Turks & Caicos: a todo lujo

La Isla de Providenciales, la más turística de este archipiélago, es uno de los destinos más exclusivos del mundo.

01 Nov 2017
Turks & Caicos: a todo lujo

A unos minutos del aterrizaje, mis pensamientos se desvanecieron en el inmenso embrujo color turquesa del mar, en la increíble transparencia que mostraba la barrera coralina, en el contraste impresionante con el azul profundo del océano.

Desde mi ventanilla se veía una isla llana y yerma, con su perfil cándido, dibujado por las infinitas playas, al parecer vacías, y con sus grandes lagunas del mismo color del cielo. Aterrizamos en el pequeño aeropuerto y ya nos está esperando una camioneta para llevarnos a uno de los resorts más exclusivos de la isla.

Lujo y privacidad en la costa oeste

Durante los 25 minutos del trayecto, subimos, por decirlo así, a las Blue Hills, las alturas de Providenciales, a 50 metros sobre el nivel del mar. Por aquí se encuentra uno de los tres asentamientos de la isla donde viven los locales, lejos de la zona turística, con sus casas de madera, algunos restaurantes y bares a lo largo de la playa, y un impresionante numero de iglesias cristianas, una por cada confesión: metodista, pentecostal, anglicana, católica, bautista, testigos de Jehová. Por eso es muy común escuchar a los predicadores en sus fervientes homilías al paso por los caminos de la isla.

Más allá, la camioneta se adentró en un largo camino de terracería cubierto por una vegetación baja pero abundante, entre tamarindos y lignum vitae, alcaparra de Jamaica y orquídeas salvajes.

Por fin llegamos, y nos recibe la arquitectura de Amanyara, obra de Jean Michel Gathy: altos pabellones de madera, concreto y piedra, abiertos al aire tibio, al viento ligero y al encanto del paisaje, del que me había enamorado cuando en el sofá de mi casa hojeé el brochure del hotel.

Llegamos a media tarde y el sol se reflejaba en la alberca de piedra volcánica y en el estanque artificial, espejos perfectamente ubicados para multiplicar las magníficas geometrías que los rodean: la entrada, la acogedora recepción, los íntimos lounges, el bar circular con su impresionante techo cónico y el elegante restaurante.

Cada puerta, cada pared abierta, enmarcaba con perspectivas impecables las transparencias irreales del mar, la larga playa de finísima arena blanca y los acantilados que dibujan el perfil de este sugestivo cabo, en la solitaria costa oeste de la isla, frente a la barrera coralina del Northwest Point Marine National Park, considerado uno de los mejores sitios del archipiélago para bucear y hacer snorkeling.

Nos acompañaron con un carrito de golf a nuestra habitación rodeada por la vegetación autóctona, fabricada con bambú, madera y piedra y decorada en un elegante e impecable estilo minimalista que ayuda a crear un espacio que mezcla el interior con el exterior.

Las paredes y las puertas ofrecen una hermosa vista hacia el mar color turquesa. Saliendo a la terraza que rodea el pabellón hay sofás, camas de día y un pequeño camino entre los arbustos.

En unos pasos llegué a un acantilado de rocas, esculpidas por el mar y el viento que forman pequeñas cuevas, terrazas irregulares suspendidas y sugestivos arcos naturales abiertos a minúsculas playitas de ensueño. No fue fácil resistirnos a la tentación de quedarnos todo el tiempo en este pequeño, privado y, por supuesto, súper exclusivo paraíso.

Sin embargo, valió la pena salir de nuestro pabellón, a veces llamando al carrito de golf y otras montando una de las bicicletas de cortesía (¡con freno de contrapedal!), para disfrutar de los muchos atractivos del resort: el excelente spa, los dos restaurantes, el bar frente a la alberca (inolvidable a la puesta del sol) y, sobre todo, los maravillosos 800 metros de playa virgen de Malcolm Beach.

El Amanyara se encuentra justo al lado de esta solitaria y encantadora franja costera, tan lejos de los recorridos turísticos que muy pocos viajeros llegan hasta aquí.

Fue una experiencia increíble disfrutar prácticamente solos de esta inolvidable playa, nadar en sus aguas turquesas, descubrir el jardín de corales que se encuentra a poca distancia del litoral, participar en uno de los tours diarios de cortesía, y de noche, concedernos una cena romántica en una mesa privada en la Ocean Cove, mientras una baby-sitter se ocupaba de entretener a nuestra hija.

La leyenda de Grace Bay

Las distancias en Provo no son muy largas. Desde la retirada y solitaria costa occidental, donde se encuentra el Amanyara, hacia la renombrada y más concurrida Grace Bay nos tardamos poco más de media hora en un taxi.

A lo largo de esta extensa playa de arena blanca, incluida en todas las clasificaciones imaginables como una de las 10 mejores del mundo, se encuentra la mayoría de los resorts de lujo de la isla.

Más que una playa se trata de una leyenda y como cada leyenda, empieza con algo que es verdad: su belleza impresionante, la suave arena inmaculada, la transparencia perfecta de sus aguas. Así fue como sus 4.8 kilómetros de largo fueron creciendo en muchas páginas web: hasta alcanzar ocho, 10 y ¡hasta 19 kilómetros!

Lo cierto es que cuando me encontré allí, recostada en una confortable y elegante reposera en el hotel Gansevoort, con el sonido del mar como banda sonora, mi esposo y mi hija paseando por el estero, no pude dejar de pensar que fuese infinita.

La vida en Grace Bay es, por supuesto, muy distinta de la que se experimenta en la aislada Malcolm Beach. Esta maravillosa playa ofrece muchas más diversiones y actividades en sus inmediatos alrededores: deportes acuáticos, boutiques, muchos restaurantes y un campo de golf de 18 hoyos, el Provo Golf Club, diseñado por Karl Litten.

No hay que imaginar un pueblito ni una avenida para hacer shopping. Todo en Provo sucede a lo largo de la Grace Bay Rd. y de la Lower Bright Rd., y, sobre todo, en el interior de sus lujosos restaurantes y hoteles. El Gansevoort es uno de los muy pocos hoteles boutique de la isla.

Nos alojamos en una fantástica One Bedroom Oceanfront Suite, decorada en un elegante y sobrio estilo urban-chic, perfectamente equipada con una cocina moderna y abierta hacia el mar.

Las 91 habitaciones (32 suites y cuatro penthouses) del hotel se encuentran alrededor de una hermosa alberca que, aunque no pueda competir en belleza con la playa, es una alternativa magnifica en los días de viento.

Caracol rosa y arena blanca

Junto con el cactus, cuyas flores rojas en forma de fez turco le dieron nombre al archipiélago, la Queen Conch es el símbolo de Turks & Caicos. Se trata de la que en México se conoce como “caracol rosa” y que recibe distintos nombres en cada isla del Caribe: Lambí en República Dominicana y en las islas francófonas, Cobo en Cuba, Cambombia en Panamá y Carrucho en Puerto Rico.

Esta hermosa concha, cubierta al interior de nácar rosado, con matices de amarillo y naranja, ha sido parte de la vida y de la alimentación de los habitantes del archipiélago de Turks & Caicos desde hace miles de años, utilizada como adorno, material de construcción, instrumento musical e ingrediente fundamental de la comida tradicional. De hecho, desde la época precolombina hasta prácticamente las últimas décadas del siglo xx, en las islas no hubo mucha variedad gastronómica.

A la abundancia de pescado, langostas y mariscos, le correspondían muy pocos productos vegetales, algo de tomate, maíz, papa, papaya y aguacate, cultivados en North Caicos, la única isla fértil del archipiélago. Todo lo demás que se encuentra hoy en las refinadas mesas de los exclusivos y muy caros restaurantes de la isla son productos de importación.

Durante mi estancia en Providenciales visité la Caicos Conch Farm, el único lugar en el mundo donde se crían los caracoles rosa, desde su nacimiento hasta los cinco años, para limitar el impacto del consumo sobre el medio ambiente (vale la pena hacer la visita siempre y cuando uno esté de paso durante un tour de las playas al sureste).

Pero sobre todo, pude comer muchos platillos a base de conch: unas crujientes Cracked Conch en el restaurante da Conch Shack, en Blue Hills, una deliciosa sopa Conch Chowder en el restaurante Mr. Grouper’s, en Grace Bay Rd., una refinada y especiada South Caicos Conch Salad en el restaurante Stelle del hotel Gansevoort, en Grace Bay, y un ceviche súper fresco de conch, recién pescado en la barrera coralina y preparado en el barco durante una excursión de snorkeling.

Mis favoritas fueron las Conch Fritters que comí frente a la playa de Five Cays, en el sur de la isla. A pesar de encontrarse fuera de las zonas turísticas, el restaurante Bugaloo’s es uno de los más famosos de Providenciales.

Tal vez sea por su ubicación, sobre la arena y con una hermosa vista al mar o por su estilo casual y la frescura de sus palmeras, o, más probablemente, por la magnética personalidad de su creador.

Encontré a Berlie “Bugaloo” Williams en la barra de madera oscura. Amable y sonriente ícono de Providenciales, él fue el primero en abrir un “conch shack” en la isla, hace 20 años. Al principio era nada más una sombrilla y una mesa en la playa de Blue Hills, donde pescaba, preparaba y vendía deliciosas y fresquísimas ensaladas de conch.

Con su amigo Mike Stolow abrió un Bugaloo’s hace pocos años, dando nueva vida al pequeño asentamiento de pescadores de Five Cays y atrayendo a su playa a turistas, familias locales y apasionados de kiteboarding.

La costa sur de Providenciales es un verdadero paraíso para los amantes de este deporte. No sólo en Five Cays, sino también en la playa de Long Bay se pueden admirar las acrobacias aéreas de docenas de kitesurfs.

No hay hoteles ni resorts, sino villas lujosas y solitarias, opciones interesantes para los que quieren vivir la isla como un “local”. A pesar de los vientos alisios las aguas de esta encantadora playa tienen un oleaje muy suave.

Del otro lado y protegida de los vientos del este, se encuentra una playa de ensueño, Sapodilla Bay. Llegamos allí a media tarde. Siempre calma y tranquila, esta bahía es un verdadero paraíso de aguas transparentes y suave arena blanca.

Cada grupo de visitantes se relajaba a su manera: una familia estadounidense, que se reúne aquí cada año, se relajaba en las tumbonas mientras los niños jugaban en las aguas poco profundas; unos solitarios Stand Up Paddle Boarders se deslizaban tranquilos sobre sus tablas hacia la puesta del sol; y un grupo de amigos disfrutaba de unas cervezas en las aguas bajas, a unos 50 metros de la orilla.

Los cayos, entre iguanas y vip

Nos recogieron a la entrada del hotel con una furgoneta y nos llevaron al puerto de Turtle Cove. ¡No se puede terminar un viaje a Turks & Caicos sin visitar los cayos al noreste de Providenciales! Eso nos había recomendado Paola, una italiana que vive en Provo desde hace más de 20 años y que conocimos en la mesa de un restaurante en Grace Bay Rd.

Llegó como turista cuando aún no había casi nada en la isla y ahora está casada con un “belonger” originario de Blue Hills, Arthur Dean, uno de los más famosos profesionales de pesca con mosca del Caribe entero. Juntos manejan una de las primeras compañías de excursiones, la Silver Deep. Aceptando su consejo, esa misma tarde subimos al barco del simpático capitán Pringle, uno de los 12 hermanos Dean, y salimos para un crucero de unas cuatro horas. Desde el mar Grace Bay se veía aún más impresionante.

Navegamos en las aguas del Princess Alexandra National Park, pasando frente a la larga y espectacular Leeward Beach, en dirección a los cayos, famosos por ser los destinos más exclusivos, Pine Cay y sobre todo Parrot Cay, la isla de ensueño donde compraron casa muchas estrellas de Hollywood y donde se encuentra el lujosísimo resort Parrot Cay by COMO.

Nosotros aterrizamos en Little Water Cay o Iguana Island, cuyos dueños son dos o tres mil iguanas, los animales más grandes del archipiélago y los últimos representantes de una especie endémica de iguana, hoy en grave peligro de extinción a causa del desarrollo turístico y de la introducción de perros y gatos en las islas del archipiélago.

Algunas de estas raras iguanas se atreven a dejar la reserva natural de Little Water Cay, cruzando por la franja de arena que conecta la isla con Water Cay, otro cayo deshabitado, y viven tranquilas en la pequeña duna cubierta de arbustos a las espaldas de una de las playas más hermosas de todo el archipiélago, la Half Moon Bay.

El barco del capitán Pringle se acercó también a esta magnífica bahía y nos hizo bajar. Pisamos la arena y dejamos nuestras huellas como si fuéramos exploradores descubriendo una isla desconocida.

Desde un escenográfico acantilado de piedra caliza, a la sombra de un pequeño bosque de palmas y árboles raros que parecían pinos, disfrutamos de la vista de la playa desierta, las olas suaves y el mar color turquesa. Fue entonces cuando entendí por fin, qué hace realmente exclusivo a un destino.

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