Atitlán, regreso a las raíces mayas
Un viaje por los alrededores del lago de Atitlán, en Guatemala, nos recuerda el origen místico de estas tierras donde el pasado maya se mezcla con la herencia española y el futuro que todavía está por escribirse.
POR: Diego Cobo
Una brisa cálida riza las aguas a partir del mediodía. Al amanecer, el lago Atitlán es un espejo color esmeralda, pero las horas pasan y la superficie comienza a revolverse. A las cinco de la tarde, las barcas que conectan las poblaciones de la orilla dejan de funcionar y Xocomil se queda trabajando solo.
Xocomil es un viento místico y Atitlán, uno de los lagos más bellos del planeta. Ambos forman una conjunción inseparable: el primero tiene apellido kakchiquel y los habitantes que pueblan este territorio desde hace siglos cuentan que recoge los pecados de las orillas, que hace limpieza. Lo cuentan, lo saben y lo observan: cómo se enfurece y levanta olas violentas. El segundo, Atitlán, nace al desgranar su composición. Y significa “entre las aguas”.
El lago Atitlán tiene el encanto original de una tierra añeja y volcánica, circundada por una docena de poblaciones con nombre de santos y habitadas por las etnias mayas quiché, tzutujil y kakchiquel, que luchan por conservar sus tradiciones. Y de algún modo lo consiguen: ésa es la razón por la cual el departamento de Sololá, que alguna vez llegó a exceder en mucho la superficie que hoy ocupa, se haya convertido en el principal foco de turismo de Guatemala; de un turismo en el que las comunidades indígenas son las protagonistas. Panajachel es su centro.
A esta población, donde está la mayor variedad de infraestructura turística, se llega descendiendo por un valle de carreteras sinuosas a 1500 metros de altura y situado a 140 kilómetros de la capital del país. Una calle de paredes coloridas recibe el visitante. No son ladrillos, ni murales, ni piedras, sino los puestos de ropa y artesanías locales que cubren la calle Santander, que va estrechándose hasta llegar al lago.
Este mirador es el mejor punto para contemplar el paisaje volcánico y exuberante: envuelto en leyendas mayas, todo lo que rodea este lago es misterioso. Desde su origen, atribuido a la muerte que los kakchiqueles dieron a Tolgo, deidad de los terremotos, hasta su aspecto actual, todo, desde el amanecer hasta las noches de estrellas congeladas en el cielo, evoca el misterio.
Los inmensos volcanes San Pedro, Tolimán y Atitlán vigilan el lago, rodeado por un cinturón de cerros que caen en picado a las aguas turquesas, esmeraldas, celestes o vidriosas, dependiendo de la luz que caiga en una superficie de 130 kilómetros cuadrados.
Por momentos, el lago se estira durante 18 kilómetros y para tocar su lecho tendríamos que bucear 350 metros. Para adentrarnos en la vida de los habitantes de estas orillas hay que sumergirse en sus leyendas.
Cada aldea, una identidad
Una de las características comunes de los pueblos turísticos del lago Atitlán es su especialización. Cada uno de ellos tiene un carácter único que atrae a un tipo muy concreto de visitante, para así completar un amplio abanico de propuestas que abarcan toda clase de público, desde jóvenes hasta mayores, pasando por ateos a profundamente devotos.
A apenas 20 minutos se encuentra San Marcos. Para llegar hasta una de las poblaciones más cercanas a Panajachel nos subimos en una lancha, ya que es la manera más eficaz de alcanzar la otra orilla sin necesidad de hacer eternos viajes por carretera. A tres dólares el trayecto, el servicio público de lanchas garantiza el transporte, aunque no menciona los brincos de las barcas motoras que generan risas y algún grito entre los pasajeros.
San Marcos encontró hace un cuarto de siglo el filón que ha hecho de este lugar un imán para los buscadores de sí mismos. Todo empezó cuando una mujer guatemalteca abrió Las Pirámides, el primer centro de yoga y meditación en el pueblo. Pronto encontró éxito entre clientes de todo el mundo: en un entorno donde el presente está anclado en un pasado mágico, era una apuesta segura.
Los labios del lago Atitlán tienen esa virtud, y por eso en los últimos años han proliferado centros de masaje, de meditación y de yoga, armados por muchos extranjeros que escaparon de su vida convencional para dedicarse a la contemplación.
El precario embarcadero está conectado con el centro de San Marcos por un pasadizo empedrado. De ambos lados del camino con olor a incienso hay pequeños brazos que llegan a los jardines de decenas de centros repartidos en tranquilos jardines con fuentes que escupen agua y un sonido relajante.
Las actividades comienzan al amanecer y vemos cómo, además de los programas más sólidos –desde retiros de una semana a meses– se convoca a los visitantes que caen por aquí a practicar espontáneamente las diversas disciplinas que se imparten, desde charlas y encuentros hasta sesiones de pilates. Un hilo de música y las instrucciones de los profesores de yoga son parte del sonido que se entremezcla en los jardines de vocación oriental.
Doscientos metros hacia el interior apenas hay rastro del turismo, sólo un ejército de tuc-tucs y campesinos con sus mercancías en la cabeza: la vida local.
Turismo sostenible
Ixchel es la diosa maya de la luna, la gestación y la creación. La luna ordena mareas, calendarios y cosechas asociadas a sus fases, pero también representa los trabajos textiles, una actividad que define las labores de San Juan la Laguna. De hecho, una de las figuras que los mayas encontraron para representar a Ixchel fue el de una anciana tejiendo en un telar de cintura.
Aj To’ooneel Ixoq (“apoyo a la mujer”) es una de las asociaciones comunitarias de mujeres. En el interior de la tienda y almacén, los productos naturales que utilizan para dar color a la ropa están desplegados en una mesa: achiote, café, remolacha, corteza de banana, semilla de aguacate, granada, zanahoria, tabaco o albahaca, entre muchos otros. La asociación es una de las varias que hay en este poblado de mayoría tzutujil.
Está compuesta por 52 mujeres que encontraron el modo de combinar el turismo local con la tradición, que en los últimos años agonizaba, y poder mejorar su calidad de vida. Las mujeres trabajan en sus casas elaborando bolsas, bufandas o pañuelos a base de hilo coloreado con tintes naturales. Al finalizar la fabricación artesana, llevan los productos a la tienda para venderlos: el 15% de la venta se queda en la asociación para mantener el local; el resto se lo queda la mujer que lo ha hecho.
Una de las más antiguas, creada en 1970 por una mujer llamada Socorro, se llama Asociación de Mujeres en Colores Botánico; ahí dan clases para aprender a tejer en los urdidores de madera que emplean en sus casas. Y aunque en un paseo por sus calles podremos ver a mujeres elaborar todo tipo de prendas en los salones de las casas con la puerta abierta, es en estas asociaciones donde más fácilmente podremos ver –y participar– las demostraciones de cómo se teje y se cuecen los productos para obtener los tintes naturales.
En los últimos años algunas asociaciones se han reconvertido en empresas puras donde se ha priorizado el beneficio, pero San Juan sigue siendo la mayor expresión de la vida comunitaria que se ha fraguado a lo largo del tiempo. La aldea se ha ido poco a poco escurriendo hasta llegar, desde hace tres generaciones, a los bordes del lago. El territorio abandonado ha dejado auténticas joyas escondidas en la tierra. Algunas aún permanecen visibles en su sitio original, como grandes altares mayas, pero otras quedaron dispersas y olvidadas.
Dos asociaciones de jóvenes músicos y pintores han creado este año el museo comunitario Ruuwach Na’ooj. Instalado en la segunda planta de un edificio anexo a la municipalidad, es una sala con auténticos tesoros mayas que los habitantes de la comunidad han cedido para su exposición. Los vecinos los han ido encontrando en el campo, excavando para hacer sus casas o pozos, en transmisiones de generación en generación. La colección son varias decenas de reliquias centenarias –piedras para moler grano, vasijas, serpientes y ranas talladas en piedra, figuras– cuya simbología está aún por descifrarse.
Dicen los chicos que custodian la exposición que hay arqueólogos interesados en investigarlo, pero aún es pronto y ni siquiera hay carteles con comentarios. Las únicas explicaciones que hasta ahora existen son las que dio un sacerdote maya, que ha colocado un vaso lleno de agua al lado de cada pieza. Según explicó a los chicos del museo, todas las reliquias están conectadas por la misma energía.
En pueblos como éste se sigue respirando el espíritu nativo que ha definido las relaciones en el pasado, también en una organización política que reventó tras la invasión española. Los ocho mil habitantes –un tercio jóvenes, un tercio adultos, un tercio viejos– están gobernados por un alcalde, pero la verdadera ley maya, cuenta Bartolomé Cholotió, es la que refleja el Consejo de Ancianos, al que pertenece. Hoy dan consejos y resuelven dudas morales e íntimas, conflictos personales antes de llegar a los tribunales. Los viejos, dice Bartolomé, cuidan de la sociedad y su rectitud.
Las calles empinadas y adoquinadas de San Juan también son un festival de color y arte, donde se han fundido el patrimonio y el arte de una cultura con las raíces en la naturaleza. De esta última aleación nació Rupalak K’istalin, una asociación de guías de turismo de 11 socios locales para promover un turismo local. Ajeno a los rótulos en inglés propios de lugares turísticos de Guatemala, impulsan actividades como la pesca artesanal o el alojamiento en casas de familias locales, caminatas o la reforestación de los exuberantes alrededores de Atitlán.
Las decenas de galerías de arte y pintura, también organizadas en asociaciones, reflejan ese espíritu artístico y ancestral que vuelcan en los lienzos que tratan de vender al visitante pinturas de colores chillones, estrellas rutilantes en fondos celestes, trajes coloridos y caras de habitantes mayas con ojos penetrantes.
Quizá, como contrapunto a esta manera de vivir el turismo, encontremos muy cerca su contrario, en San Pedro, a donde llegamos a un embarcadero para salir de allí, un rato después, por otro, situado en el otro extremo de la población. Desde el agua, San Pedro tiene un aire a villa abigarrada del Mediterráneo. De cerca –y adentro– comprobaremos que las terrazas y estructuras de madera desde donde los clientes de los restaurantes se zambullen al agua son el escaparate del pueblo que más jóvenes atrae: es el paraíso de los mochileros, de la noche, de las fiestas. Pero también a cientos de estudiantes de español que encuentran unas calles en las que se habla más inglés que castellano y se comen más hamburguesas que tortas de maíz.
Al margen del pueblo con mayor atractivo para los jóvenes, desde aquí se comienza a remontar el volcán San Pedro, una ruta común para ascender hasta este cono dormido y casi siempre tocado por nubes. Tiene 3020 metros de altura y la caminata, para quienes decidan sentir las leyendas bajo los pies, lleva menos de cuatro horas.
Una tierra de leyendas
Cuando uno piensa que el lago Atitlán se acaba en el horizonte, comprueba que esa frontera se rompe al subirse a un mirador. Y que el gran manantial de agua continúa a las espaldas del lago. Para ello hay que encaramarse en las alturas de Santiago Atitlán, donde se recomienda subirse en un tuc-tuc para recorrer sus atractivos. Desde este mirador vemos una bahía imprevista, aunque lo que realmente esconde Santiago está en las venas de su tradición.
Cuando Pedro de Alvarado llegó procedente de México en 1523, arrasó varios pueblos de Guatemala. El 20 de abril de 1524 ya había tomado Tziquinahá, reconvertida más tarde en Santiago. De aquellos primeros balbuceos coloniales quedó una iglesia levantada en 1547 donde el fervor evangelista se sigue respirando en un entorno de tradición maya. Esa aleación, que desembocó en el sincretismo, tiene aquí su primer guiño, ya que al templo cristiano se accede a través de 20 peldaños de la mitad de una escalera que representan los 20 días solares del calendario maya.
Sin embargo, lo que Santiago Atitlán atrae tiene que ver con el segundo guiño del sincretismo, la mezcla de la religión maya y cristiana. Representada por una figura de madera enfundada en ropas, bufandas y fulares, Maximón sigue recibiendo las súplicas de muchos creyentes que viven la religión con pasión. Está colocado en el centro de una habitación empañada de incienso mientras un sacerdote maya celebra una ceremonia en el idioma local. En el día de hoy, quien está de rodillas es una mujer que ha perdido el trabajo; el intermediario es la autoridad religiosa, quien se comunica con la deidad para pedirle a Maximón, patrono de brujos y curanderos, que le restaure su empleo.
Paralelamente, un sacerdote maya realiza otra ceremonia en una esquina frente a dos santos católicos. Otro hombre prende cigarros en la boca de Maximón, que no se inmuta, y lo inclinan para darle aguardiente, que chorrea por su cuerpo.
A Maximón lo mueven de casa todos los años. Una de las versiones de su nomadismo es que, en los días de invasión, los vecinos lo movieron para despistar a los españoles. Hoy se cambia de habitación cada mes de mayo. Y se hace a alguna casa donde haya figuras católicas, por lo que otra versión de la historia se decanta por pensar que antes de la colonia esta deidad ya compartía espacio religioso con figuras cristianas, así que los conquistadores lo respetaron.
Más allá del embrujo turístico que existe en una ceremonia envuelta en cánticos, súplicas y humo, la experiencia resulta embriagadora. Hacia las seis de la tarde se llevan a otra estancia separada de la casa a Maximón, que duerme en una cama de palos hasta el día siguiente. Tiene que descansar.
Raíces indígenas
El Popol Vuh es el libro sagrado de los mayas. Se encontró en Chichicastenango después de que el fraile Francisco Ximénez lo conservara e hiciera varias traducciones durante su vida, aunque las investigaciones no han afinado su procedencia original, quizá escrita por algún indígena que recogió en el papel, en el siglo xvi, la historia oral de su pueblo. En el libro mítico se recogen narraciones sobre el origen del mundo.
Chichicastenango se encuentra en el vecino departamento El Quiché, que nació en el siglo xix cuando Sololá se partió en tres. Aquí encontramos la otra mitad de la escalera de la iglesia de Santiago Atitlán. Subiendo los 20 peldaños que llegan a una amplia plataforma vemos el templo, construido en 1540, sobre restos prehispánicos. De un blanco pálido e impoluto, la iglesia está consagrada a Santo Tomás.
Pero lo que realmente atrae a un infinito desfile de visitantes es su mercado, espejo de la vida en los márgenes del lago Atitlán; una vida sobre campos de maíz y frijol, de árboles frutales y de pequeñas granjas. A los pies de la iglesia y durante los jueves y los domingos se despliega ese espectáculo abarrotado de la vida local que se expresa en coloridos trajes, variadas frutas y artesanías que siembran el suelo.
Como todos los resúmenes de la vida nativa –con intromisiones, como este caso, del turista– Chichicastenango es el final de un viaje a la frontera entre dos realidades: una descubierta y otra por descifrar.
En los últimos años se han hallado restos arqueológicos de una isla hundida en el fondo del lago Atitlán llamada Samabaj, por lo que el misterio de una posible Atlántida alimenta el encanto del lago donde brotan tres volcanes de perfecta arquitectura.
Una estancia en Atitlán supone una de esas excepcionales experiencias en que la modernidad y las vistas al origen del universo maya se confunden en un extraño y enriquecedor mundo que, según el Popol Vuh, nació de repente: “Como la neblina, como la nube y como una polvareda fue la creación, cuando surgieron del agua las montañas; y al instante crecieron las montañas”.
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