Los Ángeles: Sound Bites
Un recorrido por distintos barrios de Los Ángeles a través del maridaje entre su música y su gastronomía.
POR: Redacción Travesías
** Para acompañar este gastromapa en orden estrictamente geográfico, pueden escuchar el playlist especial (user: isodd) que incluye varias de las canciones mencionadas.
Hace poco cenaba en un restaurante de comida japonesa en la Ciudad de México. El sushi a la fecha me resulta soberbio. Su música, no. Una canción en modo repeat —que más parecía loop eterno— me acompañó durante toda la cena echándome a perder la noche. Aunque el resto de los comensales no dijo nada, estoy segura, su experiencia tuvo un sabor amargo. Pero, que quede claro, fue una excepción a la regla. En la Ciudad de México el maridaje entre comida y música es cada vez más sofisticado y seductor.
Sorprende, en lo general, que se sepa y se hable poco sobre la música que suena en un restaurante o bar. Lo que se escucha tiene el potencial de hacer o destruir un negocio. Claro que la comida debe destacar para que un sitio subsista, pero es la atmósfera lo que muchas veces nos hace volver, lo que nos hace sentirnos cómodos o todo lo contrario. La música es tan importante como la iluminación.
Los Ángeles siempre ha prestado atención a la música. Es un destino para verla y escucharla. No hay grupo que no pase por acá a tocar en alguno de los múltiples foros ubicados en toda la ciudad. Aunque escasa, su programación en ciertos espacios de radio, al menos pública (KCRW), tiene una barra interesante, propositiva y hasta formativa. Y en años recientes, la ciudad también se ha convertido en un destino gastronómico.
El matrimonio entre comida excepcional y buena música parece que durará hasta que la muerte los separe. Como el matrimonio entre el chef Neal Fraser y Amy Knoll. Socios en el amor y el negocio, veteranos en la cocina angelina desde 2003, quienes con la apertura de su más reciente restaurante, Redbird, confirman esta teoría. “Los Ángeles, por fin, está consiguiendo lo que le pertenece —dice Amy—, siempre ha habido acá grandes chefs. Hemos tenido esta especie de rivalidad con San Francisco y Nueva York, y no se nos había tomado en serio. Ahora, finalmente, estamos a la par y es muy emocionante”.
Por este tipo de razones es que he decidido hacer una especie de mapeo de la ciudad de Los Ángeles a través de sus restaurantes, bares y la música que ahí se toca.
El hambre y las ganas de sentirme como en casa de un amigo que tiene buenos discos me llevaron a recorrer los barrios de West Hollywood, Hollywood, Silver Lake, Koreatown, Echo Park y Downtown.
Una vez hecha la selección, coincidió que un porcentaje importante de los restaurantes eran asiáticos. Las listas locales y nacionales que celebran lo mejor de la gastronomía con más frecuencia incluyen espacios que sirven comida asiática. En esta cocina se está experimentando, y el reflejo también se ve en sus playlists de música.
Hay buenos ejemplos, como POT (comida coreana con twist); Night + Market (comida callejera tailandesa); o Blossom (comida vietnamita); aunque también hay distinciones a restaurantes italocéntricos o de nueva comida americana, como Alimento y Redbird —en los que se sirven platos para compartir, como es costumbre en la comida asiática—, y menciones especiales para bares como MiniBar o El Prado.
Esta lista es igual de rigurosa con la calidad de la música que de la comida. Vaya, que si viene un amigo de visita éstos serían los sitios a donde los llevaría a pasear.
Sobre Sunset Boulevard con Doheny Drive, en la parte oeste de la ciudad, se encuentra uno de los restaurantes con más personalidad de West Hollywood. Aunque está peligrosamente cerca de una zona megaturística, se ubica en medio de un área residencial, por lo que su clientela es más local y no es difícil encontrarse a actrices, como Lena Dunham, de la serie de HBO Girls, cenando en la misma mesa con Kim Gordon, vocalista de Sonic Youth. Los chicos de Daft Punk y Gwyneth Paltrow se han declarado fans del lugar.
Pese a que esto lo hace sonar glamuroso, es un sitio sencillo y lúdico en el que su chef y dueño Kris Yenbamroong parece divertirse con la decoración y la música: “Estamos interesados en crear buena energía en el restaurante. La comida, las bebidas, el servicio y el ambiente están diseñados para que las personas se inspiren y se diviertan”.
Las fiestas de diciembre pasaron hace más de cuatro meses y en la ventana, al interior, aún me recibe lo que quedó de ella: una corona y esferas color rojo y verde al lado de un neón amarillo que anuncia la cerveza tailandesa Singha.
En las paredes azul, naranja y rojo cuelgan portadas de discos antiguos de cantantes de country tailandeses. “La música no es necesariamente buena, pero el arte del álbum evoca el ánimo que queremos crear”, me aclara Sarah St. Lifer, la mánager de los restaurantes Night + Market. Y, aunque el picante en la comida es cosa seria —algunos platos no tienen sustituciones, como el tamal de bagre o pez gato con manteca de cerdo envuelto en hoja de plátano, especialidad de la casa y original del norte de Tailandia—, otros pueden ajustarse a cada paladar, como la ensalada de arroz crujiente con cerdo agrio, jengibre crudo, cebolla, cacahuates, cilantro y chile, una combinación que siempre me cura el antojo por las botanas mexicanas.
El restaurante es un reflejo de los matices en la personalidad del chef Kris y sus ideas, quien escucha, me dice Sarah, “cualquier lanzamiento de Paradise Bangkok”, sello que se enfoca en reeditar clásicos perdidos tai. Pero no programa necesariamente música de Tailandia, porque Kris asegura querer que “éste sea un restaurante de Los Ángeles relevante para la gente en 2016. No tiene la intención de ser una recreación exacta de algo que ves en Tailandia. No es un museo”.
La combinación de comida especiada que hace lagrimear —el agua no deja de correr entre las mesas y, en ocasiones, hasta la leche o helado para neutralizar el picante— encaja con la música, que es ecléctica. Suena igual reggae de los setenta que “Everything Counts” de Depeche Mode o David Bowie. De hecho, Kris me dice que su Khao Soi Neua, una combinación perfecta de falda de res cocinada a fuego lento acompañada de tendón y cubierta con hojas de mostaza verde en escabeche, cebolla morada, cilantro, frijol de soya y mermelada de chile “va bien con el cover de ‘Ashes to Ashes’ de David Bowie que hace Warpaint”, el cuarteto de chicas de Los Ángeles. Y no puedo coincidir más. Es un gran cover y ese plato es uno de mis favoritos.
Para el Larb Gai, un clásico hecho a base de pollo molido, limón, salsa de pescado, polvo de arroz, chile, cilantro y cebolla, muy picante, el chef sugiere escuchar “cualquier canción de Watch the Throne, el disco colaborativo de Jay-Z y Kanye West”, en donde participan, entre otros, Beyonce, esposa de Jay-Z.
Los curries de Night + Market están hechos con especias que el chef Kris trae consigo desde la frontera entre Tailandia y Myanmar, y para otros platos utiliza chiles mexicanos, como el jalapeño. Como puntualiza Kris “estamos informados de la tradición, pero no limitados por ella”, lo que da pie también a la fusión de cocinas en platillos como el arroz frito especial de la temporada —fuera del menú—, cubierto de erizo, hueva de salmón, cilantro y cebollín.
Su exterior es engañosísimo al igual que muchos lugares en Hollywood. Éste —uno de mis bares consentidos— está dentro de un hotel de la cadena Best Western, casi frente a una gasolinera, y posee interiores muy cool. Hay que decir que este sitio es difícil de instagramear, pero fácil de shazamear gracias a que sus dueños invirtieron buen capital para aislar el ruido y poder sostener conversaciones.
Es de luz tenue y chiquito, como su nombre lo indica, y hay que visitarlo para transportarse. ¿A dónde? Concretamente a la serie de televisión el Crucero del amor o Three’s Company, en los que está inspirado MiniBar, según su gerente general y bartender, Jeremy Allen.
Cada mueble, cada lámpara, cada panel de madera y cada silla redondeada están armados con materiales que parecen retro-chic. La composición inspira a ponerse coqueta, como si el sitio perteneciera a unas décadas atrás, con sombrerito o estola, como si se estuviera en un lounge de los años sesenta o setenta, o próxima a volar con clase. Los miembros del staff han trabajado en giras o son hijos de empleados de disqueras o componen soundtracks.
“Sobre la música, queríamos que se ajustara a una era, pero también pensamos en usar lo mejor de lo peor, como Christopher Cross y Air Supply. Ése era nuestro estándar y de ahí nos fuimos a Lionel Richie, a veces traemos Motown. La idea era hacer que todos estuvieran contentos”.
Tiene razón Allen, porque tampoco dejan de lado música más nueva, como Unknown Mortal Orchestra, Chromeo, Mac DeMarco o Beck. Esta última selección “funciona mejor para los domingos”, me dice Jeremy. Una tarea difícil, ya que su “audiencia” es una mezcla de turistas y locales que “repiten hasta tres veces a la semana”.
Si se quiere esta última experiencia, es recomendable llegar después de la cena y tomar uno de los cocteles favoritos de la casa: el Godfather. “Una versión actualizada de una bebida que lleva ron, scotch, amaretto y bitters”. O bien pedir drinks que no están en el menú, como el Cracklin Rosie, de tonos ahumados, gracias al mezcal, y justa acidez, gracias al limón, nombrado como una canción de Neil Diamond. Quién más.
Si quieren un snack, tienen pocas opciones sencillas de platos fríos. Pero si necesitan algo más sustancioso antes de dormir, el bar conecta con el diner 101 Coffee Shop, propiedad de los mismos creadores de MiniBar, Warner Ebbink & Brandon Boudet. Vale la pena echarle un vistazo a esta estructura histórica conocida por figurar, en otro momento, en la película Swingers o el show de televisión Entourage.
La cocina vietnamita, como la mexicana, en Los Ángeles se percibe como callejera y de bajo costo. Sus mejores versiones viven en food trucks, en el caso de la primera, y en “hoyos de una pared”, en el caso de la segunda. Comida de primera pero rápida. Y si bien hay varios restaurantes vietnamitas legítimos en esta ciudad, están a varias horas en coche y no invitan a quedarse ahí mucho tiempo.
El restaurantero Duc Pham ha conseguido darle a la comida vietnamita otra dimensión. Sigue siendo de precios razonables, pero ha logrado que esa cocina se sirva en un espacio cálido, armonioso y cool. Blossom está en el barrio de Silver Lake —donde casi a diario abre un nuevo restaurante, tienda o café. Y su demografía, producto de la gentrificación, paga rentas casi a la par de Nueva York—.
Este sitio no sólo ha sobrevivido al boom, sino que se ha mantenido en una de las esquinas más populares del sureste de la ciudad: el célebre Sunset Junction.
Aunque mucho se debe a su delicioso Pho —la sopa de fideos de arroz, láminas crudas casi transparentes de carne de res o trozos de pollo, que se cocinan en un caldo hirviendo que ha construido su sabor por horas con los huesos y proteínas al lado de hierbas, como albahaca, frijol de soya crudo, chile verde y rebanadas de limón— o a sus rollos primavera de camarón envueltos en papel de arroz, gran parte del encanto radica en la atmósfera que ha creado Duc; un hombre joven de alma vieja que parece haber vivido varias vidas.
Amante del diseño, el arte y la música, este hombre, que no terminó la universidad porque “tenía demasiados intereses”, pero que pasó por un programa de literatura en Oxford, que tras un año le abrió el mundo llevándole a aprender “que puedes conseguir todo si tienes la paciencia y una observación aguda” asegura que Blossom es “funcional, no sólo diseño. Encontré el equilibrio”.
Es la sensación que da el espacio construido desde cero por él mismo, un autodidacta que cita a Joyce, Hemingway y Lorca. El local tiene dos pisos que crean diferentes sensaciones. El primero, luminoso, de techos altos y ventanales que invitan a pasar el día. El subterráneo es más propio para la noche. A través de un tragaluz con un pequeño jardín flanqueado en ambos lados por una extensísima cava“sin limitaciones, también seleccionada por este hombre renacentista que, cuenta, escapó de Vietnam “en un barco perdido con su familia en el mar y vivió en una isla desierta por un mes, pero algo le dijo que tuviera paciencia”,” la misma que usa para investigar sobre vino, té o música.
Además de supervisar otras dos locaciones de Blossom, lo que suena es también fruto de su dedicación. Y su proceso de selección parece el de un programador profesional de radio: “Si hay un nuevo artista o grupo compro el disco y saco las canciones que más me gustan. Luego busco cómo una canción lleva a la otra. Oigo el playlist y lo reedito dos veces. Lo escucho track por track otra vez. Son como 12 días en total, y entonces hago cambios”.
En Blossom se puede escuchar desde Portishead, banda que Duc vio “la primera vez que visitaron Los Ángeles”, hasta Bjork pasando por “Bongo Bong” de Manu Chao, “World in My Eyes” de Depeche Mode, el argentino Astor Piazzolla, o fragmentos de la banda sonora de la película del año 2000 In the Mood for Love del cineasta de origen chino Wong Kar-wai.
Silver Lake, en el noreste de Los Ángeles, es lo más cercano a la colonia Roma en la Ciudad de México o Williamsburg en Nueva York. Barrio con lindas boutiques, bares, antros, restaurantes y hipsters. Muchos hipsters. Es una zona que ha arropado a la música independiente a través de sus sellos, aunque con el alza en las rentas ha obligado a los verdaderamente independientes a mudarse todavía más hacia al este. La cocina también tiene a sus estrellas indie. Ése es el caso del chef Zach Pollack, quien abrió su restaurante Alimento en 2014.
A las siete de la noche un miércoles el lugar ya está a reventar, incluso la magnífica barra de mármol en donde probablemente se fue buena parte del presupuesto del restaurante. Que no confunda su decoración minimalista de tonos beige y gris con piso de concreto. Cada ingrediente de cada plato sobresale por mérito propio.
Mientras suena “Train in Vain” de The Clash, explotan los sabores del escolar crudo, con berenjena ahumada, polen de hinojo, almendras y lo que se alcanza a percibir como una salsa espesa de albahaca que no está enlistada en el menú. Recomiendo acompañarlo de un Pratsch Grüner 2014 de Austria que es de barril, el más accesible de toda la carta y del cual me enamoré desde la primera vez que fui a Alimento.
El pulpo también es excepcional. La cocción a las brasas siempre es un reto y pocos restaurantes en esta ciudad consiguen su punto perfecto. Viene sobre una cama de cebada negra, zanahorias rostizadas y cebolla morada con acidez perfecta. Otro componente al que le temen los norteamericanos. Y mientras tanto suena Alt-J con “Tessellate” y Baio con “Sister of Pearl”, y yo sólo pienso en que el indie pop y el pulpo son tal para cual y que puedo morir feliz después de probarlo.
Entre la entrada y la pasta suena “Heart of Glass” de Blondie y me doy cuenta de que tengo que recurrir a la agudeza de mi oído porque el restaurante está a su capacidad total y ya no es posible shazamear.
De fondo están los Rolling Stones con “Beast of Burden”. Le sigue BØRNS con “Seeing Stars” que funciona tan perfecto como el Fusilli al dente hecho en casa con almejas, arúgula, serrano y mantequilla ahumada, o la pasta Gnòc con cola de buey, tuétano y papa. Y para cerrar con algo no tan dulce, vale la pena probar el budín de arroz con leche condensada acompañado de la nunca empalagosa Feist con “My Moon My Man”.
Metropolitano o rural, este lugar ha sido las dos cosas. El Prado lleva ocho años siendo el destino de los hipsters y prehipsters (más en sus treintas y cuarentas) que han ido poblando el barrio de Echo Park, frontera con Silver Lake. “El área era muy ruda”, me dice su gerente general Matt Saunders. Era un bar que, antes de su gentrificación, atendía a hombres “mexicanos con sombreros rancheros, había una mesa de billar y se servían coronas y tecates”.
Su nombre, probablemente, aludía al campo y no al museo de Madrid. Hoy la luz es tenue, hay una barra de madera sólida; tras ella, un espejo del mismo tamaño con el menú escrito a mano. Y siempre hay un jarrón con flores frescas y huele a incienso de pino, que atrae a una clientela regular “de bandas notables o músicos de sesión para grandes artistas”.
Pero hoy el nombre le queda como anillo al dedo. Sus propietarios son Jeff Ellermeyer y Mitchell Frank. “Jeff viaja mucho. También es un ávido coleccionista de arte. Un hombre de buen gusto y estilo”, enfatiza Matt. Sus precios son asequibles, su lista de cervezas y vinos está acompañada de patés franceses, sardinas con mostaza de grano, tapenade, humus o queso fetta de Bulgaria.
Pero no hay nada pretencioso en esto. De hecho, el bar se precia de seguir siendo un local de barrio que no hace promociones ni publicidad, y está ubicado frente al famoso centro de conciertos indie Echoplex, de los mismos dueños, donde han tocado músicos como Beck, Thom Yorke, vocalista de Radiohead, The Mars Volta, y donde los Rolling Stones dieron un concierto sorpresa en 2013 para arrancar su gira por Estados Unidos.
Quizá por eso no es coincidencia que la música sea prioridad en El Prado. Sus playlists consisten en tocar música sólo en formato de viniles y sus bartenders hacen las veces de DJs. Los cerca de 100 acetatos a su alcance no se acomodan previamente, así que el bartender tiene que maniobrar para servir una cerveza mientras elige mentalmente cuál será la siguiente canción.
Matt me cuenta que su staff es conocedor de música, y él se confiesa también como algo parecido. “Casi cada día, a las diez de la mañana en punto, cruzo a la tienda thrift que está enfrente, me voy directo a los discos y sé con seguridad —porque estuve el día anterior— si hay nuevos discos donados”. Con una gran sonrisa me cuenta que cada uno le cuesta un dólar y que el día de ayer compró 25 para traer a El Prado.
Poco a poco, este bar se ha hecho de una buena colección de viniles. Tienen una librería con casi 3 mil discos. Tan sólo entre los que están al frente, hay de The Cars, Father John Misty, Future Islands, Led Zeppelin, Pink Floyd, The Beach Boys, Kurt Vile, The Smiths, Talking Heads, Johnny Cash y David Bowie, al que le hicieron un pequeño tributo cuando murió hace unos meses.
Pero aun cuando el catálogo musical de El Prado los hace musicalmente autosuficientes, los martes de cada semana están dedicados a los clientes y organizan lo que llaman el Record Club. En colaboración con la tienda Origami Records —también enfrente, sobre la avenida Sunset—, esa noche sólo se tocan canciones de discos que han llevado los que ya forman parte de lo que se ha convertido, con el tiempo, en una comunidad de entusiastas de los viniles.
La zona de Koreatown es muy céntrica para los estándares de Los Ángeles. A pocos kilómetros están el Centro, Hollywood y Beverly Hills. Allá vamos cada vez que tenemos antojo de comer BBQ coreano tradicional. Hay para todos los presupuestos y tamaños de banchan (los acompañamientos que se sirven en pequeños platitos).
Pero dentro del hotel Line hay otro tipo de comida coreana. La repensada por el chef Roy Choi. Mejor conocido por su taco truck Kogi, que arrancó en 2008 y, por lo tanto, fue precursor de ese movimiento en Los Ángeles.
Hoy maneja un emporio de restaurantes, y entre ellos está POT, nombrado en honor a las ollas de guisados que sirven y a la imagen de la señora mayor que fuma un cigarro gigante de mariguana con pie de foto que reza “Let’s Smoke”, y que enchula su menú impreso en papel de formato tabloide. Otro chef que se divierte en su espacio, pintado verde menta, y con una de sus dos barras adornada con veladoras de la Virgen de Guadalupe. Sincretismo común del barrio.
En una ciudad en donde la comida saludable es accesible 24/7, y sus adeptos juran por los licuados orgánicos de diez dólares y hacen cruz cruz al glutamato monosódico, Roy Choi no teme mezclar en algunos de sus pots o guisados carnes enlatadas con ramen instantáneo —mientras de fondo suena “Never Can Say Goodbye” de los Jackson 5—. Pero no todo es retador. Su Poke es apto hasta para pescetarianos estrictos. Fresquísimo atún cola amarilla, edamame, cebolla de Maui, ajonjolí ahumado y vinagreta de shoyu se ingieren al ritmo “Run to the Sun” de N*E*R*D, grupo de Pharrell Williams, creador del hit masivo “Happy”.
Es viernes de parejitas que parecen salidas de un casting para comercial de la aplicación Tinder. Casi todas comen alitas de pollo picosas estilo coreano y BBQ galbi (costillitas de res marinadas), que están hechas para degustarse con las manos, aunque se pierda el estilo o el amor, y son adictivas –casi tanto como el glutamato–.
Su plato fuerte, de título juguetón, llamado Tailgate, está compuesto por cola de buey, salsa de soya y arroz en un caldo ligero; sabe a remedio para la resaca.
Conviene dejar espacio para el postre. Los Ice Cream Sliders son un poema. Un par de brioche tostados y enmantequillados sandwichean helado de vainilla con caramelo de Kochujang (pasta koreana de chile rojo fermentado) y miel de jengibre. Mientras tanto, el título de la canción de fondo le hace juego al plato: “Clímax”, de Usher con Busta Rhymes.
Redbird es posiblemente el restaurante más bonito de Los Ángeles. Su interior parece altísimo gracias a un techo retráctil, y sus muebles bajos —estilo mediados de los cincuenta— se suman a esa sensación. Los acentos negros están en las vigas modernas que sostienen la estructura, las lámparas que iluminan la barra y ciertos sillones, pero la madera de las mesas complementa con un ambiente cálido.
Es martes y la mayoría de los hombres llevan saco. Algunas mujeres, traje sastre, aunque hay ciertos personajes de pelo revuelto y gafas de pasta que le quitan cualquier dejo de formalidad a Redbird. Hay una sensación de que se están cerrando tratos importantes y eso emociona. Sorprende que casi nadie esté viendo sus celulares. Están concentrados en lo que pasa en su mesa. Más al fondo se escucha la música, como si el sonido se escapara por el techo retráctil.
“Creemos firmemente que la experiencia de cenar implica estar con la gente que se sienta frente a ti y tener una conversación con ellos”, me dice Amy. “Tuvimos mucha suerte con la acústica con este techo retráctil. Cuando está abierto el sonido viaja, entonces es más suave. Cuando está cerrado no es ruidoso, pero definitivamente puedes notar la diferencia”.
Y entonces los sabores de la nueva cocina americana también son más vibrantes porque no hay distracción. Como los Shishito Peppers con bottarga (hueva de pez salada), que truenan gracias a los granos de quinoa tostada, o el sutil sabor del New Caledonian Shrimp, un par de camarones que aunque están sobre una cama de sémola que, a su vez, reposa en una capa de mole hecho a base de chipotle, se sienten ligeros.
La sutileza de Amy se nota también en la ambientación. En el sonido del lugar. “En la noche todo mundo está hablando, por lo que necesitas música que apenas rebase ese tope. Encontré que las voces femeninas funcionan mejor en ese momento porque si programas otra música sólo escuchas el bajo; entonces compite con la voz de las personas”.
Cuando le pregunto si las voces femeninas se llevan mejor con Redbird no lo piensa dos veces: “Me gusta escuchar a Lhasa de Sela (cantante y letrista que creció en México y Estados Unidos), Mazzy Star y soundtracks de películas, como Diarios de motocicleta, uno de mis favoritos”, este último compuesto por el argentino Gustavo Santaolalla.
Los platos del menú son elaboradísimos, pero ningún ingrediente se come al otro. Como las costillas de cordero australiano término medio sobre farro verde, alcachofas, chícharos, romero y jugo del mismo cordero. O en el short rib que se deshace sobre polenta artesanal, kale braseada y, al parecer, algo de raíz fuerte en la salsa.
Entre bocado y bocado es imposible no fijarse en el entorno arquitectónico de lo nuevo y moderno con lo antiguo y elaborado, y preguntarse cómo lograron el equilibrio entre épocas. Para Knoll Fraser “el edificio en sí mismo era tan bello que no teníamos que agregar demasiado. Queríamos asegurarnos de complementar lo que ya existía. Queríamos líneas limpias, estar cómodos y que se sintiera un ambiente cosmopolita”.
Algo que se ve representado en uno de sus postres. El panqué de nogal o nuez negra que podría fácilmente ser de la abuela, acompañado de peras pochadas y un helado poco dulce e inusual, moderno, si se quiere, hecho a base de queso de cabra añejo Humboldt fog.
Ahora, la sobremesa. Si algo pasa en Los Ángeles es que todos se inquietan tras la última cucharada dulce y no se quedan a hablar. Pero, como buena mexicana, siempre se me antoja prolongar cualquier comida donde la mesa conecte en vez de separar. Que siga entonces la conversación: ¿dónde recomiendan que vaya a comer y escuchar a la vez? Me lo pueden contar en casidiez@ilanasod.com o @ilanasod en Twitter o Instagram.
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