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Formentera: la isla bonita

Esto es Formentera, la isla que huele a pino y a sabina, puro mediterráneo.

POR: Lorena G. Díaz

La única forma de llegar a Formentera es por mar, en un ferry que conecta Ibiza con la isla en aproximadamente media hora de trayecto. Tal vez sea este factor, sumado a la conciencia responsable de los habitantes de Formentera, lo que logra que este destino paradisíaco se mantenga casi intacto a lo largo de los años. Puramente mediterránea, el valor de Formentera no sólo está en lo que se disfruta, sino en lo que no se ve, como el inmenso jardín de posidonia situado entre Ibiza y Formentera que, siendo el más grande del mundo, abarca ocho kilómetros de longitud y cuenta con más de 100 mil años de antigüedad. Es gracias a esta pradera submarina que la isla presume del color de sus aguas y de la buena salud de las mismas, aunque el fondeo de las embarcaciones o la contaminación dificulten, a veces, su buena salud marina.

En tierra firme, los pocos más de 80 kilómetros de superficie de la isla están bendecidos con 300 días de sol al año, veranos cálidos e inviernos templados que permiten campar a sus anchas a la típica vegetación mediterránea que puebla la isla y que combina zonas de dunas con bosques de pino y de sabina, el aroma más característico de la isla.

A Formentera se puede viajar en cualquier época del año, siendo el verano la estación cuya popularidad, a veces, resulta desbordante. Aun así, siempre hay una isla tranquila para quien la busca, alejada del estereotipo cool que muchos se empeñan en importar. Pero la pequeña de las Baleares se resiste a abandonar su pasado. Y es que pocos saben que Formentera tiene un profundo y orgulloso pasado hippie forjado en leyendas como la que afirma que Bob Dylan pasó unos meses viviendo en uno de los molinos de viento centenarios de la isla en los años sesenta. Un panorama que se aferra a sus últimos vestigios, como los que conviven en La Mola. Esta pequeña población ubicada en el extremo este de la isla, presidida por su mítico faro, está considerada por muchos como un lugar mágico. Una formidable panorámica desde los acantilados de La Mola, conocido como el balcón de Formentera, completa la experiencia visual que se eleva más allá de lo terrenal en este lado de la isla. Pero volviendo a temas mucho menos místicos, La Mola también es conocida por su mercadillo artesano, clara herencia de la corriente hippie de los años 60 y 70, presente todos los miércoles y domingos hasta bien entrada la noche. Aquí, una treintena de puestos artesanos venden productos centrados en joyas, ropa y artilugios dispares, mientras suena música en directo y la bebida y la comida corren de un lado para otro.

Pero La Mola no es el único rescoldo hippie que se encuentra en Formentera. Tampoco el único al que se le atribuye el adjetivo de mágico. El Blue Bar, que fue el primer chiringuito de la isla, es un buen ejemplo. Ubicado en lo alto de una duna y con una posición dominante frente al mar, son muchas las historias sobre este famoso local donde cuentan que Jimi Hendrix, Bob Marley y los mismísimos Pink Floyd compartieron charlas y confidencias. Leyendas o no, hoy el Blue Bar es un lugar de peregrinación para melómanos, transformado en un restaurante que durante las noches de verano cuelga el cartel de cupo lleno.

Aunque no es el único. La oferta gastronómica en la isla, forjada en un sistema de autosuficiencia y compuesta por ingredientes de origen local, vive su momento de gloria en la época estival, cuando en muchos de sus restaurantes resulta complicado encontrar mesa libre. Aun así, bien merece la pena tomarse la molestia de planificar con tiempo las reservas para disfrutar de platos como la tradicional paella de Can Rafalet, la pasta en perfecta cocción del 10.7 (donde en cada puesta de sol su dueño, el italiano Vittorio Aquaro, deleita a sus comensales con el aria de Turandot “Nessun dorma”) o los pescados en su punto de Ca Na Pepa, un coqueto restaurante ubicado en el corazón de Sant Francesc, la capital de la isla. Para comer con los pies en la arena, uno de los placeres máximos de Formentera, nada como el Sa Platgeta, donde los precios son tan razonables que nada tienen que ver con los restaurantes de la playa de Ses Illetes, donde la cuenta promedio sobrepasa el centenar de euros. Es la otra Formentera.

Tan dramática como bella, la puesta de sol en la isla es un verdadero acontecimiento social al que todo el mundo está invitado. Hay muchos lugares para verla, desde la tranquila Cala Saona, donde los mástiles de los barcos forman una perfecta imagen de postal, hasta la playa de Migjorn, donde en el conocido chiringuito Pirata Bus sirven los mejores mojitos de acompañamiento para despedir al día que se va.

Por la noche, toca descansar en el único hotel ubicado a la orilla del mar. Inspirado en la época en la que el jet set internacional empezó a disfrutar de sus veranos en las costas españolas, el Gecko Beach Club, que recupera, tras años de reformas, la elegancia de los años cincuenta, utilizando una mezcla de colores neutros, salpicados con un omnipresente azul cobalto. El blanco inmaculado de Formentera, enormes ventanales y piscinas privadas en la habitación, invitan a disfrutar de la luz de la isla y la brisa del mar. De día, el hotel ofrece clases de yoga frente al Mediterráneo, antes de pasar por el buffet de desayuno, repleto de especialidades locales y gastronomía balear. Más tarde, el gran dilema es definir si quedarse disfrutando de su estupendo beach club o caminar los escasos 20 metros que separan el hotel de la playa y el mar. Es el fiel reflejo de lo que supone es veranear en Formentera, la perla de la Riviera Balear.

 
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