La transformación de Medellín
De la violencia y el caos al esplendor cultural y la revolución de los espacios urbanos.
POR: Daniel Rivera Marin
En los noventa nadie quería venir a Medellín por razones bien conocidas: el narcotráfico, la coca, la guerra entre pandillas —unas de derecha, otras de izquierda, pero todas formadas por muchachitos que no sabían nada de ideologías—, y el pico de asesinatos más alto del mundo: 6 349 muertos en 1991. Una década que no dio descanso. Hoy, Medellín es otra.
Llegó en 2004 a la alcaldía el matemático Sergio Fajardo como el representante de una generación que había mirado el conflicto colombiano desde las universidades y las ONG’s. La elección sorprendió a Medellín, que siempre había apostado por gobiernos conservadores caracterizados por instalar en los barrios periféricos, sobre todo, pie de fuerza militar o, en casos en los que las milicias urbanas fueran imbatibles, el abandono. Entonces Fajardo replicó un modelo que en la Bogotá de mediados de los noventa había dado resultado: darle un vuelco al presupuesto y bajar el dinero que promovía la seguridad y subir el de la educación.
Luego de uno o dos años de gobierno empezaron las obras: grandes bibliotecas aquí, colegios enormes allá, parques extensos donde antes había sólo tierra, todas las obras erigidas en barrios periféricos a los que sólo llegaban quienes vivían allí, orillas empinadas sobre las que ahora hay construcciones como la Biblioteca España, en la Comuna 1, inaugurada por los reyes Juan Carlos y Sofía en 2007, tres moles negras con pequeñas ventanas, brillantes como piedras húmedas, en una loma donde sobresalen las casas como dientes amontonados.
La imagen se hace más surrealista aún con las cabinas del metrocable, el sistema masivo de transporte que se conecta con el metro de la ciudad y que llega hasta Santa Elena, en la zona rural. En otros sitios están el Parque Biblioteca La Ladera, donde hace décadas había una cárcel —tres balcones blancos que miran al centro de la ciudad—, o la Biblioteca Belén, ubicada en un barrio tradicional de Medellín, una construcción que mira a un laguito poco profundo.
La ciudad cambiaba en secreto hasta que en 2007 la BBC exaltó la “transformación”, y luego vinieron más medios a ver: el canal Discovery Travel & Living dijo que era un lugar para visitar, The New York Times aseguró que las bibliotecas de los barrios eran “joyas arquitectónicas”, The Guardian publicó que era asombroso que el metrocable pasara por encima de las casas apretujadas, y la revista National Geographic recomendó a Medellín como un destino obligado para los viajeros en 2015, una invitación a contemplar “el milagro”. Después, la ciudad a la que nadie quería ir se convirtió en sede de eventos como la 50 Asamblea del Banco Interamericano de Desarrollo, los IX Juegos Suramericanos y el premio Gabriel García Márquez de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.
Ahora, cerca de lo que era una montaña de basura está el Parque Explora: un museo interactivo de divulgación científica: tres cajas rojas enormes con balcones que miran a los barrios populares de las comunas, con uno de los acuarios de agua dulce más importantes del mundo, tres pisos en los que hay especies de río como pirañas, rayas, anguilas de río y peceras que ocupan los tres pisos en los que hunden sus raíces árboles endémicos de las más profundas selvas colombianas.
En el parque se presentan exposiciones itinerantes, hay juegos y un espacio en el que se cuenta una parte de la historia de la violencia colombiana: el desplazamiento forzado. Explora, que abrió en 2007, es uno de los lugares más admirados de esta ciudad con tres millones y medio de visitantes. Andrés Felipe Roldán, director del Parque, no está muy seguro de que la transformación haya empezado en este lugar, aunque cree que sí la representa porque “éste es un espacio muy incluyente y participativo, aquí está la idea de que lo puede ser mejor para todos”. Es que a Explora pueden entrar gratis ciudadanos de los barrios más pobres presentando la cuenta de los servicios públicos cancelada.
A unos cuantos pasos de Explora está el Jardín Botánico. La calle que los separa es un gran sendero peatonal que fue zona de despojos. El Jardín se remodeló en 2005 y desde entonces es una de esas llamadas joyas arquitectónicas en donde además de bosques con ceibas, árboles extravagantes propios del trópico, bromelias, anturios, una casa de mariposas, un lago verdoso inmóvil, y un laberinto, también está el Orquideorama, una estructura de madera que desde el cielo parece un panal de abejas y donde se realiza cada año La Fiesta del Libro, lugar de conciertos íntimos, recitales, exposiciones de arte.
En el Jardín está el restaurante In Situ, rodeado de plantas ornamentales y unas pequeñas palmas sobre un laguito artificial. En el menú hay platos como el solomillo de cerdo a la panela —un lomo fino rebosado en piloncillo, mostaza y zumo de naranja—, o el lomo coffea —medallones de lomito de res con reducción de café, acompañados de puré de plátano maduro y queso costeño—.
Por las praderas del Jardín se ven familias que pasan la tarde conversando en picnics, mientras otros comen en Café del Bosque, con especialidad en la parrilla —churrasco, costilla de cerdo, pinchos—; los demás pican en El Vagón, que es un vagón del antiguo ferrocarril de Antioquia que transformaron en cafetería donde se comen fritos tradicionales: empanadas, mazorca con mantequilla y queso, arepas, yucas, patacón con guacamole.
Al frente del Explora y del Jardín está el Parque de los Deseos, una plazoleta coronada por la cúpula del Planetario y en donde cada año poetas de todo el mundo recitan sus versos en el Festival de Poesía de Medellín. Los niños de los barrios cercanos bajan para mojarse en las fuentes mientras los padres comen salpicón, un coctel de frutas que se sirve con helado. A menudo se ven jovencitos cargando instrumentos musicales, y eso se debe a que el subsuelo del parque, construido por Empresas Públicas de Medellín, cuenta con salas de ensayo donde niños de barrios populares reciben clases de música.
Entre el Parque de los Deseos y el Explora está la estación del metro Universidad —muy cerca, en la zona, está el campus de la Universidad de Antioquia, la institución de educación superior pública más antigua de Colombia, sede del museo universitario muua—. El caso es que ahí está el metro, que aparece en todos los spots publicitarios de Medellín, un orgullo para los paisas pues se mantuvo y se mantiene lejos del caos, pulcro; aunque en horas pico se vuelve un horno en el que se apretujan los estudiantes, los obreros y los ejecutivos que vuelven a sus casas.
La construcción del metro empezó en 1984, cuando Pablo Escobar apenas asomaba la cabeza como figura pública, pero las grandes obras —los viaductos, el riel junto al río— se levantaron en medio de la guerra que el cártel de Medellín tenía con el Estado, cuando las bombas sonaban aquí y en Bogotá, así que a los constructores se les ocurrió aprovechar la fe de los sicarios que le rezaban a la virgen en turno y en cada estación pusieron una virgen enorme mirando a la calle; la que hay en la estación Universidad es un fresco de Rafael Sáenz que se llama Virgen de la Asunción y que se parece, en el cielo, por lo difuso y la técnica de azules trémulos, a La Noche estrellada de Van Gogh; muy cerca del fresco hay un mural en baldosín con la cara del poeta antioqueño Porfirio Barba Jacob: ateo, mentiroso, alucinógeno, lascivo, lesivo, genial.
En el metro se llega a la estación Acevedo, donde hay conexión con el metrocable. Allí empieza la escalada por una de las montañas que rodean Medellín. Desde el aire se ven las casas de los barrios Santo Domingo Savio, el Popular, Manrique. Muchos techos han sido pintados con grafitis por los jóvenes que, a través de esos dibujos, cuentan la vida del barrio, las esperanzas, las calles tantas veces sin tregua. En la estación Santo Domingo Savio se puede hacer una parada para conocer el Parque Biblioteca España.
El recorrido por el cable —que de pronto abandona la ciudad y pasa por un bosque húmedo— continúa hasta el Parque Arví, en Santa Elena, zona rural de Medellín, donde cada año, en agosto, los silleteros, campesinos que llevan a sus espaldas enormes adornos florales, se preparan para la Feria de las Flores, la fiesta más importante de Medellín.
El ruido de la ciudad está muy lejos y fuera de la estación del cable —una cúpula de madera encerrada en una fachada de vidrio— hay un mercado campesino en el que se venden dulces tradicionales como bocadillos, mermeladas de frutos, artesanías, mochilas y almuerzos envueltos en hojas de bijao que preparan los campesinos temprano por la mañana. En Arví hay senderos ecológicos ancestrales por los que los arrieros pasaban con sus recuas de mulas y en los que se hacen paseos en bicicletas de montaña o caminatas extensas que pasan por riachuelos de aguas diáfanas o lagunas verdosas.
El Hotel y Parque Ecológico Piedras Blancas está en medio del bosque húmedo, y todas sus habitaciones tienen vista a la represa. No hay nada que recuerde que Medellín está a 45 minutos en coche o a media hora bajando en el cable. Es el lugar perfecto para tener una mañana de spa y comer lo que produce la tierra de la región: la mayoría de los alimentos del restaurante salen de las huertas del hotel.
En los alrededores de Medellín ha empezado un pequeño movimiento de campesinos o jóvenes que quieren regresar a lo que se ha llamado producción limpia: semillas, verduras, frutas sin insecticidas, sin abonos químicos. Santa Elena es un buen lugar para conocer la producción. Hay varias fincas en las que se pueden conocer las huertas, la siembra y comprar.
En la ciudad también existen lugares muy verdes para caminar y montar en bicicleta, son los siete cerros tutelares: Nutibara, un mirador que en diciembre sirve para ver los alumbrados tradicionales del río Medellín y que cuenta con una réplica exacta de los parques centrales de los pueblos antioqueños: la iglesia, la arquitectura colonial, los árboles dando sombra en la plazoleta; El Volador, donde los niños elevan cometas, los más arriesgados hacen downhill, y lugar de descubrimientos arqueológicos donde vivieron los indígenas del Valle de Aburrá; Pan de Azúcar, por donde pasaba un camino prehispánico, conexión de Medellín con el Parque Arví, El Salvador o El Picacho, en cuya cima hay un cristo blanco con los brazos abiertos en donde la vista del valle es inmejorable; La Asomadera, con más de 500 especies de árboles y avistamiento de aves; Santo Domingo, muy cerca de la Biblioteca España, con paseos urbanos por los barrios de la Comuna 1 y Las Tres Cruces, nombre que toma de las tres cruces que hay en la cima.
Se han hecho estudios académicos, censos y hasta novelas en las que se trata de explicar la relación de los paisas con la tierra y todos se aproximan a la misma idea: las montañas, la dificultad de llegar hasta un lugar donde no podía crecer una ciudad.
En el centro de Medellín las calles tienen nombres de ciudades o lugares en las que se libraron batallas importantes: Maracaibo, Junín, Ayacucho, Córdova, Girardot, Juanambú, Caracas, Sucre, Ricaurte, Caldas, Bolívar; de países latinoamericanos: Bolivia, Argentina, Perú, Venezuela, Ecuador, Colombia. Algunas de esas calles se han reventado con el tráfico, han perdido la historia que traían, se han llenado de comercio. Otras han sobrevivido.
En Maracaibo está el Parque del Periodista que en su centro tiene el busto del supuesto padre del periodismo colombiano: Manuel del Socorro Rodríguez, y al lado hay un monumento a las víctimas, la mayoría menores de edad, de una masacre cometida en un barrio de la ciudad por agentes de policía vestidos de civil.
El monumento es una esfera hueca y adentro hay dos niños, una bailarina y un pequeño que se va a montar en una bicicleta. Pero nadie lo ve, se pierde en medio de los muchachos que tocan guitarra, que hacen malabares, que pintan, que se sientan a ver pasar la tarde mientras la música suena en los bares, entre ellos el Guanábano, donde hay un Niño Jesús alumbrado con devoción aunque está decapitado y en lugar de cabeza tiene una guanábana. No hay un lugar más despierto, no hay otro en Medellín donde la vida no se interrumpa.
Maracaibo se ha convertido en una calle bohemia donde hay lugares en los que se puede bailar, leer o escuchar música como un religioso. Más arriba del Parque del Periodista está uno de los bares de salsa más importantes: El Eslabón Prendido, un bar desprolijo, de mesas irregulares, sillas mal repartidas y símbolos manidos del Caribe: las banderas de Cuba y Puerto Rico. Allí se reúne la tradición salsera de los barrios populares de Medellín, hombres con zapatillas de cuero y jeans ajustados hacen movimientos extravagantes, tengan o no tengan pareja, mientras suenan canciones de los Van Van de Cuba, de la Sonora Ponceña o de la Fania, aunque los martes la fiesta es más extrema porque los músicos salseros de la ciudad se reúnen para hacer un jam enorme en el que, además del virtuosismo, siempre están el sabor y el sudor.
Bajando por el Parque del Periodista está el bar La Boa que no es más que una habitación pequeña con más de 37 años de historia y donde caben seis mesas, cada una con tres sillas de cojín rojo, y la barra. De las paredes cuelgan cuadros con el rostro de Gardel —una figura repetida: el cantante tiene un busto en el barrio Manrique y en el aeropuerto hay un plazoleta con su nombre, puesto que fue aquí donde estalló el avión en que viajaba—, de Astor Piazzolla, de Julio Cortázar, pósters de bailarines, pinturas de artistas locales. Nunca deja de sonar tango en esta casa de tangueros “intelectuales” resignados por tiesura a las mesas y no a las baldosas.
Esos “intelectuales” tienen otro lugar, El Acontista, un restaurante-bar que en el segundo piso cuenta con una de las mejores librerías de la ciudad, donde los escritores locales se juntan. En el primer piso la decoración es dura: las paredes son de adoquines rústicos con un par de espejos colgados, con una batería en un rincón —todos los lunes un grupo de jazz de la ciudad se monta en la tarima a improvisar, la mayoría fusiona los ritmos de Nueva Orleans y Nueva York con ritmos tradicionales en Colombia como el porro, la cumbia y el pasillo—. De la cocina de El Acontista salen platos tradicionales colombianos, como ajiacos y frijoles, aunque la pizza es una buena elección.
Dicen que en Medellín inventaron un verbo: juniniar. En un pequeño folleto que se llama Rutas Secretas de Medellín citan al escritor paisa Juan Diego Mejía que escribió en su novela El dedo índice de Mao: “Recorrimos Junín y paso a paso dejamos atrás el olor de las empanadas de Versalles, las miradas entre coquetas y tristes de las cajeras del Ley, los moritos del Ástor, los libros de literatura de la Continental, el engreído edificio Coltejer”.
En la calle peatonal Junín se ve a los jubilados pasando el día, a oficinistas que almuerzan sentados en las bancas mientras malabaristas llegados desde Argentina, Uruguay o Bolivia se inventan cada vez una pirueta más arriesgada para recibir monedas. La calle tiene cuatro cuadras que empiezan en el Parque Simón Bolívar, donde está la Catedral Metropolitana hecha en ladrillo cocido. Aquí, el primer sábado de cada mes se hace el mercado de San Alejo, una feria de artesanías, y los tres primeros domingos de cada mes se presenta la Banda Sinfónica de la Universidad de Antioquia.
Al final de la calle Junín está la calle La Playa, que como referencia tiene, en la esquina, el Coltejer, uno de los edificios más altos de la ciudad que termina en una punta donde ondean las banderas de Antioquia y Colombia, imagen recurrente de Medellín. En el pasaje comparten clientes las panaderías y reposterías más tradicionales, Versalles y El Ástor.
La primera conserva un ambiente más pueblerino y bohemio. Es un salón largo con un segundo piso de proporciones similares donde se venden las empanadas argentinas más famosas de la ciudad. El Ástor sirve jugos tropicales y tiene una obsesión por el chocolate: trufas rellenas de aguardiente, mora, crema, almíbar, frutas.
El lugar goza de una sobriedad que no le roba la atención a los postres, entre los cuales, en la vitrina, se destacan unos en forma de animalitos que no son más que pastelitos recubiertos de una pasta de colores y que se venden rapidísimo. Las referencias a Argentina, al tango, son evidentes, y tienen su sello mayor en el Salón Málaga, en el centro, cerca de la estación del metro San Antonio, donde más que a comer se va a escuchar música: tangos, chacareras, una colección difícilmente comparable de música argentina.
Sólo en las noches de pocos clientes suenan algunas canciones del folclor colombiano. Allí hay paredes con muy pocos espacios blancos porque las fotografías de cantantes, guitarristas, bandoneonistas y tomas de la Medellín de los años cincuenta, lo ocupan todo.
Medellín, a excepción de las pocas casas que el barrio Prado concentra, no conserva mucho de su arquitectura tradicional; aunque el centro sigue guardando algunas joyas que con la “transformación” se restauraron. La Casa Barrientos —sobre la calle La Playa, muy cerca de la Avenida Oriental—, fue construida a finales del siglo XIX a orillas de un arroyo que ya no existe, tiene fachada de estilo francés, y aunque en 1983 quedó en el abandono fue hasta 2007, que tras su restauración, se convirtió en la Casa de la Lectura Infantil.
Está la Plaza de las Esculturas, donde hay 23 obras del escultor, pintor y dibujante Fernando Botero que se exhibieron en Nueva York, París, Madrid y terminaron aquí luego de una donación. Por entre ellas se mueven los vendedores ambulantes y por encima pasa el metro. Está muy cerca la estación Parque de Berrío, donde se encuentra la Iglesia de la Candelaria, la primera de la ciudad, erigida en 1649. En la zona están el Museo de Antioquia —construido en 1927 y destacado como uno de los más bellos de la arquitectura colombiana del siglo XX— y la iglesia de La Veracruz, declarada patrimonio cultural de la nación, construida a finales del siglo XVII y cuyas campanas, se dice, fueron fundidas para hacer un cañón en la época de la Independencia.
Parece que los tiempos en los que la noche de Medellín era intocable y un manto peligroso cubría sus calles, se han olvidado. En Provenza, un barrio del lujoso sector de El Poblado, en el sur de Medellín, hay evidencias. En la calle hay restaurantes que están bajo el mando de jóvenes chefs y propietarios que, cuando terminaban los años noventa, se fueron a estudiar a Europa y a Estados Unidos, porque Medellín era invivible, trabajaron en sitios con tres estrellas Michelin, y regresaron. Como Colombia no tiene una gastronomía fuerte, como la peruana, fusionaron lo aprendido con los vegetales y las frutas del trópico.
En la vía Provenza está Ocio, restaurante de la cocinera Laura Londoño, que estudió en el Instituto Paul Bocusse en Lyon, y trabajó en restaurantes de cocina tradicional francesa, italiana, algunos exclusivísimos de sólo 25 cubiertos con un menú de degustación que cambiaba todos los días. Todo eso está en Ocio, con su diseño ecléctico y rústico —como la comida.
Los platos recomendados son el pescado del día, sobre un maíz cocinado al estilo ceviche con ají dulce, cebolla roja y un puré de plátano maduro y panela; o el asado de tira con una cocción de doce horas al horno en caramelo de ají y limón. Laura forma parte de un grupo de chefs locales que se reúne cada mes para compartir proveedores, semillas, salsas, recetas. Entre esos cocineros está Salomón Borenstein, dueño de Osea, restaurante que está en el Parque de El Poblado.
Salomón, hijo de padres colombianos pero nacido en Estados Unidos, volvió a Medellín y quiso tener un restaurante de prácticas nuevas: carnes de animales que no hayan sufrido al morir, verduras orgánicas compradas directamente a los productores. Tiene sólo seis mesas, y el sitio es de un minimalismo absoluto: sólo hay un espejo colgado y, al fondo, la cocina.
En el mismo Provenza está Verdeo. Junto a un parque infantil se ve su pared, con el dibujo de un gran conejo al estilo manga, un elefante rosado que parece un Ganesha moderno y un tigre de ojos tristes. El restaurante es vegetariano, idea de la cocinera Amalia Villegas, que quería “una propuesta saludable”, por lo que no hay gaseosas ni popotes, ni se sirve carne, ni se endulza con azúcar sino con panela orgánica; todas las preparaciones vienen de productos completamente orgánicos. En otros de sus muros hay dibujos infantiles, muñequitos de infancias remotas con alusiones muy new age. Un recomendado: lasaña verdeo que es una mezcla de champiñones, espinacas, zucchini, calabacín, salsa de tomate y queso.
En vía Primavera, cerca al Parque Lleras, están algunas tiendas de diseño que guardan la tradición de alta calidad de la confección y la manufactura que hizo famosa a Medellín en los años setenta y que se ha recuperado con eventos como Colombiamoda. En la zona, rodeada por bares y restaurantes, hay locales como Mon & Velarde, de ropa y accesorios masculinos de elegancia retro; Galería Diseño, donde se puede conseguir el trabajo de varios diseñadores jóvenes de Medellín; Wanitta, que se especializa en prendas para mujer.
Un poco más retirada está Makeno, una lujosa tienda en la que se puede encontrar un poco de todo lo que hacen los artistas de la ciudad: pintura, literatura, música, joyas, decoración, ropa. Cerca del Parque del Poblado está Astorga 843, otra tienda de diseño para mujeres. Pero en realidad, en los últimos años Medellín se ha destacado por sus diseñadores de trajes de baño. En el rubro, las marcas más importantes son Maaji, Agua Bendita, Touché, Paradizia, Milonga, Malai, Almamia.
La noche se vive con más intensidad en el Parque Lleras, con discotecas como Carito, donde se toca vallenato en vivo; Bendito Seas, la caricatura de una casona tradicional antioqueña y su música de fiesta; La ruana de Juana, muy kitsch y tropical; restaurantes como Fuego Cubano, para comer una buena carne y escuchar toda la noche música caribeña; el bar Porto, un lugar tranquilo, de tragos y buena música, donde se inventaron una “cerveza envenenada” y donde son famosos los shots.
En Barrio Colombia está Trilogía Bar, con música en vivo, y el bar 3 Cordilleras con la mejor cerveza artesanal. En Río Sur, en el exclusivo sector de la Milla de Oro —centro financiero y comercial, con lujosos hoteles como San Fernando Plaza o el Estelar— hay bares sofisticados: Attic Bar Loft, un lugar de música electrónica de tendencia sobria; Bangkok, donde hay dos momentos cada noche: el primero, una comida de pequeños platos thai para compartir, el segundo de rumba, música, cocteles (se recomienda la sangría); Kukaramákara, con una de las mejores y más versátiles bandas de la ciudad; y Sinko Bar.
La noche, que antes terminaba a las diez porque siempre estaba la incertidumbre de la guerra —primero de Escobar, después de las milicias y los grupos paramilitares—, ahora se extiende hasta la madrugada más luminosa. En el Lleras la mayoría persigue fiestas interminables; en el Parque de El Poblado los jóvenes se sientan a tomar cerveza en cualquier esquina, a ver el malabar en turno, a escuchar al músico callejero más versátil. Lo que empezó con voluntad política en 2004, con una inyección de dinero en cultura y educación, termina aquí, en las noches que se parecen a la tranquilidad —aunque no hay ciudad perfecta, santa— de encontrar sin miedos, por lo menos, el placer, la distracción.
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