

A diferencia de la diversidad que Leticia carga en su camión, hay especialistas que se dedican al oficio de una sola fruta, incluyendo sus preparaciones más extravagantes. Los mangueros de la ciudad, por ejemplo, han aprendido a filetear la fruta como una flor que después montan en una paleta y van exhibiendo en su escaparate móvil a prueba de antojadizos. La preparación, que a veces también se encuentra en cocteles envasados, se corona con un baño abundante de chamoy y chilito que hace salivar a primera vista.

Aunque ha empezado a caer en desuso, el carrito de los cocos es otro clásico entrañable que lleva la mercancía colgada en el techo, como una palmera rodante. Estos marchantes tuvieron el acierto de importar un modelo que ya estaba probado en las playas, con el comercio del agua de los cocos frescos que después se rompen en dos para obtener la pulpa. También llevan crema en unos vitroleros con hielo, para quien prefiere algo más dulce, pero que es igual de implacable cuando se trata de curar el calor.

Crujientes y bañados en salsa

Entre todos los sabores que se mueven por Ciudad de México, hay uno en particular que no se podría pensar si no viniera sobre ruedas, tanto que incluso está implícito en el nombre: las papas de carrito. Funcionan de manera misteriosa, de tal forma que no sabemos que se nos antojan hasta que se cruzan en nuestro camino. Porque, ¿quién podría negarse a esta delicadeza callejera?

Es difícil resistirse al dorado perfecto de las papas o a las formas imposibles con las que varían los chicharrones, que pueden encontrarse como rueditas, donas, palitos y los clásico “duritos”, esas tabletas gigantes de color naranja chillón que suelen ser los favoritos de las ferias y las plazas.

Su preparación en tinas de aceite les da a estas delicadezas callejeares su inconfundible sonoridad crujiente. Pero, a base de las grandes cantidades de salsa y limón con las que se vuelve casi obligatorio bañarlos, la consistencia de papas y chicarrones cambia de composición. Sobre todo, los puñados del final de la bolsa, que han pasado más tiempo sumergidos en el menjurje milagroso de salsas negras, Valentina y jugo de limón. Los marchantes caminan su ruta tentando al antojo, que no suele contenerse ante su aparición. Lo difícil, entonces, será escoger entre chicharrón o papas.

Pedazos de Oaxaca

Oaxaca, su gente y su gastronomía no se limitan a un territorio. Con la intensa migración que sale del estado, con uno de los índices más altos en todo el país, los oaxaqueños se han llevado pedazos de casa para irlos sembrando en cualquier parte del mundo. De ahí que en Ciudad de México se hayan montado varias sucursales sobre ruedas, los famosos camiones de productos oaxaqueños.

Negocios como el de Leonardo y Luis Ángel, hermanos de orígenes oaxaqueños, recorren la ciudad llevando lo mejor de su estado. “No como otros camiones –me dice Leonardo–, que dicen ser de Oaxaca, pero no lo son”. Ellos me cuentan que sus familiares que aún viven allá son la otra mitad de la operación y los surten una vez a la semana con tortillas, crema, mezcal y varios (varios) kilos de quesillo.

Suben todo a una pickup y van parando en lugares estratégicos de la ciudad, como en una de las calles aledañas al Senado, cerca de Reforma, donde me los encontré. Todos los días, menos feriados y cumpleaños, una ubicación diferente, para ir probando suerte.

El negocio del hielo

Hay una temporada en que el hielo se vuelve un negocio en Ciudad de México. Codiciado por los transeúntes maltratados por el rayo del sol, por los conductores encerrados en el calor de sus autos y los pasajeros que emergen de las sofocantes profundidades del Metro. Durante los meses de calor, unos grandes cubos de hielo se mueven por la ciudad en triciclos y carritos, custodiados por multitudes que quieren sacudirse el bochorno con un raspado o una nieve.

Guadalupe mide el éxito de los primeros días según el tamaño del bloque con el que regresa después de la jornada. Ella misma lo va rebajando con un artefacto que usa para molerlo y hacer sus raspados de acuerdo con una tradición de más de siete décadas que heredó por el lado paterno. Conforme la primavera entra en forma, el cubo también regresa más reducido, pero también depende de la ruta que elige cada día.

Sabe que entre semana encuentra a su clientela más segura afuera de las escuelas y va improvisando por el camino, pero los sábados y domingos se le puede ver en la Alameda de Santa María, donde ni los cubos de hielo más grandes alcanzan, por lo que tiene que sumar a su operación dos triciclos más, manejados por su hija y su nuera.

Lo mismo le pasa a Poli García, que lleva cerca de 30 años recorriendo el camino entre la colonia Obrera y la Roma, vendiendo paletas heladas y nieve en unos tambos que muchas veces llegan vacíos a su destino. Todos los días se instala en la esquina entre Salamanca y Durango, pero durante los días más calurosos la gente lo va parando junto a restaurantes y semáforos mucho antes de llegar.

“Me gusta caminar –me dice Poli sobre su carrito–, así voy buscando la clientela, para que me conozcan”. Su negocio sobre ruedas le da libertad y se ha hecho de varios asiduos que lo buscan por sus paletas y le van encargando nuevos sabores: nuez, queso, fresas con crema o rompope. Pero, en estos meses de más calor, es raro que todavía haga el camino de regreso con algo de producto por vender.

Los de los mejores tiempos

En Ciudad de México antes no había que asomarse para saber que se estaba haciendo de noche, porque el silbido de los camotes era el primero en dar el aviso. Iba desfilando por las casas para dar cuenta de ello y, de paso, vendía algún camote asado con lechera. Sin embargo, esos tambos de lámina que contenían pequeños infiernos móviles han dejado de verse por estas calles.

Al principio pensé que sólo era mi percepción o que yo era el que había cambiado de rumbo y por eso estaba dejando de escuchar el chiflido, tan anclado en mi memoria y en la identidad de la ciudad. Pero Teo, que lleva años arrastrando su carrito por Insurgentes, me confirmó que cada vez son menos con los que comparte su oficio.

Hubo un tiempo en que casi todo el gremio venía de San Lorenzo Malacota, un pueblo en el Estado de México donde cerca de 20% de la población se dedicaba a los camotes, según datos del propio Inegi. Y aunque la gente allá sigue la tradición y no ha dejado de sembrar, ha empezado a dejar de ser rentable traer el negocio a la ciudad.

“Son otros tiempos –me dice Teo, resignado, pero sin dejar de empujar–, las nuevas generaciones prefieren comprar otras cosas”. Lo cierto es que la idea persiste entre otros marchantes, como Anita, quien quizá sea una de las vendedoras ambulantes con más experiencia en toda la ciudad.

A pesar de sus cerca de 40 años en el negocio de las papas y los refrescos, más que vendedora, ella ahora se define como una torera. “Hay que andar toreando a los de la delegación –me cuenta–, no me puedo quedar en un solo lugar”.

Los tradicionales carritos de papas se pueden ver por la ciudad ofreciendo bolsas de frituras y chicharrones con abundantes baños de salsa y limón.

No tiene permiso para vender en las calles del Centro, por donde siempre se ha movido con el carrito de súper que lleva su mercancía. Lo dejó de sacar después de que le quisieron cobrar lo que ganaba en casi tres meses de trabajo, por un trámite que oficialmente no cuesta más de 1,600 pesos.

Pero ella y otros vendedores de la zona se las han ingeniado para seguir en pie, a pesar de todo. Con un grupo de WhatsApp, los ambulantes se han organizado para armar un gran sistema de advertencia, con decenas de ojos que van rastreando el peligro y advierten de la cercanía de las autoridades que podrían confiscar los triciclos, las bicicletas o, en el caso de Anita, el carrito de súper con toda la mercancía.

 
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