Parece que la naturaleza preparó el escenario perfecto para despedirnos, Manhattan se nubló por completo y un pequeño rayo de sol que atravesó un hueco en las nubes iluminó con precisión la Estatua de la Libertad mientras nuestro barco pasaba a su lado. Con ese destello celestial le dijimos adiós al puerto neoyorquino del que nos alejaríamos por cinco días.
El crucero zarpó puntual, a las seis de la tarde, con dirección a las provincias marítimas canadienses: New Brunswick y Nova Scotia, dos territorios que aún conservan el legado inglés de sus primeros colonizadores. Pocos turistas piensan en estas regiones al planear un viaje a Canadá, pero las navieras han sabido aprovechar sus rutas náuticas.
Pasamos una noche en altamar y al despertar anclamos en Saint John, la capital de New Brunswick. Para esta pequeña localidad el ajetreo comienza cuando bajan los casi 4 200 pasajeros de las embarcaciones que arriban tres veces por semana, pero a pesar de que tanto visitante suene a bullicio y multitud, los san juanesinos esperan impacientes al viajero, tanto así que al llegar los recibe la pieza People Waiting, de John Hooper, con más de diez esculturas de figuras humanas talladas en madera, algunas observando su reloj, otras leyendo el periódico o con los brazos cruzados. Los extranjeros suelen posar junto a ellas para tomarse algunas fotos y simular una espera.
Caminar por las calles de Saint John no es tan fácil como se cree. Parece una pequeña localidad que se recorre en un par de horas, pero está fincada entre colinas, así que hay que fijar la meta de avanzar dos cuadras, sin pensar en el cansancio, hasta alcanzar el punto al que se va. Tiene seis templos, casi todos de estilo gótico, que vale la pena visitar, o tal vez el logro sea llegar a la cima de la Torre Martello, un fuerte construido por el Imperio británico en 1812. Al subir a este monumento, la vista panorámica devuelve el aliento.
Para conocer a los habitantes, hay que ir al Saint John City Market. Por los pasillos es fácil identificar que los locatarios viven en hermandad, así que el visitante conocerá a Santo, quien tiene una herencia sudamericana y prepara una especie de arepas de yuca; Belinda y Robert son los dueños de un puesto de frutas orgánicas, donde también venden los tulipanes que siembran en el jardín de su casa; Chris se dedica a la fotografía de paisajes; y Kim prepara las recetas coreanas que su familia le heredó y las coloca en un menú que cambia por temporadas. En cuanto dan las seis de la tarde, cierran todas las tiendas, los turistas desaparecen y la ciudad entera regresa a su completa paz.
Un día a bordo del crucero y al siguiente se llega a Halifax, la capital de Nova Scotia. Al desembarcar, algunos pasajeros se aventuran con recorridos en kayak, otros más van al tour por el Fuerte George —donde se realizan representaciones militares de la época victoriana— o a la comunidad pesquera de Peggy’s Cove, para llegar hasta un famoso faro construido en 1868.
Pero quienes quieren conocer la vida en Halifax se quedan a pasear por el muelle principal. La zona cuenta con opciones de cocina africana, austriaca, cajún, china, filipina, hindú, griega, iraní, italiana, japonesa, coreana, turca y vietnamita, aunque también tiene muy buenos oyster bars, como Edna, reconocido como el mejor restaurante de Halifax. De la carta hay que probar su famosa langosta en escabeche.
Y como siempre, llega la hora de partir, y un dúo de gaiteros despide a los turistas. Dicen que quienes los escuchan con atención volverán… Ojalá sea muy pronto.