Roja y verde, la tierra sin mal
En la provincia argentina de Misiones, la Ruta de la Selva vuelve a su paraíso terrenal al contactarse con comunidades originarias.
POR: Redacción Travesías
En los ojos del habitante de la provincia argentina de Misiones está la selva. Es su paisaje, su identidad, su tesoro. La aman los criollos de piel curtida ataviados con facón, y los colonos de ojos claros descendientes de europeos.
Todos aquí reconocen que es un ambiente único, frágil e irrecuperable, y la conciencia ecológica está presente en las conversaciones con cada lugareño. La Ruta de la Selva se propuso enlazar esos pueblitos de exuberancia única, y acabar con la idea de que las Cataratas del Iguazú son el único destino posible en esta parte del país. Y lo hizo uniendo áreas protegidas, parques nacionales y provinciales que suman más de un millón de hectáreas, donde hay lodges y emprendimientos turísticos de altísima categoría, pero en medio de la jungla.
Así la ruta se establece como la puerta de entrada a los sonidos urgentes de la selva, a sus ríos caudalosos y cortinados de palo rosa, al mundo de los cosecheros de yerba mate, los animales salvajes y las comunidades nativas. Un viaje entre el lujo y el misterio, que puede abordarse desde las rutas nacionales 12 y 14, por cualquiera de sus ocho portales. Comandante Andresito, en el noreste de la provincia y a 80 kilómetros de Puerto Iguazú, es uno de ellos, y el primer peldaño donde la aventura, la cultura mestiza y la conciencia conservacionista se pintan de rojo y verde.
Andresito, el último en llegar
Enceguece el reflejo del sol en el machete del labrador. Ese sable enorme y curvo es el símbolo del habitante de estas tierras, con el que se abre paso a través de la selva y con el que ahora indica nuestro destino. Él, como tantos otros baqueanos aquí, son la referencia y un auxilio permanente ante las desventuras de senderos poco transitados. Agradecemos las coordenadas, y lo vemos desaparecer en la espesura de la yerba mate mientras nuestra 4×4 avanza.
Andresito es un pueblo joven y de alguna manera aún en formación. Llegó a la vida en los años 70, ante la necesidad de un paraje de frontera que dividiera la selva entre Argentina y Brasil. Entonces era puro monte, pero retrocedió gracias a la destreza y el coraje de los colonos, permitiendo la entrada de la mandioca, el maíz, los porotos (frijoles, en otros rincones del continente) y los cítricos. La yerba mate le dio el gran impulso, y tras 40 años el pueblo presume ya de sus 14 mil habitantes.
Aunque la historia cambió de veras en el año 2000 con la creación del Corredor Verde, la franja que al norte integran los Parques Provinciales Yacuí, Urugua-í, y el pn Iguazú (lindero de Andresito); al este la Reserva de Biósfera Yabotí y los Parques Esmeralda y Moconá; y al sur las áreas de Salto Encantado y Valle del Cuña Pirú. Esa decisión provincial inició una nueva etapa a la que se sumaron varios emprendimientos como el de los lodges, que brindan una experiencia ecoturística en plena selva y a la vez concientizan a los visitantes sobre la importancia de su cuidado.
A poco de andar sobre colinas onduladas, cada vez más verdes y más densas, la selva nos devora. En segundos la temperatura baja cuatro o cinco grados. La tierra roja cobra más protagonismo, y las luces del otoño apenas traspasan las hileras de árboles sobre lo que pareciera la entrada cavernosa a la selva.
Llego a Yacutinga Lodge, que de caverna no tiene nada: el lobby es tan colosal como la sala de baile del Titanic, y sus paredes de barro se elevan tres pisos hasta un mandala de botellas coloridas. Dos árboles atraviesan la sala por dentro y en uno de ellos hay un tucán. Una escalera de caracol asciende hasta el restaurante, y en el otro extremo del recinto los leños encendidos dan la calidez hogareña que uno necesita tras un largo viaje.
Me registro, y regreso a mi habitación, atento a los sacudones de las ramas altas de los árboles, que indican compañía. “Mejor un mono que una víbora”, pienso y sigo. Mi cuarto es de barro trabajado con cemento y figuras en vidrio, y está inserto en la naturaleza. Al hall de entrada lo cubre un amplio mosquitero, que forma un mirador de 180 grados para disfrutar la selva.
La puerta siguiente da paso a la habitación, iluminada por los rayos que traspasan las botellas y suben por el piso rústico hasta los muebles de madera. Tras un anaquel con libros, en la tercera sala, hay un amplio espejo, a cuyos costados se ubican la ducha y un toilette. Sobre la cama, cubierta con mantas hechas al telar, descansa una tarjeta: “Bienvenido a Andresito, bienvenido a la selva”. Tocan. Es Cielo, guardaparque y guía nacional, encargada de los senderos agrestes y las navegaciones sobre el río Iguazú con los visitantes. Pero no está sola. Berá (“el que brilla”, en guaraní), la acompaña. Nativo de la comunidad indígena vecina, él es uno de los “guías auxiliares” de Yacutinga.
—Cuando pensamos el primer lodge de selva, que ni las Cataratas del Iguazú poseían, nos imaginamos un lugar placentero, interesante, pero respetuoso y protector del medio ambiente, cuenta Charly Sandoval, su creador. Había que administrar uno de los últimos rincones vírgenes en manos privadas, y queríamos que fuera lo máximo, pero ceñido al concepto de sustentabilidad.
Si bien el lugar tiene servicios de un gran hotel, el proyecto de Sandoval va mucho más allá del disfrute de una habitación confortable, una gran piscina y la excelente gastronomía regional, por eso sólo cuatro hectáreas de las 570 que componen la propiedad han sido utilizadas para construir las edificaciones. Además, Sandoval declaró a Yacutinga como “área de conservación” ante las autoridades provinciales y nacionales, bajo asesoramiento de la Fundación Vida Silvestre.
—Empezamos de cero. Durante los primeros años ni había energía eléctrica: todo era velas, fogones y el murmullo de la selva. La demanda internacional nos hizo aprender mucho, y mejoramos servicios y paseos, logrando un estado ambiental ideal: plantamos 30 mil árboles nativos, encontramos una subespecie nueva de mariposa para el mundo e integramos a nuestros vecinos guaraníes como guías.
Porque hay muchas maneras de hacer un gran hotel, pero si querés hacer conservación de verdad, hay sólo dos: siendo millonario, o siendo autosustentable. Nosotros elegimos la segunda, dice sonriendo, lo que nos permite además pensar a largo plazo, y no quedar atrapado en las donaciones o los humores políticos, como ocurre con muchas ONG’s.
Cae la tarde, y es buena hora para iniciar el paseo. Más tímido que distante, Berá espera junto a la piscina, a centímetros de una iguana inmensa de franjas negras y blancas. La mira intrigado, y dice: “Hembra”. Nada más. Al rato llegan Peter y Helen, dos canadienses deslumbrados con la selva y horrorizados con los mosquitos. Serán nuestros compañeros en el sendero Chico Mendes, que en minutos nos sumerge en un microclima donde abundan sonidos de monos, aves y algún mamífero como el tapir, al que sin embargo nunca veremos. Intentamos en vano poner ojos de explorador, presagiando algún avistaje o sonido extraño.
Andamos un buen rato más, pero no hay caso, hoy no veremos ningún felino de importancia. Así es la selva, dicen: a veces entrega mucho, y otras se lo guarda. En eso, pisamos una hilera de hormiguitas indefensas. Bueno, parecen indefensas, pero son bien bravas. Aquí les llaman correctoras, y tienen un sistema de comunicación implacable: cuando la líder da la orden, todas atacan al insecto o pequeño roedor, ya que son carnívoras, y se lo comen en minutos.
—En algunos pueblos las dejan entrar a las casas porque pasan limpiando todos los rincones de insectos. Luego se cierra la puerta y listo, nos cuenta Cielo.
Camino a Bemberg
Hay en toda la Ruta de la Selva un ribete estético, tal vez involuntario, pero imposible de ignorar: los arbustos despeinados de los yerbatales contrastan con las disciplinadas matas de té, podadas al ras como en el jardín de un palacio chino. Las hondonadas a la par de los caminos se suceden como alfombras sobre el rojo, y alternan cada tanto franjas de monte salvaje, bosques de pino y largos eucaliptos.
Las aguas, siempre presentes, recorren antojadizas las chacras y parques, dibujando saltos, arroyos y lagunas. Y los pueblitos pequeños, repletos de flores, parecen arreglados como si esperaran visitas. Desde Iguazú, camino a Puerto Libertad, hay carteles anunciando la presencia de animales sueltos, con un pedido expreso de bajar la velocidad.
La invasión que significan las carreteras para el ecosistema selvático provoca cientos de muertes de coatíes, ciervos y tapires, y decesos aún más significativos como el del felino yaguareté, en franco peligro de desaparición. Este animal fue declarado Monumento Natural, apenas una de las formas de resguardo posible, junto al sistema de Áreas Protegidas (nacionales, provinciales, municipales, privadas y dependientes de ONG’s) y la figura de Reserva Natural Cultural, aplicada a zonas habitadas por guaraníes. Así la provincia se enorgullece por tener a salvo el 37 por ciento de su superficie, según un relevo de su Ministerio de Ecología en 2013.
En esta línea, el estado misionero ha impulsado recientemente, junto a prestadores turísticos, la certificación de Rainforest Alliance, buscando elevar los estándares de calidad no sólo ecológica sino administrativa y social. Yacutinga ya certificó, al igual que la Posada Puerto Bemberg, a donde llegamos. Respetando su antigua arquitectura colonial, la posada cuenta con 12 habitaciones, todas amplias, y decoradas con tonos de la tierra. Lo primero que llama la atención son los respaldos de madera detrás de las camas, obra de artistas locales y mixtura de un estilo regional con el de los clásicos murales del barrio porteño de La Boca.
Hay mantas de llama, sábanas de algodón egipcio y cestería guaraní. En un rincón, junto a los ventanales, un sofá de estilo inglés con apoyapiernas invita a la lectura de alguno de los 2 500 ejemplares de la biblioteca mayor, ubicada tras el restaurante. Esta edificación atesora una historia de enredos políticos, típicos de las familias de alcurnia y una suerte de resumen del siglo XX en la Argentina.
Los Bemberg (creadores de la cervecería Quilmes, entre otras cosas) mandaron a un ingeniero a plantar yerba mate aquí en 1925, buscando dinamizar una industria incipiente. En apenas veinte años, se puso en pie una de las urbanizaciones más avanzadas del norte argentino, con hospital, estafeta postal, luz eléctrica, agua potable, iglesia y la versión anterior del hotel donde nos hospedamos.
En 1952 sobrevino una expropiación ordenada por el presidente Juan Domingo Perón, que le cambió el nombre al pueblo por el de 17 de Octubre, y luego por Puerto Evita. Pero con el derrocamiento del peronismo a manos de la autoproclamada Revolución Libertadora, pasó a llamarse Puerto Libertad, nombre que aún conserva.
En 2007 parte de la familia recuperó la casa actual con la idea de ofrecer un servicio de altísima calidad, afianzados en la belleza del hotel, su parque y piscina, y su delicada gastronomía, que cuenta con carta gourmet y una huerta ecológica propia. A ello se suman pequeños detalles como los jabones orgánicos de producción propia que perfuman las habitaciones con las plantas del lugar. Pero su gerente, Juan Manuel Zorraquín, cree que lo central es la “experiencia de selva”.
—Si hay visitas por un día, las agencias no envían turistas aquí sino al Sheraton. La posada implica conectarse con esta naturaleza, hacer una experiencia de selva.
A esa “experiencia de selva” me convoca Juan Klavins, guía especialista en aves. Apenas nos conocemos me plantea un desafío: ir tras el canto del bailarín azul.
Se trata de una de las más destacadas especies de la región, cuya hembra selecciona entre varios machos uno con quien tenga la mejor sincronización para el baile. Así Juan elige un sendero boscoso abierto tras la posada, y en el que caminamos largo rato sin ver siquiera hormigas, hasta que un silbo profundo hace vibrar el enramado.
Nos detenemos, avanzamos lento, y volvemos a detenernos sin saber qué hacer. El guía indica un atajo y señala un árbol: ahí está él, exultante, frente a frente con su chica, exponiendo un baile en el aire. Ella lo sigue cautivada, y el cuerpo azul del macho se sacude. Sólo el penacho rojo permite distinguirlo de la hembra. Quedamos tan impávidos que ni atino a fotografiarlos. Hacen un movimiento más, y desaparecen entre las ramas, aparentemente enamorados. “Éste sí es un gran éxito”, dice Juan, ya que no es fácil verlos, sobre todo al ocaso, cuando las últimas luces van desapareciendo sobre la barranca que da al río Paraná.
Volvemos alumbrados por las luciérnagas, apenas antes de la hora de la cena. “Inspiración internacional e imaginario autóctono”: con ese título el chef nos presenta su Antipasto Misionero (una entrada con diversas cocciones de chipá y mbeyú), las piezas de yacaré (carne de yacaré), el surubí al vacío (pescado al vacío con verduras) y el dúo de río (dorado y pacú). La noche concluye en el living, saboreando una de las 1 600 etiquetas de su cava, donde suele haber conciertos de música guaraní como parte de un programa estable de la posada.
Alejada unos 200 metros de la casona y hacia el río, está la capilla familiar. Construida en 1930 a manos del arquitecto Alejandro Bustillo; sus vitrales franceses en blanco y negro son una joya invalorable, y un detalle propio de los santuarios familiares de aquellos años. Llegamos allí al día siguiente porque detrás de la capilla se inicia la navegación al salto Yasý, una pequeña muestra de las Cataratas del Iguazú, sólo para los visitantes de Bemberg. Temprano embarcamos en una lancha crucero que nos espera sobre el Paraná.
Nos ponemos los chalecos salvavidas, preparamos el mate amargo, y la nave acelera por la costa argentino-paraguaya. Esos márgenes acunan botecitos de lugareños, y la selva, siempre omnipresente, se alza en amplias galerías. No hay nadie en la entrada al río Yasý, salvo una colonia de vencejos de cascada, los curiosos pájaros que viven tras los incesantes saltos de agua.
Nos acercamos para verlos, hasta sentir el baño tibio de la bruma. Los vencejos son muy buscados por los amantes de las aves porque sólo habitan esta selva, dice Juan. Sus patitas cortas les permiten agarrarse y armar nidos tras las cascadas, incluso en la Garganta del Diablo en Iguazú. Son muy interesantes porque pasan el 99% de su vida en el aire, alimentándose mientras vuelan e inclusive durante el apareamiento.
Flores y chamamé
La ruta sigue al sureste, hacia los Saltos del Moconá, una cadena de cascadas increíbles que se extiende por tres kilómetros de forma longitudinal al río. Hasta allí vamos con los responsables del Refugio Moconá, donde nos hospedaremos, atravesando varios pueblos.
El primero es San Ignacio, uno de los 30 fundados en la región en el siglo XVII, y cuyas ruinas evocan el paso de los jesuitas por estas latitudes. El predio tiene un centro de interpretación en cuatro idiomas, y cada noche brinda un espectáculo de sonido e imagen proyectado sobre la bruma. Pero las ruinas no lo son todo: a pocas cuadras está la casa del escritor uruguayo Horacio Quiroga, que pasó aquí los años más prolíficos de su vida.
Dentro de la casa, un pequeño museo expone sus fotos, herramientas, una bicicleta a motor y otras pertenencias del autor de Cuentos de la Selva. Seguimos camino por Santo Pipó, un enclave yerbatero. Allí compramos una buena ración a María, casera de los campos aledaños. “Mire, señorcito, son dos o tres las cosechas anuales, y lo hacemos a mano hasta llenar las bolsas que van al horno de secado. Por suerte pagan bastante bien”, dice.
Enfrente hay otro campo repleto de té. A diferencia de la yerba, el té se recorta cada 15 días con una máquina que rebana las hojas tiernas desde arriba, dando a las parcelas una perfección que apreciamos desde las carreteras ondulantes, saboreando ya el mate nuevo. Media hora después, la ruta 12 nos convoca a una fiesta. En Jardín América se celebra el Festival del Turista, y toda la gente está en las calles.
Gauchos entrelazan a sus damas con el sonido del acordeón chamamecero, y los niños, como en un juego, los imitan. Hay una parejita que parece estar arreglada. Los padres de ambos los ven coquetear mientras toman tereré, otra versión del mate, y no aguantan la risa: el muchachito, de unos cuatro años, se acerca con calma a la pequeña, la toma de la mano y se la lleva. En medio del baile se hace el distraído, saca una flor machucada y le da un beso en la mejilla. Los padres se tapan la cara, más avergonzados que los pequeños.
El tramo final de nuestra ruta va dejando atrás ese campo fértil para internarse en un espacio más húmedo y lluvioso. Un signo claro del cambio, y de la penetración en ese otro ambiente, son las comunidades guaraníes Yeyi y Pindó Poty, que exponen su arte en madera, cestería y algunas plantas nativas sobre la calzada.
Es un ejemplo de la adaptación al turismo que irrumpe y a la vez beneficia la existencia de algunas de las 150 comunidades del grupo étnico que se distribuye en las riberas de los ríos cercanos. Algunas están más desarrolladas, otras son caseríos donde la vida parece transcurrir en un tiempo perdido. No hay taparrabos ni tonterías semejantes. Casi todos andan con jeans o bermudas, con camiseta y gorra, pero sus comidas, sus canciones, sus bordados, sus lenguas internas, su ambiente, no están escindidos de la naturaleza: ellos son la selva misma.
Soberbio paisaje
El Soberbio es la última gran posta antes de Moconá y un buen ejemplo de lo arbitrario de los límites políticos. Pueblo de frontera en toda su expresión, el mestizaje entre éste y Porto Soberbo, al otro lado del río Uruguay, es sorprendente.
Aquí los vecinos brasileños toman a diario una balsa con el fin de hacer compras en el supermercado Ceferino, “el campeón de los precios bajos”, y cargar combustible más barato. De tanto ir y venir, los usos culturales y el idioma mixto se han hecho carne en uno y otro lado. Así por ejemplo, los ritmos gaúchos se alternan con el chamamé en los comercios argentinos, y los niños hablan el portugués tan bien como el español.
Este poblado base queda a 70 kilómetros del “Gran tragadero”, como bautizaron los guaraníes a los saltos del Moconá, insertos en las 254 mil hectáreas de la Reserva de Biósfera Yabotí. Allí, también, está el Refugio Moconá, un rincón en el que se respira la aventura. En sus cuartos entablonados uno siente latir la selva.
—Queremos alcanzar un desarrollo armónico entre el hombre y la naturaleza, y el turismo es un vehículo para lograrlo. Estamos certificando para ser un lodge, e instalarnos como una propuesta alternativa y a la vez complementaria de los saltos, asegura Fernando Gutiérrez, su administrador.
Han sumado en corto tiempo actividades para conocer la selva con mucha adrenalina. Tubbing, kayak, rappel y una tirolesa de 250 metros por encima de una cascada, son algunas de sus propuestas. Enrique, flacucho y de sonrisa contagiosa, es el encargado de llevar a los visitantes a divertirse.
Tanto a él como a Casco, un pelirrojo de cabeza considerable (lo cual explica su apodo), les gustan más estos paisajes solitarios que los de Iguazú, por eso están aquí. Además, la onda familiar y un tanto bohemia de aquí, les sienta mejor. El refugio está provisto de un enorme salón abierto a los costados, con techos altos de paja y palmeras repletas de pájaros boyeros renegridos, que cada mañana dan su show de canto.
Una amplia mesa de recepción atraviesa todo el restaurante y deja ver la cocina. En un rincón, se anota cada salida, la hora, los participantes y el guía que conducirá la excursión, como las que haremos en breve. Para la primera caminamos 500 metros hasta el arroyo Pepirí Miní, subsidiario del Uruguay. Allí vamos a empaparnos con Enrique y Casco, trepados en las cubiertas de tubbing, ideales para flotar sobre la corriente (una especie de llantas inflables).
Por suerte el agua está tibia y el lomo marrón del río, caudaloso y con más de 300 metros de ancho, nos conduce placenteramente al otro muelle, a unos 15 minutos. En esa flotada sobreviene un silencio profundo, y otra vez, sentimos cómo la selva nos abraza y, de alguna manera, nos cuenta sus secretos. Llegamos al muelle y regresamos un tanto exhaustos por el largo día. Jairo lo sabe, y por eso nos espera en el restaurante un infaltable feijao con arroz, porotos, huevo, reviro (similar a la miga de pan) y ticueí (carne frita), un plato tan nutritivo como delicioso, aclara. Es otro signo de la mezcla cultural llevada a lo gastronómico, que por cierto, es exquisita. Así la noche se torna contemplativa, ideal para la charla junto al fogón, disfrutando nuestras últimas horas en la selva.
Los calores aquí llegan a partir del medio día, cuando entra la luz de forma vertical, por eso la excursión final se inicia al amanecer del día siguiente. A las siete caminamos ya hacia el Salto Horacio, un trekking de 20 minutos hasta la base de la cascada. La huella es fina y en desnivel, y está llena de palmitos, anchicos y ficus de los que cuelgan lianas verdes y mojadas. Es la entrada en calor antes de colocarnos los arneses y sogas, e iniciar la colosal tirolesa que cruza la jungla.
Algunas mariposas revolotean mientras chequeamos los equipos y un guía se hace señas con el otro, ubicado para recibirnos al otro lado de la jungla. Un tanto temerosos, nos paramos al borde, respiramos hondo y nos soltamos.
El recorrido en la cinta de metal nos lleva sobre los árboles, y vemos un horizonte verde e infinito durante minutos, que se traducirán como horas en el recuerdo. Sólo nos quedaría llegar a Moconá, pero esta vez no será posible. Súbitamente, la subida del río ha tapado las cataratas. Su gran cañadón, de 170 metros de profundidad, tiene estas cosas. Si el caudal es muy bajo, el agua no llega a subir y sólo se aprecian las rocas; si en cambio el río está alto, como hoy, todo queda inundado. Me quejo un rato, pero la selva sabia y poderosa, me da rápido un reemplazo: en lo alto un pájaro azul con copete rojo se está alistando para su baile.
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