Le Marais significa en castellano “ciénaga” o “marisma”. Aunque no parezca muy prometedor como nombre para un barrio, lo cierto es que esta parte de los distritos tercero y cuarto del caracol urbano que es París esconde altas dosis de glamour y encanto a lo largo y ancho de sus calles trazadas a escala humana. Los patios de sus hôtels barrocos, los tejados de pizarra azul de sus casas 100 por ciento parisinos y sus cafés, tiendas de té y boutiques de ropa pintoresca son un imán para los visitantes de la capital francesa.
Desayunos y arte entre columnas
Si se contase con un solo día para pasear por París, permanecer en Le Marais no supondría una decisión equivocada en absoluto: por algo la corte francesa decidió establecerse en esta zona entre los siglos XIV y XVI, hasta que fue abandonada en 1559 para asentarse en el Palacio del Louvre tras el fallecimiento del rey Enrique II. En 1852, a partir del Segundo Imperio, los menuets se dejan de escuchar en los jardines del barrio, que adquiere paulatinamente una población compuesta por industriales y trabajadores de los talleres que por allí se establecen.
Tampoco puso su mirada en Le Marais el barón Haussmann, cuyas ambiciosas reformas urbanísticas no lo rozaron, para bien o para mal. Por fin, en 1965, Le Marais adquiere oficialmente estatus de zona protegida y empieza su rehabilitación, hasta convertirse en el encantador barrio que es hoy, meca de paseos, compras y cenas tanto para los visitantes como para los residentes de la ciudad.
Su centro neurálgico es la Place des Vosges, una plaza porticada con edificios de ladrillo rojizo y un jardín esmeradamente podado en medio. Sus pórticos pueden parecer algo monótonos si se contemplan desde el jardín central, pero en esta plaza las cosas funcionan como en los ejercicios de agudeza visual: hay que aprender a buscar los detalles. Así, bajo una mirada más atenta se descubre que hay infinidad de cafés medio escondidos, en concreto el Café Hugo, en el número 22, gran opción para desayunar o atreverse con un brunch en un entorno entre solariego y moderno.
El café debe su nombre a la cercanía de la casa-museo de Victor Hugo, otro secreto bien guardado de la plaza. La visita propone una evocación cronológica de las tres etapas más importantes de la vida del escritor. Y junto al museo, más secretos: la galería de arte de la neoyorquina Nikki Marquardt y el fastuoso Hôtel de Béthune-Sully, gran ejemplo de arquitectura barroca francesa y hoy sede del centro que gestiona los monumentos nacionales de Francia. A él se accede por una discreta esquina de la plaza y se puede atravesar para visitar sus patios y jardines y salir por la rue Saint-Antoine.
La presencia de estos hôtels o residencias aristocráticas con un patio central ajardinado era moneda corriente durante el siglo XVII. Fue también en ellos donde surgieron los primeros salones literarios y artísticos en los que se daba cita lo más refinado de la sociedad parisina. Muchos de estos edificios son hoy sede de museos o instituciones públicas y, por suerte, el público general puede visitarlos o al menos sentarse un rato en sus jardines a descansar de tantos estímulos visuales y gustativos presentes en el barrio.
Uno de los más codiciados puntos de descanso se encuentra en el Hôtel de Coulanges, a la altura del número 35 de la rue des Francs-Burgeois. Allí, al fondo de la Maison de l’Europe está, totalmente escondido, el Jardin Francs-Bourgeois-Rosiers, un lugar aislado del bullicio de las comercialísimas calles que lo rodean. Cuenta con juegos infantiles y unos banquitos en los que se puede permanecer leyendo o, si uno lleva lápiz y cuaderno, dibujando del natural las ventanas parisinas de forja que se observan al levantar la vista.
El bazar de las compras informales
Una vez en la rue des Francs-Bourgeois, es previsible que el paseo se lleve a cabo muy despacio, tal es la profusión de vidrieras de negocios pintorescos ante los cuales uno se acaba parando inevitablemente. Uno de ellos es Antoine et Lili, famoso por su ropa inspirada en la indumentaria de Nepal y también por su leve guiño kitsch en los objetos decorativos que vende.
Muchos de estos establecimientos ocupan locales que en su día pertenecieron a otro tipo de sector comercial, de ahí que no sorprenda ver antiguas boulangeries con una selección de ropa exquisita en su interior, aunque su cartel de principios del siglo pasado lo desmienta. Enseguida nos daremos cuenta de que el Marais es cuna del desenfado comercial, pues las archiconocidas Dior, Chanel y demás marcas que funcionan como embajadoras de Francia en el exterior tienen sus sedes en otros distritos de la ciudad.
Si buscamos una óptica estilosa en esa misma calle, Sainte-Croix de la Bretonnerie, Anne et Valentin se lleva la palma con sus originales monturas de gafas que provocan el deseo de tener al menos media dioptría en cada ojo. A dos pasos de la óptica se encuentra Muji, la cadena japonesa que hace furor en todo el mundo por su vestimenta sobria de estilo casi amish. Pero enfrente, y para quitarle algo de sobriedad a la vida, el café bar Le Voltigeur ofrece un ambiente desenfadado o décontracté que sirve como perfecto contraste.
Tradiciones judías en la rue des Rosiers
Durante varios siglos, los judíos askenazíes y sefarditas que llegaban a París se asentaban principalmente en esta zona, y al pasear por la rue des Rosiers es fácil hacerse a la idea del ambiente que reinaba décadas atrás.
En pleno Shabbat se la verá algo mortecina, pues algunos de sus comercios cierran con motivo de la festividad judía. A cambio, la afluencia de público se concentra ese día de la semana en el número 10 de la rue Pavée, concretamente en el interior de la sinagoga de estilo art nouveau construida en 1919 por Hector Guimard, que bien merece ser fotografiada.
Aunque modernas boutiques hayan decidido implantar su negocio en ella, la impronta judía en la rue des Rosiers se sigue viendo en tiendas de comestibles como la de Sacha Finkelsztajn (núm. 27), tras cuya fachada es fácil de detectar debido a su brillante tono amarillo un verdadero aleph de productos de la Europa de tradición askenazí: pescado gefilte, kreplach (ravioles de carne), pastrami ahumado, böreks búlgaros (empanadas de espinacas o queso) y un gran surtido de blinis.
Otro lugar donde los panes trenzados o jalot propios del Shabbat funcionan como magdalenas proustianas y trasladan a aquel que las prueba a algún shtetl de Ucrania o Letonia es la pastelería Korcarz, fundada en 1949.
Ni siquiera hace falta moverse de esta calle para comer al mediodía: la rue des Rosiers es el territorio falafel por antonomasia, y cada pocos metros saldrá al paso algún restaurante o café que los envuelva para llevar y poder comerlos mientras paseaba. Pero aquí las mejores opciones tienen nombre de mujer: la gastronomía sefardí posee su más digno representante en Chez Hanna, donde el hummus y —cómo no— el falafel se sirven siguiendo el control kosher del rabino de París. Y el lugar más popular de la tradición askenazí es sin duda Chez Marianne, cuyo buffet de ensaladas siempre llama la atención, a juzgar por lo concurridas que están día tras día las numerosas mesitas de su terraza.
Un museo en cada esquina
Tras una mañana de compras y un almuerzo tempranero, se impone un après-midi de alta cultura. Los pilares museísticos del Marais son el museo Carnavalet y el museo Picasso. El primero, sólo por su jardín cuidadosamente podado, merece un rato de atención, pero además si se sabe que el bello hôtel fue residencia de la escritora madame de Sévigné entre 1677 y 1696 y que la historia de París se encuentra allí dentro expuesta, hay más razones todavía para acudir. Su colección gratuita de muebles, monedas, fotografías, lienzos y muchos otros elementos forman un collage excelente para entender la ciudad.
En cuanto al museo Picasso, al estar emplazado también en un hôtel barroco, sufre en la actualidad un proceso necesario de restauración que, lamentablemente, lo mantendrá cerrado hasta mediados de 2013. Si bien es un museo irreemplazable, el barrio tiene una amplia oferta, y enseguida uno se topa con el Musée d’Art et d’Histoire du Judaïsme que no podía situarse en un lugar más coherente de la ciudad. Centrado en el arte y la etnografía del pueblo judío se podría complementar con el Memorial de la Shoah situado en las cercanías del Marais, pegado al Sena y casi pegado también a la Maison Européenne de la Photographie.
Este centro de arte fotográfico ocupa varias plantas de un palacete del XVIII, cosa muy frecuente en este barrio. Además de sus 1 200 metros cuadrados dedicados a exponer fotografía, el centro posee sus correspondientes videoteca, biblioteca de consulta, auditorio y un agradable café bastante recóndito, muy necesario a veces dado lo exhaustivo de sus exposiciones temporales, que exigen a los visitantes un rato de asueto.
La hora del té y otras hierbas
Se tiende a identificar la afición al té, los scones y los sándwiches refinados de salmón con el Imperio británico, pero obviamente Francia tiene también su largo pasado colonial y no se iba a quedar atrás en el arte de hervir agua. El legendario y decimonónico almacén de tés Mariage Frères lo anuncia bien claro en sus folletos: “L’art français du thé”.
Los hermanos Édouard y Henri fundaron en 1884 el que hoy es el emporio más importante de París, y esta afirmación acerca de lo artístico del ritual en Francia resulta convincente nada más avanzar por la sede de Mariage Frères en Le Marais; lo confirman su entorno de madera noble, sus enormes latas oscuras con variedades fragantes y, sobre todo, su coquetísimo saloncito con claraboya en el que paladear —a precios de duquesa, eso sí— tazas del mejor té acompañadas por pasteles de la tradición repostera francesa y combinados de sándwiches y bizcochos entre las 3 y las 7 de la tarde.
Después del tentempié darán ganas de seguir paseando y curioseando los fondos de librerías como la sucursal más grande de la librería Mona Lisait, una de las cadenas de libros de segunda mano y de oferta más populares de París. En ella, el mismísimo Borges comenzaría a salivar ante la profusión de catálogos de exposiciones de arte, así como de libros de arquitectura, cine, diseño y literatura de todo tipo repartidos por sus dos inmensas plantas a precios sorprendentemente baratos.
A la hora de cenar, habrá que rogarle a Tutatis, a Belenos y a otros dioses galos que no llueva, para así poder ocupar una mesa en alguno de los restaurantes con terraza de la Place du Marché Sainte-Cathérine, uno de los rincones del Marais que encarnan con más precisión la dolce vita a la parisina. En Chez Joséphine nos darán una muestra de la tan afamada cocina autóctona, aunque con un guiño extranjero, pues sirven especialidades suecas a los comensales que opten por cenar en la terraza.
Pero si la climatología se comporta mal, cosa que a menudo ocurre en París aunque sus ciudadanos lo mantengan en secreto, siempre se puede acudir al clásico bistrot parisino de suelo ajedrezado y visillos de encaje propios de la casa de una tía abuela bretona: en el Chez Nénesse de la rue Saintonge esquina con la de Poitou es fácil transportarse de inmediato a los años cincuenta.
El éxito del lugar está claro ya desde la entrada, por la multitud de adhesivos en la vidriera procedentes de guías gastronómicas que lo recomiendan encarecidamente. Enfrente, tras el precioso rótulo de una falsa boulangerie, dicen que la más antigua de París, se esconde otra joyita: el Hôtel du Petit Moulin, redecorado por el diseñador Christian Lacroix. En él sólo hay espacio para 17 habitaciones, pero cada una de ellas ha sido decorada de un modo diferente y absolutamente particular. Según el propio Lacroix, su intención fue recrear “diecisiete maneras de vivir el Marais”, entre las que se encuentran una versión de lo más rústica, otra “enteladísima” y otra de puro diseño contemporáneo.
Pero antes de dormir quizá queden fuerzas para ver cómo late Le Marais a horas avanzadas: de nuevo habría que dirigirse entonces hacia la rue Sainte-Croix de la Bretonnerie, cerca de la cual, además de la animada escena gay, se encuentra el bar Les Étages, cuyo encanto principal radica en su estética parisinamente desaliñada presente a lo largo y alto de sus tres pisos. Queda suficiente barrio que descubrir pero tendrá que ser otro día. t