La guía gastronómica para el Valle de Guadalupe y Ensenada
Los festines debajo de los árboles, las interminables copas de vino y la cocina donde brilla el producto local nos invitan a volver una y otra vez a Baja.
POR: Mary Gaby Hubard
Hay grandes ciudades, como Los Ángeles o Nueva York, cuyo flujo constante de novedades –en el tema de aperturas gastronómicas, muestras de arte, cultura, entretenimiento y propuestas arquitectónicas– promete recibir a los visitantes como un destino distinto y novedoso cada vez que las visitan. Volver a estas urbes implica un nuevo viaje, completamente distinto del anterior, porque dan la impresión de tener opciones de ocio infinitas e inexploradas.
Hace menos de 10 años, Valle de Guadalupe y Ensenada no eran uno de estos destinos. Estaban las grandes vinícolas, un par de locos que pretendían hacer vinos de baja intervención y, a lo mucho, una triada de cocineros que se entregaban al concepto de farm to table. Pero la quietud de este paraíso no se mantuvo así por mucho tiempo. El turismo explotó con la consolidación de la Ruta del Vino y, más pronto que tarde, todos se dieron cuenta de que ahí había una (o varias) oportunidades.
En la actualidad es difícil elegir entre la abundancia de propuestas. Pero, como en todo, la cantidad no siempre implica calidad y quien es un visitante asiduo estará de acuerdo conmigo en que hay un par de lugares que es mejor pasar de largo (y sí, hablo de las terrazas con música extrafuerte donde preparan piñas coladas y margaritas). Sin embargo, hay otros sitios donde reina la autenticidad, las ganas de mostrar al mundo la cocina y los ingredientes de Baja. Sitios donde se percibe la capacidad de la mano mexicana para hacer un buen vino u ofrecer una propuesta de hospedaje memorable. Ésos son los que hay que visitar.
Esta región se ha convertido en uno de los destinos gastronómicos más relevantes de México. Ahora, tanto Valle de Guadalupe como Ensenada encabezan la bucket list de cualquier viajero que tome en serio la buena mesa. Y, ¿cómo no?, si hasta aquí ha migrado un puñado de jóvenes talentos que forman parte de la nueva historia culinaria de México. Por su parte, aquellos que estaban desde un principio en la región son una muestra perfecta de resiliencia y evolución.
Los recién llegados prometen novedad, mientras que los veteranos mantienen su esencia, pero continúan sorprendiendo a los comensales con nuevos proyectos. Tenemos a Javier Plasencia, que cruzó la zona de confort de Finca Altozano para montar un espectáculo visual debajo de un encino y servir un menú cuidadosamente seleccionado en Animalón. Esos locos, que pretendían hacer vinos de baja intervención, como Phil y Eileen Gregory de Vena Cava, tuvieron tanto éxito que superaron las expectativas. Ahora sus etiquetas forman parte de las cartas de vinos de los mejores restaurantes de México y Norteamérica, y se pueden probar por copeo en su vinícola. Y a esa oferta de vinos de baja intervención se han sumado personajes interesantes, como Duoma, Pijoan, Aborigen y Vinisterra. También están David Castro y Maribel Aldaco, una pareja de chefs que, a pesar de ser jóvenes, han ganado admiración y respeto dentro y fuera del valle porque construyeron una propuesta culinaria impecable, enfocada en el respeto al producto, que además no paró en su restaurante Fauna, sino que ahora trasciende en forma de un lugar ideal para el brunch dentro de la misma propiedad de Bruma: Wine Garden.
Tampoco faltan esos clásicos a los que uno siempre vuelve, como la cocina de Doña Estela, donde sirven los desayunos más populares (y deliciosos) del valle: borrego tatemado, machaca con tortillas de harina XXL y pancakes de elote. O los quesos y helados de Ramonetti, el paraíso de cocina ahumada del Deckman ’s en el Mogor y el memorable restaurante Laja, de Jair Téllez.
En fin, es difícil cansarse del valle. Andrés Blanco, que trabajó durante años con Jair Téllez en Laja y ahora está al frente de Cuatro Cuatros, me decía que ese lugar era de los soñadores, de los que llegaban ahí y se quedaban porque se enamoraban del sitio. Y estoy de acuerdo con él. Es difícil viajar a este destino y no fantasear con la idea de huir para allá. Como lo hizo el chef Alfredo Villanueva, que hace ocho o 10 años, mientras vivía en Monterrey, visitó este destino y se enamoró de él. Hace un par de años volvió para montar su restaurante Villa Torél, en las bodegas de Santo Tomás. Ahora sirve delicias con un toque mediterráneo y un paisaje envidiable.
Parece que en esta región no abunda solamente la uva, sino también la creatividad. El chef Diego Hernández Baquedano, por ejemplo, es la mente detrás de un nuevo hot spot en Ensenada: La Bête Noire. Aquí, la comida corre a cargo de Diego, la coctelería la diseñó Alexandra Pucarú y la propuesta musical es una selección de Dr. González. Y en estos lares ensenadenses también está una barra y tienda de vinos llamada Escala, donde venden etiquetas diversas y muy interesantes. O Célida Café, la novedad consentida de los locales para el desayuno, donde las recetas son creación del chef Omar Valenzuela. Para las opciones clásicas y más callejeras de Ensenada siempre hay que volver a la carreta de mariscos de El Gordito, por una (o dos o tres) tostada de ceviche de pescado y un coctel de camarón. Y los fish tacos tampoco pueden faltar. ¿Los favoritos?, los de Fénix en la calle Espinoza 451.
Y sí, podríamos decir que de cierta forma Valle de Guadalupe y Ensenada ofrecen una nueva visita en cada vuelta. Pero, aun así, prefiero volver aquí que a las grandes ciudades porque, a pesar de las novedades, el tiempo transcurre de manera distinta en Baja. Tal vez se deba a que sus habitantes parecen vivir una eterna vacación, y esa sensación es contagiosa. O quizá porque los trayectos no están flanqueados por semáforos y rascacielos, sino por enormes montañas y cielos azules y rosas. No importa el motivo, creo que ya me dieron ganas de volver.
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