Cristina Fernández Pasantes es farera desde hace 43 años, pero sólo sintió miedo una vez. La madrugada del 6 de enero de 2014 vio olas como nunca había imaginado que existieran. Los registros marcaron una de 28.9 metros. Cuando pensó en coger el coche y salir del faro, el viento no la dejó. Y entonces se sintió sola.
“Me sentí atrapada y con miedo. Aunque sabes que la ola se deshace al llegar a tierra, no pude evitar pensar que me llevaría por delante”, cuenta hoy. La “tierra” es para ella un piquito escarpado llamado cabo Vilán, apartado del continente por un chicle de piedra, como dibujado a pluma de tan perfecto, donde el mar bate a los pies de una torre estilizada, majestuosa, casi altiva, que se construyó en 1896 y que Cristina habita desde 1974. “Es el padre de todos los faros, el cíclope de la Costa da Morte”. De allí intentó salir una vez, cuando después de morir su marido, también farero, la convencieron para que se fuese a vivir al pueblo, Camariñas. “La primera noche, junto a mi hija, nos acostamos en casa de unos familiares y nos miramos. No hizo falta decir más. A la una de la mañana regresamos al faro”.
A punto de jubilarse, la torreira —farera— más veterana de España se sabe también una de las últimas en resistir el desplazamiento que produce la tecnología. Por eso promueve asociaciones para convertir los faros en lugares de cultura. “A través de ellos se conoce Galicia. Su idiosincrasia, su naturaleza y su fuerza. De la torre al cielo sólo hay una escalera”. En su caso, 250 escalones, que sube cada día desde el edificio principal —“no me preguntes horarios porque no utilizo reloj”— hasta llegar a la linterna. Desde allí contempla la inmensidad oceánica de Galicia. El mapa la define, el clima le engalana el paisaje: es la esquina verde de la península ibérica. Un agreste y húmedo rincón del tamaño de Bélgica rodeado de un océano que entra y sale de tierra firme como unos dedos en la arena de playa.
Para entender la importancia del mar en Galicia conviene tener unos cuantos datos en la mano: aunque su superficie terrestre supone apenas el 6% del total de España, sus costas conforman un tercio del total del territorio peninsular del país, como si fuera una gran isla. Porque en muchos aspectos lo ha sido, y aún guarda resabios del ayer. Lo comprobará el visitante a la hora de moverse: para visitar a fondo el litoral gallego olvídese del transporte público. Aunque las grandes obras de los últimos 20 años han conectado lugares antes apartados, la vocación de finis terrae de la costa aconseja el uso del coche o la motocicleta o, a otro ritmo, la bicicleta o sus propios pies, para adentrarse y conocer los vericuetos de las carreteras comarcales y los senderos de la foresta. Será la forma de asomarse al abismo que proyectan acantilados y rocas, y dejarse guiar desde tierra por la luz de los faros, que marcan a los barcos el camino del mar. Pese a ellos, los naufragios han alimentado las leyendas de la historia popular gallega, que porta el sino de los pueblos pescadores: en su medio de vida se encuentra también la muerte. Pero de un tiempo a esta parte los faros también se han convertido en atracción turística en la costa más salvaje de la Europa meridional, habitada por un pueblo de carácter tan sinuoso como su terruño.
1. Del Cantábrico a la Costa Ártabra: acantilados, surf y percebes
Los manuales de geografía dicen que Estaca de Bares es el punto más septentrional de la península ibérica. En realidad lo es un arrecife con nombre y apellido, Estaquín Sigüeles, que se desprendió del cabo hace siglos y ahora, separado por una lengua de mar, sirve de avanzada simbólica de la costa imponente que le guarda las espaldas. Desde aquí y hacia el sur se suceden acantilados vírgenes y playas salvajes, pero el castillo natural de Estaca forma, además, la frontera imaginaria entre el mar Cantábrico y el océano Atlántico. Semejante punto estratégico no se podía pasar por alto en tiempos de la Guerra Fría: aquí funcionó durante décadas una base de comunicaciones de Estados Unidos —quedan las ruinas—, y en su mar también se hundieron submarinos nazis durante la Segunda Guerra Mundial. El faro, una construcción del siglo XIX, domina la escena y sirve de marco a nuevas formas de turismo. A su lado, un antiguo puesto de señalización de banderas para barcos, un semáforo, es hoy un pequeño hotel boutique, con habitaciones hexagonales de piedra y madera y una vista escandalosa. Además, ofrece manjares que acompañarán durante todo el viaje: marisco y pescado con denominación de origen local.
Al salir de Bares y meterse por las laberínticas curvas de la carretera local se espesan los bosques y se agrandan los acantilados. A mitad de camino hacia el siguiente faro aparece una indicación de desvío hacia Loiba, donde el mar horada la piedra formando furnas, cuevas marinas sobre playas en las que cualquiera puede sentarse a contemplar el paisaje en un banco de madera que instaló un mecánico de la zona, sin ninguna pretensión. Pero desde que alguien escribió en el respaldo, en un inglés sui géneris, algo así como “El banco más bonito del mundo” y subió su imagen a las redes sociales, ya nadie le pudo quitar la fama, y hoy ya corre peligro de masificación. Tras las fotos de rigor toca poner rumbo a cabo Ortegal, un monumento geológico en sí mismo, con farallones esparcidos en el agua. Esos aguillóns son composiciones rocosas de las más antiguas del continente, de unos 1 100 millones de años. La piedra acompaña una variedad inusitada de aves migratorias y una flora singular. Aquí el paisaje engulle al propio faro: un sendero en pendiente hasta la misma punta, donde una torre circular roja y blanca, con linterna y veleta, alumbra el océano.
Unos kilómetros más adelante se llega por pista asfaltada a uno de los parajes más espectaculares del camino. En la cumbre de la Serra da Capelada, al borde mismo del mar, está la Vixía da Herbeira, postal bucólica por antonomasia, casi siempre cubierta de una niebla que dificulta la visión del camino. En la planicie junto al mar se alza la Garita, puesto de vigilancia del siglo XVIII en el que uno se puede refugiar del viento, capaz de tumbar a un adulto de una ráfaga. Aquí el cuidado ha de ser doble: manadas de caballos salvajes se cruzan sin hacer caso de los coches que atraviesan la hierba tupida que enmoqueta el paisaje, donde también pacen vacas libremente. El viento fue siempre la única compañía de las bestias, hasta que hace unos años las empresas eléctricas entendieron que no podían desaprovechar semejante ventarrón y enclavaron parques eólicos paralelos al mar. Hoy el metal blanco y las aspas cortan el aire para espanto de algunos y encogimiento de hombros de otros. Pero una vez que uno se asoma al abismo, de espaldas a los molinos, se encuentra con unos acantilados de 600 metros que sólo tienen comparación, en Europa, con los de Moher, en la costa occidental de Irlanda.
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En las estribaciones de esos acantilados, entre prados que parecen pintados, hay lugar para otra joya: la aldea de San Andrés de Teixido, “onde vai de morto quen non foi de vivo”, según reza el dicho, y que recoge la esencia mágica de las romerías en un santuario marinero que mira al océano entre casitas de piedra. Aquí y en otros muchos lugares de Galicia las creencias paganas se disfrazan de religión. El santo es uno, pero muchos más son los amuletos, las hierbas que atraen el amor y garantizan salud a las parturientas o el agua curativa. Desde aquí comienza la bajada a pueblos menos agrestes, más turísticos: Cedeira los encabeza, un óptimo lugar para probar delicias gastronómicas —entre otras, el marraxo, una especie de tiburón—. Antes de bajar a nivel del mar hay otro faro, el de punta Candieira, cerca de la increíble capilla de San Antón: los coches se dejan al borde de la carretera y desde ahí se desciende el camino en diez curvas serpenteantes hasta llegar al faro, una clásica torre octogonal sobre un edificio rectangular.
Se suaviza la costa, pero no se domestica el mar. De hecho, esta zona, conocida como Costa Ártabra, es un paraíso del surf. Desde los acantilados de Cedeira se adivinan los entrantes de las playas más conocidas: Pantín, que acoge pruebas del Campeonato Mundial de surf, y su vecina A Frouxeira, que ofrece un espectáculo de oleaje todos los días del año. Allí se multiplican las escuelas y los lugares de acomodo para surfistas que vienen del norte de Europa, como el Camping Valdoviño. Allí también se erige un faro moderno, opacado por la belleza de la ermita de la Virxe do Porto, que en la pleamar parece flotar entre olas llenas de espuma.
No es casualidad que esta área sea una de las mecas gallegas del percebe, un crustáceo que parece extraterrestre, de cuerpo cilíndrico recubierto por una cáscara como de neopreno y rematado en una uña afilada como las rocas donde habita. El manjar no se pesca ni se caza: lo recogen, uno a uno, avezados percebeiros que se juegan la vida en cada ola colgándose de los acantilados, arrancando de las rocas con la raspa el oro gastronómico que es el percebe: según temporada se paga a más de 50 euros el kilo. La razón de que esta costa sea un criadero natural de percebes está en el propio mar: el crustáceo crece al recoger el oxígeno del agua. Cuantas más olas contra la roca, más oxigenada, y en el plato, más sabor a mar. Cuando los percebes llegan a cocina, les espera una preparación sobria: se echan en agua hirviendo y se mantienen en la olla hasta que vuelve a romper a hervir. De ahí a la fuente, tapados por un trapo para que no pierdan el calor, y se degustan abriéndolos con dedicación y desechando la uña y el “neopreno”. Podrá probarlos, incluso como tapa, en los barcitos que aparentemente no dicen nada y esconden todo un mundo, en cada uno de los pueblos que acompañan los faros y la costa: O Barqueiro, Ortigueira, Espasante, Cariño, Cedeira y Ferrol, plaza militar y obrera —de la industria naval— donde uno puede recalar en mesones como El Coral, un sencillo local en el barrio de Ferrol Vello, entre casas desconchadas y olor a mar. En la pizarra, los platos y los precios: pulpo á feira —hervido y servido con aceite de oliva virgen, sal gorda y pimentón dulce—, chocos —un tipo de sepia—de la ría y rape o pez sapo. Allí se ve, se huele y se come la esencia de esta costa.
2. La Torre de Hércules, de símbolo celta a Patrimonio Universal
Todo se reduce a cuatro conjuntos de espejos yuxtapuestos y una chapa cerrando el círculo. La luz que pasa por los espejos produce cuatro destellos cada 20 segundos y luego hay un momento de oscuridad al tocar el metal. Cuando el marinero ve los cuatro destellos sabe que se acerca a la Torre de Hércules, el faro en activo más antiguo del mundo y desde 2009 Patrimonio de la Humanidad de la unesco. Pero desde mucho antes la torre, una señorial construcción de piedra de casi 60 metros de altura, ubicada en un promontorio en la punta de la península que forma la ciudad de A Coruña, ha trascendido su papel de mera señal luminosa para navegantes.
Lebor Gabála Erenn es el libro del siglo xi en el que se narran los mitos sobre las invasiones que sufrió Irlanda a lo largo de los tiempos. De acuerdo con el manuscrito, la última de las ocupaciones llegó de un lugar a 900 kilómetros al sur en línea recta, con el océano Atlántico de por medio. Allí, en la ciudad de Brigantia (A Coruña), se hallaba un faro levantado por un rey celta llamado Breogán. Un día puso a hombros a su hijo Ith y éste dijo ver, desde lo alto de la torre, una isla verde. Era Irlanda. La Torre de Hércules se convirtió así en un símbolo para los gallegos que encontraron en Irlanda y el celtismo un espejo donde reflejarse como nación.
La historia oficial explica que los romanos construyeron para ayudar al transporte marítimo en tiempos de Trajano, en el siglo ii, un faro: una torre cuadrada con tres pisos y una rampa interior que permitía subir la leña que se quemaba en la cúpula. Más tarde, en 844, hordas vikingas intentaron tomar aquello que denominaban Far. Fueron expulsados. Tras sucesivas reformas, en el siglo xviii se hizo la que se ve hoy, de aspecto neoclásico. En el llamado Campo da Rata, junto al faro, las tropas fascistas del general Franco fusilaron a los rivales republicanos, en 1936. Allí murieron grandes figuras del galleguismo y de la cultura local al poco de comenzar la guerra civil española. Hoy el visitante pasa por todas esas etapas históricas al llegar a la Torre de Hércules: un monumento de granito recuerda a los represaliados de Franco, una enorme estatua de Breogán presenta armas frente a la rampa que da acceso a la torre y una vez dentro se repasa la historia romana del edificio y sus reformas a lo largo de los siglos. Cuando al fin se sube al exterior de la linterna, uno termina aguzando la vista y cree distinguir, allá lejos, Irlanda.
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Hay ocasiones en que ni los faros salvan. La madrugada del 3 de diciembre de 1992, en pleno temporal, un petrolero llamado Aegean Sea encalló en las mismísimas rocas de la Torre de Hércules. Setenta mil toneladas de crudo se desparramaron hacia el mar. Unas horas después el barco se partió y explotó. Ardió el mar. Hubo que evacuar el barrio vecino, estuvieron a punto de hacer lo mismo con la cárcel, a cien metros de allí, pero hoy parece que nunca hubiera sucedido nada: al lado del lugar del naufragio los bañistas presumen de playa, As Lapas, en un entorno mágico, convertido en un campo escultórico a cielo abierto. La cárcel ya no funciona y el barrio vecino se ha revitalizado. La vista desde el faro hacia el centro de la ciudad de A Coruña, con las playas de Orzán y Riazor al fondo, da una medida del cambio operado en el último cuarto de siglo. La tragedia del Aegean Sea coincidió con el inicio de un despegue económico: se hicieron obras faraónicas, como el gigantesco paseo marítimo que circunda a la ciudad y, paralelamente, creció una empresa textil que hoy es un imperio global controlado aún desde los polígonos de Arteixo, pueblo limítrofe. Se trata de Inditex, matriz de la firma Zara, cuya expansión también ha condicionado la oferta de ocio de la ciudad. La gastronomía gallega se ha visto contagiada de nuevas tendencias en los últimos años. En las antiguas calles de los vinos, desbordantes siempre de gente, hoy se degustan versiones contemporáneas de tapas y platos clásicos —tortilla de patatas, croquetas, empanada gallega—, siempre regados de vino gallego —albariño, ribeiro, godello, mencía— o de la cerveza local, Estrella Galicia, casi una religión en la ciudad. Prueba de ello es la antigua fábrica, convertida en templo cervecero, donde cada tarde, a la salida del trabajo, se reúnen miles de coruñeses a tomar cañas salidas de grifos que nunca se cierran.
Pero al mismo tiempo A Coruña conserva rincones culinarios tradicionales, secretos a voces como el Suso, una marisquería que aparenta lo que en realidad es, un comedor casero con unas amables anfitrionas que ofrecen una selección de manjares de los de siempre: pulpo, centollos, nécoras, percebes y también navajas, un curioso molusco con forma de utensilio de barbería en cuya concha se esconde una carne tierna prima hermana de la almeja. Los buceadores la capturan una a una y se degusta con sencillez: al vapor, al horno o a la plancha, con limón o al ajillo. Todo sucede en el barrio marinero de Monte Alto, una isla urbana rodeada de mar que empieza casi en el centro y termina en la Torre.
3. A Costa da Morte o la belleza de la tragedia
En el mundo hay costas azules, verdes, doradas, ricas, esmeraldas, blancas. Y también hay, en Galicia, una Costa da Morte. Al visitante que llega al faro de cabo Roncudo se le eriza la piel al ver cruces blancas sobre las rocas adyacentes. Son recuerdos obvios de los muertos en el mar. O, peor, de los desaparecidos. Muy cerca de cabo Vilán, donde está el faro de Cristina Fernández Pasantes, se levanta también frente al mar un recinto rectangular con un gran muro de piedra en el que se lee “Cementerio de los ingleses”; éste es, en realidad, la fosa que se abrió para enterrar a los muertos del buque Serpent, del Irish Hull y del Trinacria, todos hundidos en ese pedazo traicionero de mar a finales del siglo XIX. Según estudios de historiadores locales, se han registrado casi mil naufragios en 200 kilómetros de costa endiablada. En el fondo del océano hay galeones, balleneros, mercantes, sumergibles y petroleros. Un gigantesco cementerio marino.
Pero es esa fuerza arrebatadora la que también atrae por su belleza bestial. Y por eso fue quizá que la escritora inglesa Annette Meakin habló de aquel litoral como la Coast of Death, luego devenida Costa da Morte en gallego. Aquí el mar da y quita. Si no se faena no hay comida, y si se sale a trabajar uno puede morir antes de volver a tierra. Por eso los faros se convirtieron en una guía imprescindible. Desde las islas Sisargas hasta el legendario cabo Fisterra, o Finisterre, se extiende un particular fin del mundo que en los últimos años ha ganado cada vez más visitantes por la vía del senderismo. El Camiño dos Faros recorre la Costa da Morte en ocho etapas, a cada cual más espectacular, jalonadas por torres de todo tipo: empieza en el faro de San Hadrián, de 1853. Continúa por el más moderno, el de Punta Nariga, firmado en 1995 por el arquitecto César Portela. Luego vienen los faros baliza gemelos de Corme y Laxe, de principios del siglo xx. Y después el de cabo Vilán, el de cabo Touriñán y, finalmente, Fisterra. Para quien no quiera caminar siempre está el coche, pero viendo la sucesión de aldeas y minifundios hasta llegar a las villas arrebujadas al abrigo de las rías, resguardadas del viento, se entiende el aislamiento secular de esta tierra. Lejos de todo y sin comunicaciones, quedaba refugiarse en el campo o mirar hacia el mar: pescar o emigrar. De estos lugares salió la fuerza de trabajo que recaló en Argentina, Uruguay y Venezuela, y antes en Cuba y México. Eran los gallegos que sudaban la gota gorda en las Américas para levantar la economía familiar, dejando atrás costas tan fértiles como duras para la vida. Porque si hoy se valora al extremo el marisco, prácticamente no se comía en los tiempos de las primeras oleadas migratorias. La gastronomía sigue siendo una de las razones para llegar hasta aquí, pero no lo era en aquellos tiempos amargos.
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Man se murió de pena. Había cuidado durante 40 años de su cueva, esculpido sus rocas, labrado sus algas, siempre vestido con taparrabos, lloviese o tronase, invierno o verano. Man era Manfred Gnädinger, O alemán, un ciudadano del norte de Europa que recaló en la localidad de Camelle en tiempos de Franco y que vivió siempre con lo puesto, como un anacoreta, mientras desarrollaba su arte con los elementos que le facilitaba la costa. En noviembre de 2002, el petrolero Prestige naufragó a 50 kilómetros del cabo Fisterra. Tras casi una semana a la deriva, provocada por la inacción de los gobiernos, acabó hundiéndose y vertiendo miles de toneladas de crudo en la Costa da Morte. La casa de Man quedó negra como el chapapote que impregnaba las rocas y el mar. Man murió sin causa aparente y allí mismo hoy se erige el Museo do Alemán, una huella de lo que significó el enésimo desastre natural que hubieron de soportar los habitantes de estos puertos. Y una nueva apelación a la memoria. Aquel naufragio fue el último gran trauma de la costa, que tuvo en Muxía su zona cero: las aguas se llenaron de petróleo y a los pescadores sólo les quedó sacarlo literalmente con sus propias manos. De la tragedia del Prestige queda una escultura bautizada significativamente como A Ferida, dos bloques de piedra separados por una grieta. Se levantó sobre las rocas, junto al santuario de Nosa Señora da Barca, final de etapa de uno de los epílogos del Camino de Santiago —el otro es Fisterra—. La fatalidad es tan hermana de esta zona que la iglesia se incendió en 2013 tras ser alcanzada por un rayo. Enfrente está Camariñas y su cabo Vilán, que parece un animal tumbado con el faro en la punta. Más inaccesible, después de playas vírgenes, entre el monte bajo cincelado por el viento, está Touriñán, inhóspito y bellísimo. Porta un mérito que normalmente no se menciona: es el punto más occidental de la España peninsular, donde más tarde anochece y en un ocaso asombroso. Pero, sin embargo, la fama se la lleva el cabo vecino, el fin de los confines. Muchos dicen que es mejor así.
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Fisterra es, lo dice su nombre, el fin del mundo. O lo era hasta que se descubrió América. Es a la vez el final de todo, incluida la peregrinación del Camino de Santiago, y la primera luz que ven los barcos. Y antes de que tuviera un faro, de hecho, ya lo era. Así lo decía Humboldt, que lo coloca entre los cinco mayores monumentos naturales del mundo de ayuda a la navegación. En 1853 se inauguró el faro en una montaña verde y una roca espeluznante, a 130 metros sobre el nivel del mar. Pero además el lugar es un pequeño parque temático de señalización marítima. Pegado al faro, hacia abajo, está la llamada Vaca de Fisterra, el edificio de donde salen las dos grandes sirenas que bramaban en las noches (y en los días) de niebla. Lo hicieron hasta que los nuevos sistemas de navegación las dejaron obsoletas hace 20 años.
Antes, cualquier cuidado era poco, como quedó demostrado en 1987, con el naufragio y explosión del Cason, que costó la muerte de sus 23 tripulantes y provocó la histeria colectiva de toda la comarca por los rumores de que el buque transportaba material nuclear. Hoy el panorama es otro. El mar sigue igual de bravo, siguen pasando 40 mil barcos al año por delante de las costas, pero ha mejorado la seguridad y se ha diversificado la economía de la zona. El turismo ha aumentado exponencialmente gracias al paisaje, las playas (la del arenal de O Rostro es otro fin del mundo en sí mismo) y el propio cabo con su faro: el antiguo edificio del semáforo es ahora un hotel. En el pueblo abundan los edificios de apartamentos de veraneo, pero también las casas rurales con encanto y algunos restaurantes muy dignos de mención, como el tradicional Tira do Cordel o el innovador O’Fragón. Es aquí donde los peregrinos, al final del Camino de Santiago, llegan al cabo y queman sus botas al atardecer para darle fin a la enorme distancia recorrida, cabo a cabo, faro a faro.